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TEMAS BLOG OFICIAL DE LA POETA Y ESCRITORA andaluza Carmen Camacho ©2017

relatos de un verano

TE OLVIDAS DEL PAN…

 

Tú que vienes por el viento con la vida en la espalda; tu que ha visto tantos amaneceres , que das  sentido a  la estación de las rosas y de los sueños; tú que ahora te olvidas del pan por las mañanas, y de rezar a un Dios que apenas lo presientes, dime,  ¿el hombre se siente solo frente al mundo?  ¿Las sombras surgen sin que nadie las llame?   Con tu  vida en las espaldas, tú  sabes que los caminos de la vida son estrechos, que hay que andarlos con los pies descalzos  con las manos pidiendo cosas desde arriba; por eso hay que mojarse los ojos con estrellas  y lluvia, porque del  final de los caminos solo queda el recuerdo,  el perfume de las rosas,  y tal vez el amor repartido con llanto en unos ojos.  Con tu vida ahora olvidada, tu que conoces el mar mejor que los marineros y tu cuerpo esta virgen en sus olas, que sabes el encanto de una noche sin luna y sabes sus dolores, tu que ha visto morir a tantos hombres y has visto nacer a tantos niños, dime ¿dónde está  el camino que nunca se termina?  Donde está el camino    de las rosas olvidadas; dime  ¿dónde está la paz y donde está la fuente?  

 

  ©Carmen María Camacho Adarve

 

EL DOMADOR

EL DOMADOR

EL DOMADOR

 

El dos de agosto de mil novecientos setenta y siete, caminado por el paseo, sobre las cinco de la tarde. Me encontré, con  Moisés. Muy excitado y  corriendo vino hacia mi.

-¡Hola Manuela! en ti  estaba yo pensado ¿seria casualidad?

-¡Buenas tardes Moisés!... ¿...y eso? –le pregunte-

-Pues por que hace días que no te veo, Manuela, y quisiera enseñarte lo que va a ser, la que será mi nueva profesión, sabes estoy cansado de trabajar de dilley en la discoteca “Europa”; solo me piden coplas y pasodobles ¡no saben nada de buena música! –Me dijo- ¿me acompañas a mi casa y te enseño las fieras y como las domo? Es  muy importante para mí tu opinión.

-Bueno, -dije- acuciada por el miedo sabio quien era Moisés, “me va a encantar verte de domador”.

-De momento solo son pruebas…Sabes  Manuela ¡y no te preocupes que no corres peligro alguno! –Concluyo- venga vamos Manuela a mi casa que te voy a hacer una demostración excelsa y memorable.

Subimos por el paseo, hasta llegar a una calle estrecha.  Caminamos unos pasos más y Moisés y yo nos encontramos frente  al portón de una casa grande de campo. Metió la llave en la cerradura y silbando la abrió  entramos a un patio cuadrado, con columnas sujetas por pilastras y artesonado, una fuente de agua,  el centro lleno de macetas de pilistras de hojas verdes. En un lateral del patio había una escalera de madera, todas las habitaciones de la casa estaban separadas por la escalera. Pasamos por una salita, donde los padres de Moisés, dormitaban en  sillones de mimbre. Moisés, dio unos golpecitos en la puerta abierta de la salita. Los padres abrieron los ojos y Moisés  les dijo “padre, madre que voy a subir a la cámara con Manuela. “Muy bien hijo subid”  estas muy guapa Manuela, “¿Queréis merendar”? –Dijo- la madre… bueno –respondimos- y minutos mas tarde apareció  Doña Águeda llevando en las manos: dos bollos de aceite con una onza de chocolate cada uno”, “tomad la merienda” –concluyo- la madre –gracias –dijimos- y continuamos subiendo tres tramos mas de escalera,  mientras merendábamos Moisés iba delante de mi  llegamos a la cámara, que es en las casas de campo una habitación grande debajo del tejado, se utiliza como desahogó de la casa para guardad; trastos viejos y aperos de labranza en desuso. Cuando entramos en la enorme cámara, Moisés, descolgó de un clavo de una pared un látigo.

-¿Dónde están las fieras Moisés? –Pregunte- con pavor dándole un mordisco al bollo de aceite.

-Mira Manuela, ¿vez la pared del fondo? Pues en aquel saco grande las tengo, ya están preparadas para la doma…

-¡Ángela María! -dije- con un hilillo de voz y sin perder de vista la puerta de salida ¿seguro que no son peligrosas? con tantos días sin comer y dentro de un saco… y nosotros con el bollo y el chocolate ¡horror de horrores!

-Que va, no ves que llevo el látigo no corremos ningún peligro. Vamos que voy a empezar la doma.

Totalmente paralizada por el miedo seguí a Moisés hasta el saco que se movía, el iba dando latigazos a tontas y a locas, cuando llegamos junto al saco, -me dijo- ¡agachate!

Y  disfruta del espectáculo  ¡mira al saco! que voy a desatarlo. Abducida por Moisés hice lo que me ordeno.

Siete gatos; hambrientos, enfurecidos, saltaban dando grades maullidos en todas direcciones, Moisés, daba latigazos  a diestro y siniestro, tres gatos saltaron justo sobre mi cabeza, devorando el resto del bollo, otros en mi espalda y pecho, me resbale y quise sujetarme me clavaron las uñas  en la cara,  otro me clavaba las uñas recorriendo toda la espalda bufaron, se largaron al suelo después de dejarme hecha un eceómo y  escaparon por los respiraderos de la cámara, otros corrieron  por escaleras  como si tuviera cohetes en la cola. Moisés  intentaba deshacerse de varios gatos que devoraban los restos de su merienda bufaba y resollaba, con la cara llena de sangre como  un pescuezo acosado por los tábanos... Acuse a Moisés, que podía haberse contentado con dar latigazos por la cámara y domarlos cuando estuviese en soledad. Y así evitarnos  “los arañones”  que nos iban a durar más de un mes,  Moisés me acusó  de haberle tirado con unos gatos, a traición, cuando el tranquilamente andaba domándolos con su látigo, con la intención alevosa de que le desfigurasen la cara. A mí  me chorreaba la sangre por la cara y tenia la camiseta echa jirones, por donde saltaban gotas de sangre.  Le grite ¡“tu no eres domador de gatos”!, “¡eres un vaina”! “¡Y un loco!”. Me has engañado metiéndome en una trampa. Y  además  -le dije- que si el gato  te saltó encima, Moisés, fue porque  me había pegado un susto de muerte y me quite como pude dos gatos  de la cara, ellos saltaron sobre ti. Sin que yo te los tirase. Mira, Moisés yo  no tenía por qué ni para qué andar a aquella hora ni a ninguna otra, por tu casa,  tu me invitaste por puras ganas armarla.  Casi me matan esas fieras, como me la has armado;  Moisés eres un mal muchacho,  te has aprovechado de nuestra amistad, te has valido de que  yo estuviera por el paseo sola y desarmada. Únicamente para vengarte porque es público y notorio que me la tenías jurada... (Vete a saber por que)  pero por la pinta tenías unas ganas locas de volverte gato. Mire a Moisés tenía la cara toda” rajuñada” y estilando sangre, mi cara  como un eceómo, la camiseta hecha tiras, dejando ver mi espalda “rascuñada”.

Sarna con gusto no pica, dicen... –me dijo- “! Que eres domador de gatos” ¡“¡Vete al carajo!” “¡tonto el haba!”. Baje las escaleras, maltrecha, dolorida, engañada, con furia y odio. Por el paseo me encontré con mi padre que andaba buscándome y al verme… termino de descomponerme. Todo por culpa de un domador de gatos.

©.Carmen María Camacho Adarve

LA CASA DE LAS BROMAS DE LA ALCALDESA

LA CASA DE LAS BROMAS DE LA ALCALDESA

 

 

 

 La madre de Carmen abrió   “la tienda de las bromas, su tienda  en el número treinta y tres de la calle Millán de Priego, cerca de los jardinillos. Y Carmen Puri, la niña flacucha y con escaso éxito entre los compañeros de clase. Volvió a engatusarme una tarde al salir del colegio –me dijo- muy excitada

 

“Sabes María mi madre ha comprado  la casa de las bromas”

 

“¿A?, si respondí alucinada”

 

“Si quieres puedes venir mi madre me esta esperando para hacer unos recados…

 

Podemos aprovechar el momento –añadió-“.

 

 Y aquella tarde gris y lluviosa la acompañe a la casa de las bromas. Fue vernos su madre entrar por la puerta, y ponerse su impermeable coger el paraguas y salir corriendo, era ágil cual gacela y también flaca.

 

 

Me mostró: Extravagantes encantamientos,  risas que salían de bocas andantes, muñecas hinchadles que me daban miedo, bromas y tomaduras de pelo se mezclaban con  olores  a pólvora, petardos y platico un olor envolvente que atontaba un poco.

 

En La casa de la bromas,  se buscaban los artículos de broma que más éxito pudiera tener en cualquier fiesta, por ello, en la tienda se pueden encontrar las bromas clásicas de toda la vida, como bombas fétidas, caramelos picantes, polvos pica-pica, todas clases de gafas de broma, con o sin nariz, con los ojos que se caen, tinta mágica, y también otros artículos de broma más modernos, como los sacos de la risa, postizos de nariz..., pedorretas... todo ello también con las novedades de cada temporada.

 

 En el escaparte de la izquierda había un surtido de mercancías que giraban, estallaban, dentelleaban, y chillaban. Y a la derecha un cartel gigantesco, negro con letras amarillas que decía: VENDEMOS TODA CLASE DE BROMAS.

 

Dentro, en cajas amontonadas hasta el techo estaba el surtido. Había baúles llenos de varitas mágicas de mentira, las baratas eran se convertían en brujas de goma o monstruos verdes, las  caras se enredaban alrededor de la cabeza y el cuello del cliente, y cajas de plumas, que corrigen la ortografía, inventan una respuesta inteligente o se recargan de tinta solas. Tenían un verdugo: un diminuto hombre de madera que camina ascendiendo despacio al patíbulo de la  horca, si no deletreas la palabra correctamente ¡se ahorcaba!.. A mi me parecía una broma cruel.

 

 Me ofreció el encantamiento de “soñar despierto”

 ”Muy realista me parece Carmen Puri,-le dije- “

 

“Vale – respondió- este te va a gustar mas ya veras: Es un simple encantamiento y

llegarás a la cumbre de la felicidad”.

 

 “Siiii este me parece ¡genial¡ -conteste-“

“O tal vez te guste mas; El ensueño de veinte minutos, fácil para utilizar en mitad de un examen de matemáticas  e indetectable (los efectos secundarios incluyen expresión distendida y babeado menor).” No se vende a menores de seis años” –prosiguió-.

 

Ya estaba yo empezando a marearme; el olor de la tienda, la acumulación de genero e intuía que si, otra vez volvería a engañarme.

 

Mira Carmen Puri; pasa el tiempo y va a regresar tu madre ¡haz ya un encantamiento¡

 Mientras miraba extasiada un estante con trucos de cuerda y naipes: Trucos mágicos, el tren de la bruja de hojalata. (Ese era bastante bueno de hecho logro realizarlo cuando se hizo alcaldesa.

“Démonos prisa –dijo- mi madre esta al llegar, mira ¿quieres este Sombrero de copa de cartón negro” (invitas  a tu acompañante a hechizarte cuando  lo llevas puesto y le miras a la cara cuando el hechizo simplemente rebota), El ayuntamiento compra muchos de estos sombreros”.

 

“Venga dame el sombrero de copa, lo mismo un día puede servirme”.

 

Y, Carmen Puri, metió el sombrero con toda rapidez en una bolsa de papel marrón.

“Quieres Polvo inmediato de oscuridad (lo importan de Perú). Para  hacer un escape rápido-por si entra mi madre de pronto a la tienda”

“¡Claro, Carmen ese me parece el mas urgente¡” y lo introdujo en la misma bolsa.

 

 No me interesaron los detonadores de Señuelo, cuernos negros. Calderos bromistas, pociones de amor (dependen del peso del chico y del atractivo de la chica).

 

 Ni las  bolitas de pelusa redondas de colores, que giraban alrededor del fondo de una jaula y emitían agudos chillidos. Bastante cariñosos.

 

Con mi mercancía, Salí a la calle, era ya casi de noche y llovía copiosamente. Llegue corriendo a mi casa, llame al timbre y salio a abrirme la puerta mi madre que estaba trasteando la cena. ¡Se puede saber de donde carajo vienes a estas horas niña¡ Me dijo muy enfadada, ¿Qué escondes en esa bolsa?, nada madre juegos de magia. ¡Anda ayúdame a poner la mesa que vamos a cenar¡ ¡que pareces tonta¡

 

El sombrero de copa jamás me fue de ninguna utilidad: necesitaba un compañero, soy una mujer y nuca vestiré de frac. Pero debe seguir siendo útil entre los ediles, concejales, partidos políticos y demás vainas. El polvo  inmediato de la oscuridad del Perú sin embargo me ha sido y sigue siendo de gran utilidad: en esas ocasiones que uno quiere que se lo  trague la tierra…Y sobre todo para gastarle bromas a la secretaria de la alcaldesa. Ya que mi situación no ha cambiado; sigo siendo una poeta muy pobre y todos los meses mantengo la buena costumbre de pedir audiencia pero sigue sin recibirme a pesar de todos los encantamientos que debe guardar. Pero mi querida Carmen Puri no tienes el mejor. El polvo inmediato de la oscuridad y mira tu que estoy pensando en  sorprenderte de vez en cuando en la alcaldía, de donde deben salir muchas bromas de todo tipo, de mal gusto, para reír, y  de noche como por ensalmo desaparecen, medianas, árboles y calles enteras y la broma mas gorda es el tranvía reminiscencias de “la casa de las bromas”.

 

© Carmen María Camacho Adarve

CERRADA POR VACACIONES DE VERANO

CERRADA POR VACACIONES DE VERANO


Fórmanos un matrimonio unido. Mi mujer se llama Elisenda, y trabaja en una lencería, nuestro hijo Darius y yo Leif que trabajo en un taller de chapa y pintura. Vivimos en el Raval, en una casita que hemos ido arreglando y ahora es preciosa tenemos hasta un pequeño jardín interior.


 El 31 de julio, una fecha que no olvidamos. "Estábamos pasando unos días de vacaciones y nos llamaron
 Por teléfono para decirnos que parecía que hubiera alguien en casa".
Volvimos, llegamos a la puerta de la casa,
en el Raval de Barcelona, y tratamos de abrir: la llave no iba. De ningún modo, pero dentro no se oía a nadie.


Tengo un primo cerrajero: lo llame:


acudió casi de inmediato. Cuando ya estaba abierta la puerta, alguien acabó de abrir desde dentro.  Era un tipo fornido de ojillos penetrantes y cejas pobladas con camiseta de tirantes de ropa interior blanca, tras de el se escondían, tres niños pequeños medio desnudos y una señora obesa con bata de flores, despeinada: chillaba, ¡Lorenzo con quien hablas! Estaba sentada en mi sillón preferido blanco de piel (era en su estado natural), ahora rezumaba suciedad pudimos otear la casa “nuestra casa llena de ponzoña”:   ahí empezaron los líos, nuestra desesperación:


"¿Qué hacen aquí?"

"¿Cómo que qué hacemos? Ésta es nuestra casa".

"De eso nada".

“¿Ah no Y pueden ustedes demostrarlo?”.

“! Claro que si, vivimos en esta casa desde mil novecientos ochenta y ocho ¡”.

“mi familia y yo vivimos aquí desde primeros de julio de este año”. Venimos de un pueblito del sur allí no teníamos que comer”.

“! Esto es mas de lo que puedo soportar os vamos a meter un puro del carajo,¡… ¡vamos Elisenda ya volveremos con una orden judicial, el alcalde,  abogados… lo que haga falta”.

Elisenda y yo decidimos acudir a los Mossos (la comisaría
 esta a menos de 50 metros). Llegamos, y  nos pidieron  
que nos mantuviéramos al margen. Tras una conversación
 con los ocupantes, comentaron que no se podía hacer nada. Para sacarles del piso  necesitaba una orden judicial.


Elisenda y yo pusimos denuncia, ante los Mossos y en los juzgados.


 Nuestro abogado, Abelardo Fonseca, hacía todo lo posible según las leyes.

"Primero instamos un proceso penal, por allanamiento de morada, fue archivado y se nos dijo que utilizáramos la vía civil para pedir un desahucio. Lo hicimos y en abril de este año hubo sentencia, que daba la razón a mis clientes. La otra parte recurrió. Yo, claro, pedí la ejecución de sentencia porque Elisenda, Fabio, y el pequeño Darius  -no tenemos otra casa-.Ahora estamos viviendo de forma provisional en un barrio chabolista, donde las ratas, las cucarachas, droga y adictos a ella malviven es más malvivimos, nuestros días son un puro pesar. Con preguntas que no tienen respuesta, estamos en tratamiento psiquiátrico, Elisenda, Darius y yo, lloramos continuamente.


 La juez la aplazó aduciendo que los ocupantes carecen de medios.


Nos queda la apelación y la hemos presentado, pero es difícil que se resuelva antes de marzo. Vestimos andrajosos y sucios  comido a piojos. Todo resulta surrealista".



Nuestra vida no es fácil. "Si fuera un casa de
alquiler normal, dejaría de pagar y listo". Pero la cosa es
mucho más complicada. La casita es una vivienda social propiedad del puertosòl y se halla en un terreno gestionado por el Patronato Municipal de Barcelona. Que reconoce estar al tanto de los hechos.  Además, no podemos dejar de pagar porque, si lo hiciéramos, perderíamos los derechos adquiridos. De modo que Elisenda y yo no vivimos en
la casa -habitamos una chabola- para poder hacer frente a tantos gastos. Pero pagamos cada mes el alquiler "para no perder esos derechos  adquiridos. Y, a veces nos entra una risa incontrolable pasamos horas riendo.


 De modo que  no vivimos en la casita. Y pagamos también la luz, el gas, el teléfono y el agua "porque nos han dicho que si no lo hacemos, luego las cosas pueden ser
más complicadas".


“Hace unos días, nuestro vecino, Pera, nos avisó: los intrusos estaban tirando a la calle montones de cosas de nuestra casa. Acudimos corriendo y lo único que logramos salvar era un viejo televisor Inter.

 
 Sabemos que no vale mucho, pero es nuestro, como todo lo demás que había en la casa.
 A saber cómo estará ahora". Elisenda  y yo  vivimos allí
(en realidad vivíamos) allí desde mil novecientos ochenta y ocho,  cuando fuimos alojados procedentes del derribo de edificios que ocupaban lo que hoy es la rambla del Raval. En el año dos mil ocho, nació nuestro pequeño Darius.
 Habíamos arreglado la casita, de tres habitaciones y
ochenta metros cuadrados. "Hace unos años hicimos unas obras, porque fallaban las tuberías y los desagües. La cocina y el jardín interior la hicimos con amor y nuestras manos.
 
 Tenemos la más terrible de las depresiones, y Darius ha dejado de hablar: la ropa, las fotos, los recuerdos y, sobre todo, proyectos de un futuro que ya no será. El buzón de casa es un buen ejemplo de ello: los intrusos ha arrancado nuestros nombres, ahora se puede leer con escrito con un rotulador negro y con faltas de ortografía “aquí vive un alvañil” Lorenzo Quijano mi señora y familia para lo que disponga.
 
 
El Patronato Municipal de la Vivienda  nos dice que está al tanto de la situación y que sus servicios jurídicos se han puesto a nuestro servicio, pero que no podemos ir más allá.
 Nuestro abogado, Abelardo Fonseca.


Pidió al Patronato que, vista la situación, nos facilitara otra casa o  piso, pero la respuesta fue que eso no es posible hasta que recuperemos la nuestra.  "Además", Tampoco accedió a congelar el pago del alquiler.

 "los ocupantes [precaristas en lenguaje jurídico] se han
empadronado en nuestra casita y nos han dado de baja. Fuimos al Ayuntamiento a preguntar cómo se habían podido empadronar sin contrato y nos respondieron que eso es muy fácil, que basta el recibo
domiciliado de un teléfono móvil". Llegados a este punto nos desmayamos de la risa.
 
Elisenda y yo nos aferramos a lo poco que  queda de  nuestra vivienda: el papel del censo electoral, donde figuran nuestros nombres y la dirección objeto de litigio.    Le tenemos un cariño neurótico compulsivo a la vivienda.


Pero Elisenda y yo  estamos tramando, cuando podamos, “pensar” en proponer al Patronato de la Vivienda de
Barcelona que nos dé otra distinta. "No sé, a veces quisiéramos que hubiera pasado todo y otras veces pensamos que no queremos volver nunca más a esa
casa. Y eso que la habíamos hecho a nuestra medida.
 Tenemos cariño  obsesivo compulsivo por la vivienda, pero estamos en la tesitura  de asesinar a los inquilinos por el odio el sufrimiento y el rencor, la terrible depresión, las ropas viejas que nos ponemos buscadas en los contenedores, lo piojos que arrastramos, la mudez de nuestro Darius, la vida chabolista.

 Pero, no, no, lo hicimos. Una mañana muertos de risa compramos  tres billetes en el siguiente tren. En cualquiera, sin importarnos su destino… habíamos aprendido mucho del dolor y el resentimiento. Haríamos lo mismo en cualquier ciudad cuando viésemos una casa cerrada por vacaciones.

© Carmen María Camacho Adarve

POR CULPA DE LA BOSANOVA

POR CULPA DE LA BOSANOVA

POR CULPA DE LA BOSANOVA

Mi mujer se llama Rosangela; yo, Fabio. «Somos una pareja brasileña, llegamos a Granada a un pueblito en busca de pistas de baile o discotecas. Somos,  un matrimonio joven, nos gusta mucho bailar, Como consecuencia,  vamos por la noche a bailar a la discoteca del pueblo parte de nuestra vida transcurre en asuntos sociales, en las colas de inmigración, el paro, las de caritas...,  por nuestra situación casi indigente nos remuerde la conciencia salir de discotecas, sin embargo no podemos dejar ir a bailar, normalmente nos suele amanecer en la pista de baile o tomando mojitos.

 No hacemos esfuerzo alguno para destacar. Sin embargo -y hablo con objetividad - Rosangela y yo somos siempre los más caribeños, los más bailones, los más inteligentes: los reyes de las discotecas.

 Nosotros, en realidad, somos personas tímidas y reflexivas, por nuestra situación, silenciosos,  dados al íntimo diálogo; personas que que huimos de las multitudes,  las músicas estrepitosas, la frivolidad, las conversaciones olvidables, las risas porque sí...

Y entonces...,  ¿Por qué no podemos dejar de ir ni una sola noche a una discoteca?

Será porque, Rosangela y yo tenemos carácter débil y no nos atrevemos a decirnos que no. Camino de la discoteca,  y  vamos sumidos en oscuros pensamientos,  amargas dudas, y  sentimientos de culpa. Pero, una vez que entramos en el ruido de la discoteca, las voces, los que están bailando, las carcajadas, la música  las bromas nos hacen olvidar, nuestra indigente situación, el mal rato de estar allí en contra de nuestra voluntad.

Y de vuelta a casa... ¡cómo nos duele considerar cuán  débil es nuestra situación!, ¡qué sensación penosa, la de nuestra impotencia!, ¡qué horrible, vernos obligados a ir siempre a la discoteca!

Agobiados por un problema semejante al nuestro, dos personas vulgares habrían caído en la depresión. Rosangela y yo, lejos de ello, estamos en plena campaña para evitar nuevas situaciones de peligro, para no ser más los que mejor bailamos los ritmos caribeños en la discoteca. Hemos elaborado un plan cuyo fin es hacernos antipáticos, odiosos, aborrecibles.

Ahora bien, estando en las discotecas, no tenemos valor para mostrarnos antipáticos y, mucho menos, odiosos o aborrecibles. Hasta tal punto estamos compenetrados de nuestro papel de reyes de la salsa. Pero en nuestra casa, donde el sosiego invita a la reflexión y a donde no llega el pernicioso influjo de las discotecas, nos transformamos en los parias que somos, comiendo de caritas, sin poder pagar la luz, y a veces el agua, nos convertimos en la antítesis de los reyes de la pista de baile.

Al poner en práctica nuestro plan -hará unos  meses-, aún adolecía de muchos fallos. Nuestra inexperiencia, nuestra emoción, nuestra falta de sangre fría nos hizo cometer, al principio, algunos errores importantes. Pero el hombre aprende toda su vida: poco a poco, Rosangela y yo fuimos mejorando. Exageraría si dijera que hemos alcanzado la perfección: sin embargo, declaro que nos sentimos contentos, satisfechos, hasta orgullosos, de nuestro último desempeño. Ahora estamos esperando los frutos.

Hay alguna pareja que simpatiza especialmente con nosotros y está deseando venir  a bailar.  No tenemos inconveniente en que nos acompañen, sólo que nos permitimos dejar al máximo el instante de  invitarlos. Cuando esto pase, la pareja -sea unión  de jóvenes inconformistas- o un proyecto de  -matrimonio- pero no está esperando otra cosa, y se precipitan a la pista.

Al matrimonio Rodríguez lo hicimos esperar mucho,  tiempo para que viniese con nosotros. Es que, dada su peligrosidad, con esa gente había que tener cuidado: prefería no improvisar, quería que estuviéramos muy bien preparados.

De más está decir que aborrezco a Rodríguez: su  poca espiritualidad, su codicia, su burdo humorismo, su afán por agradar, su rostro impecablemente afeitado, sus ojillos inescrupulosos de  abogado, su ropa de primera calidad, sus uñas cuidadas por la manicura, su suspicacia,

Rosangela y yo  somos  casi indigentes. Pero vivimos con alegría,  no podemos renovar a menudo nuestro vestuario, solo cuando tenemos suerte en los contenedores de basura.   Los propietarios de nuestra vivienda son gente del ayuntamiento y posemos un viejo automóvil.

En la planta baja hay una  churrería, luego esta   la entrada de la casa de abajo y, pegada a ella, la puerta de la nuestra: ésta se abre directamente a una empinada escalera de losas negras que conduce al primer piso, donde  empieza nuestro hogar.

A nosotros nos gusta la casa: es más grande de lo que necesitamos, de modo que, en caso de emergencia, podemos cambiar los muebles de una habitación a otra y realizar otras operaciones estratégicas.

 

Un día los Rodríguez vinieron a visitarnos inevitablemente tocaron el timbre de Walter  el chileno, por lo que recibió la pequeña descarga eléctrica que yo tenía prevista. Por supuesto, la culpa es de Víctor: ¿quién le manda tocar el timbre de una persona desconocida?

Las orejas pegadas a las persianas, Rosangela y yo escuchábamos con agrado las conjeturas de los Rodríguez:

-¡Te digo que el timbre me dio una patada!

-Te habrá parecido...

-Llama, vas a ver

-¡Ay! ¡A mí también!

-¿Has visto? ¿No sonará el timbre, arriba?

-¿Esta bien el número de la casa?

-Claro...

Entonces asomé  la cabeza por la persiana y, cubierto por un sombrero impermeable y un paraguas, grité desde el primer piso:

-¡Víctor! ¡Víctor!

Feliz de oír mi voz, quiso verme y se corrió hasta el borde de la acera, con lo que se mojó muchísimo más. Echó la cabeza hacia atrás y descuidó por completo el manejo del paraguas.

-¿Cómo te va, Fabio? —gritó, entrecerrando los ojos por el agua que  azotaba su rostro.

-Muy bien, muy bien, muchas gracias -contesté cordialmente-. ¿Y su señora? ¿No habrá venido solo, no?

-Aquí estoy –dijo-, solícita, Carmen, precipitándose junto a Víctor: era maravilloso contemplar cómo corría el agua sobre su compacto peinado y sobre el maquillaje de su piel.

-¿Qué tal, Carmen? ¿Cómo esta? Siempre buena moza, eh... –dije-. ¡Qué lluvia más inoportuna! Esta mañana hacía un tiempo espléndido... ¿Quién se iba a imaginar que...? Pero..., ¡bueno! ¡No se estén mojando...! Pónganse contra la pared, que en seguida les abro.

Cerré la ventana y dejé pasar quince minutos. Al cabo, volví a llamar:

-¡Víctor! ¡Víctor!

Se vio obligado a volver a la acera.

-Disculpe la tardanza –dije-: no  encontraba la llave. Por ninguna parte.

Víctor a duras penas mostró una  lamentable sonrisa de comprensión.

-Tome  la llave –añadí-. Atrápela al vuelo  y abra usted, si me hace el favor.  Está en su casa.

Se la arrojé con tan mala puntería, que la llave fue a caer en el agua del filo de la acera.  Pedro tuvo que agacharse y revolver un rato con la mano el agua oscura. Cuando se incorporó, habiendo ya conquistado la llave, estaba como una sopa  chorreando.

Al fin, abrió la puerta y entró. Ya dije que la escalera es negra: de manera que, apenas oscurece, ya no se ve nada. Víctor tanteó la pared en la oscuridad hasta que encontró el botón de la luz. Desde arriba oí clac, clac, clac, pero la luz no se encendía. Entonces grité:

Anda que justamente ahora se funde la bombilla, Víctor. Suban despacio, no sea cosa que se vayan a caer.

Fuertemente agarrados de ambos pasamanos y a la incierta luz de efímeras cerillas, los  Rodríguez subieron vacilantes la escalera. Arriba los aguardábamos Rosangela y yo con nuestras mejores sonrisas:

-¿Cómo le va a la simpática parejita Rodríguez?

Víctor se disponía a estrecharnos las manos, cuando un grito de horror de Rosangela lo petrificó:

-¡¿Qué tienen en las manos?! ¡Cómo se han manchado! ¡Qué pena, las ropas! ¡Y ese visón  tan fino de Carmen!

Gigantescas manchas amarillas cubrían el flanco derecho de Víctor y el izquierdo de Carmen.

-¡Qué disparate! -Me indigné-. ¿A que a Cecilia se le ocurrió pintar las barandillas de la escalera precisamente hoy? ¡Qué muchacha, ésta!

-Cecilia es la limpiadora que nos mandan del ayuntamiento -dijo Rosangela, dando por terminado el tema-. Nos tiene cansados con sus torpezas.

 

-Mañana mismo -alegue, con gesto trágico e índice admonitorio- pongo  en conocimiento del ayuntamiento las cosas de Cecilia es muy rara y que la pongan de patitas en la calle.

-Pobre chica -dijo Rosangela-. Justamente ahora que estaba aprendiendo... Si ya era como de la familia.

-¡Que la pongan de patitas en la calle! -repetí con mayor énfasis.

- Piensa que la pobre  es madre soltera,  que tiene dos bebés. ¡No seas inhumano!

-No soy inhumano –señale-. Soy justo, que es muy distinto.

-La justicia no se puede sostener sin una base humanitaria -añadió Rosangela-. Un filósofo  griego decía que, cuando las nubes tapan el sol, los carpinteros, en cambio, cosechan manzanas.

Y, dejando  olvidados a los Rodríguez, Rosangela y yo nos metimos en un jardín de  polémica,  de citas disparatadas y autores apócrifos. Este diálogo fue muy largo e ilustrativo.

Los Rodríguez  escuchaban nuestra conversación, ansiosos por intervenir pero -negados como eran- sin saber qué decir. Evidentemente, sufrían..., pasaban un mal rato.  ¡Con qué arte lo disimulaban!.

De pronto, recordamos la existencia de los Rodríguez y los ayudamos a despojarse de sus impermeables, paraguas y abrigos

Los Rodríguez  habían visto nuestras indumentarias y  habían fingido no haber notado nada especial en ellas. Rosangela y yo, implacables, no los íbamos a eximir de la desagradable experiencia de observar nuestras ropas mientras, a su vez, eran atentamente observados por nosotros.

-Mire, Carmen, mire -repetía Rosangela, girando sobre sí misma.

Estaba despeinada y sin pintar. Vestía una blusa muy vieja y remendada, y una sencilla falda, cubierta de lamparones de grasa y con el falso descosido. Tenía las medias  llenas de grandes agujeros y de largas carreras, y, sobre las medias,  dentro de unas chancletas destrozadas.

-Mire, Carmen, míreme...

Carmen no sabía qué decir.

-¿Y  yo, que? –intervine-. ¡Ni camisa tengo!

En efecto, me había puesto un chaleco ensanchado verde de barrendero municipal directamente sobre una agujereada camiseta de algodón. Directamente sobre  mi cuello,  una vieja corbata deshilachada. Un grisáceo   pantalón de albañil y alpargatas negras completaban mi atuendo.

-Así es la vida —filosofe, mientras me rascaba una barba de cinco días y mascaba un palillo de dientes—. Así es la vida, amigo Víctor, así es la vida.

Víctor asintió  con la cabeza, por completo desorientado.

-Así es la vida -repitió, cual  loro.

-Así es la vida -insistí  aún mas-, «ansí es el mundo amigo: ¿Qué le parece?

- Sí -se apresuró a decir-.  

-¿Se da cuenta, Víctor?

-Sí, sí,  -dijo-.

-Hoy  tiene  usted muchísimo dinero -añadí, hincándole  mi índice en su pecho-. Tiene éxito social. Tiene inteligencia. Tiene cultura.  Tiene una mujer hermosa. Tiene todo, ¿no es cierto?

Me detuve y lo miré fijamente, obligándolo a una respuesta.

-Bueno..., tanto como todo... -sonrió débilmente, como dando a entender que prefería no ufanarse de sus capitales.

-Mañana puede perderlo todo -dije entonces con oscuro acento, para mostrarle otra faceta del drama de la vida. Puede perder su fortuna. Puede ir a parar a la cárcel. Puede enfermar gravemente. Su inteligencia puede atrofiarse, su cultura diluirse. Puede ser despreciado... Su mujer puede ponerle los cuernos... irse con otro.

Seguí un largo rato apostrofándolo con la visión de un futuro atroz de cautiverios, enfermedades y desdichas. Formábamos una curiosa escena: un mendigo harapiento pontificaba ante un caballero de rigurosa etiqueta. Éramos una suerte de alegoría sobre los desengaños del mundo.

Mientras yo monologaba, los ojillos de Víctor saltaban preocupados de aquí para allá. ¡Qué escarnio, haber vestido sus mejores ropas y ser recibidos por dos vagabundos mugrientos, plañideros  melancólicos! « ¡Cómo!», parecían pensar, « ¿y las ropas y  la elegancia que siempre lucieron en las discotecas?».

-Estamos en la ruina, amigo Víctor -dije como respondiendo a su pensamiento-. Ayer  tuvimos que malvender los muebles del comedor.

Los Rodríguez  pasearon entonces -como si fuese necesario- una estúpida mirada por el evidentemente desierto comedor.

-De manera -dijo Rosangela- que no nos queda otra que cenar en la cocina. Después de cenar saldremos a bailar.

—...y tampoco tenemos mesa en la cocina, así que vamos a tener que comer sobre el mármol del fregadero. Si quieren ir pasando...

 Observé los rostros de los Rodríguez: por ellos pasaron rápidamente el estupor, la incredulidad, la cólera reprimida.

La cocina era una suerte de monumento en homenaje al desorden, a la desidia, a la suciedad, al abandono. Dentro del fregadero,  a medio sumergir en un agua espesa de tan pringosa, en la que flotaban restos de comidas, se amontonaban platos, ollas, fuentes, cubiertos, cacerolas pegajosas... Tirados aquí y allá por el piso, había   periódicos  viejos y húmedos. Contra una pared, se destacaba una enorme bolsa de basura, desbordante de desperdicios, sobre el que corrían y se agitaban multitudes de moscas, cucarachas y gusanos. Flotaba un olor de grasa, de frituras, de papel mojado, de agua estancada...

Los Rodríguez estaban muy serios.

-En dos minutos -dijo Rosangela,   en dos minutos picamos algo -y señaló el mármol del fregadero, cubierto también de restos de comidas y latas de atún vacías -y comemos...

Rosangela se echó a llorar estrepitosamente. Carmen, haciéndose la humanitaria, intentó consolarla.

-Pero, Rosangela, ¿qué le pasa? ¡Por Dios...!

-... es que, es que... -tartamudeó Rosangela, entre sollozos e hipos-, es que no tenemos dinero.

-¡Todo, todo hemos perdido! –chillaba-. ¡No tenemos nada! ¡Todo, todo, malvendido! ¡Hasta mi vestido de primera comunión! ¡Todo, todo, perdido... por culpa de el baile!

Y me señaló con un trágico índice acusador.

-¡Sí, sí y sí! -insistió, llorando cada vez con más fuerza y dirigiéndose a los Rodríguez,  poniéndolos de testigos de sus desdichas-. ¡Todo por culpa del baile! ¡Yo era feliz en casa de mis padres! Éramos ricos, vivíamos en San Paulo, en una casa  grande y alegre, con un jardín de rosas... Un mal día, aquella felicidad quedó truncada... Un mal día llegó un monstruo, un monstruo que estaba al acecho de mi belleza y de mi juventud, un monstruo que se aprovechó de mi inocencia... el baile.

-¡¡¡Rosangela!!!  -insistí, con rabia concentrada.

Ella, ignorándome, continuó dirigiéndose siempre a los Rodríguese:

-El monstruo de la bosanova tenía forma humana y tenía un nombre: se llamaba... ¡salsa! -y subrayó este nombre oprimiendo el puño cerrado contra su frente-. Y este monstruo me sacó de mi hogar, me arrancó del cariño de mis padres y me llevó con él. Y me hizo pasar una vida de privaciones, y perdí toda mi fortuna en el bingo y en el casino...

 Me puse a llorar y a rivalizar con Rosangela sobre quién gritaba más fuerte. ¡Qué manera de llorar! Llorábamos con tanto placer, que llegó un momento en que nuestras lágrimas resultaban casi sinceras.

Los Rodríguez, pálidos y lóbregos, estaban desconcertados. Habían llegado a nuestra casa -a la casa de los reyes de la fiesta- con la certeza de gozar de una velada agradable, y se encontraban ahora, dentro de sus lujosos trajes, como espectadores de una incomprensible pelea entre un matrimonio de menesterosos.

Algo nos decían, pero nosotros, concentrados en el placer de nuestro llanto, no les prestábamos atención. Rodríguez me arrastró hasta la pared, cerca de la bolsa negra de basura, palmeándome afectuosamente la espalda.

-Ya vendrán tiempos mejores, hombre –decía-. Dios aprieta, pero no ahoga.

Ese aprieta, unido a sus pienso de que y a sus estuvisteis habituales, me dio renovados ánimos para seguir.

-No hay que desesperar -insistía, y el desesperado era él: bien se veía que deseaba desaparecer lo antes posible.

Ya llegaba Carmen, sosteniendo a la desfalleciente Rosangela, hasta mi lado; ya nos instaban a la paz; ya nos reconciliábamos...

Enjugándose las lágrimas y sonándose la nariz, Rosangela despejó el mármol a su manera: empujó negligentemente con el revés del brazo las latas y los platos hasta hacerlos caer en el agua sucia del fregadero. Pero, de todos modos, el mármol quedó lleno de migas y restos de comidas: a modo de mantel extendió sobre aquellas protuberancias uno de los periódicos que recogió del suelo. Sobre el diario puso cuatro platos de loza desconchados, cuatro cucharas rumientas, tres vasos  de distintos modelos y colores, y una taza para café con leche.

-Sólo tenemos tres vasos –explicó-. Yo bebo en la taza.

Nos sentamos los cuatro contra el mármol. Nuestras rodillas chocaban con las puertas del aparador que forma parte de la estructura general del fregadero. Estábamos incomodísimos. Las moscas revoloteaban sobre nuestras cabezas, las cucarachas corrían por las paredes, los bichos se arrastraban por el suelo.  Extraña figura hacía Rodríguez, sentado, en medio de esa suerte de basural, con smoking, camisa impoluta, junto a su mujer, con blanco vestido escotado y valiosas joyas. En cambio, Rosangela y yo guardábamos armónica coherencia con ese ambiente sórdido y sucio.

-Hay plato único —dijo Rosangela, disculpándose—. Sopa de fideos.

-¡Qué ricos! -exclamó Carmen, como si alguien pudiera considerar sabroso ese plato para enfermos.

-Sí, son ricos -admitió Rosangela-. Lástima que, por la pelea, se quedaron con poca agua.

Y de una olla toda chorreada empezó a sacar unas informes madejas de fideos resecos,  y ya fríos, y a distribuirlos en los platos.

-Carmen -dijo Rosangela-, ya que está al lado del fregadero, ¿no podría llenar los vasos con agua, por favor? Vino no tenemos...

Carmen se levantó resignadamente y abrió el grifo. De acuerdo con lo previsto, el agua brotó con extraordinaria presión, rebotó en los utensilios del fregadero  salpicó a Carmen con restos de comida su vestido blanco.

Los Rodríguez comían con cara de asco y, para no ofendernos, trataban de disimularla. Estaban perplejos: ¿éramos realmente nosotros los reyes de la fiesta...? ¿No seríamos dos impostores...?

Terminaron como pudieron su sopa reseca, bebieron un poco de agua en los vasos agrietados, y dijeron que querían retirarse, que tenían no sé qué compromiso... Pese a que los exhortamos reiteradas veces a comer más sopa, insistieron en que debían retirarse, desaire que, por cierto, nos dolió. Vistieron sus abrigos, se cubrieron con sus impermeables y descendieron la escalera.

-No toquen los pasamanos -advertí-. Miren que está recién pintado.

Antes de que subieran al coche, los saludamos afectuosamente a través de la ventana:

-¡Hasta la vista, amigos! ¡Ha sido un placer! ¡Ojalá pudiéramos repetir estas reuniones tan gratas más a menudo!

Nos saludaron rápidamente con la mano y se precipitaron dentro del automóvil, que partió a extraordinaria velocidad.

 

Ha pasado más de un mes. Confiábamos en que, durante ese lapso, los Rodríguez nos hubieran puesto verdes lo suficiente para disuadir a cualquiera de invitarnos a otra fiesta. Pero, por desgracia, nuestra fama es demasiado sólida: no es fácil destruirla mediante el vilipendio.

De modo que ahora nos hallamos en la discoteca. Vestimos nuestros mejores trajes, ostentamos las sonrisas más mundanas, exhibimos la más cálida cordialidad. Vemos a los Rodríguez, con sendas copas, que sonríen, que sonríen porque sí. Los Rodríguez nos ven y la sonrisa se les congela. Sin dejarlos reaccionar, les estrechamos con toda naturalidad las manos. Y, entonces, nosotros, Rosangela y Fabio,  arrebatados por el torbellino de la discoteca, vamos mariposeando de pista en pista, prodigando sonrisas y besos y apretones de mano. Y bailamos y ensayamos bromas y festejamos bromas y decimos agudezas y nos lucimos y nos hacemos admirar y todos sienten aprecio y también envidia hacia nosotros.

«Son una pareja encantadora», suelen decir nuestras amistades. Porque Rosangela y yo aún somos los reyes de la discoteca.

De amanecida, Rosangela y yo con nuestros vasos de mojito en la mano. Salimos a buscar nuestro viejo coche un citroen verde con capota. Cuando vimos lo inaudito, los Rodríguez, con las ropas desordenadas y completamente borrachos, se apoyaba en nuestro viejo citroen.

Rosangela: primero les sugirió, les imploro, se humilló ante ellos, les lloró para que se apartaran del coche que estábamos cansados –dijo- y queríamos volver a nuestra casa. ¿Dónde esta vuestro elegante bmw? –Preguntó- Rosangela. No lo sabemos –dijo- Víctor tartamudeando, estamos aquí para devolveros vuestra invitación a cenar. Pero no os preocupéis vosotros arrancad el coche que nos acomodaremos en el capó. Sin pensarlo dos veces Rosangela –me dijo- ¡Fabio sube al coche! Y obedecí… salimos a todo meter con los Rodríguez, que en vano se aferraban a la chapa del capó. Recorrimos de esta guisa unos cinco kilómetros por las calles del pueblo. En una calle vimos a la policía atendiendo un accidente de tráfico. Sin pensárselo nos persiguieron hasta conseguir darnos el alto, atravesando el coche de la policía y cortándonos el paso.

-¿Por qué viaja esta pareja en el capó del citroen?, no saben que es muy peligroso podrían matarse –añadieron-…es que miren señores agentes –dijo- Rosangela he intentado todo para repusieran su aptitud y ellos a hecho caso omiso a mis suplicas.

-¡Dejen de decir sandeces!, y sople el globito Señora ¡!!Tiene usted una tasa de alcohol muy alto,¡¡¡ muéstrenos su permiso de conducir. Ejen, ejen… no se como decírselo –dijo- Rosangela, mientras yo permanecía pálido y mudo. Entonces los agentes repararon en los Rodríguez, estaba medio desnudos y con el pelo de punta y enmarañados. ¡Son ustedes gilipoyas! apeasen del capó y corran hasta su casa. ¡Que le vamos a meter un puro por escándalo público! –Añadieron los dos policías-, tambaleándose y corriendo a duras penas en zigzag los Rodríguez desaparecieron por un callejón.

Volviéndose los agentes, hacia nosotros -dijeron- ¡vamos no tenemos toda la mañana!, muéstrenos el carné de conducir…Bueno –dijo- Rosangela, pues verán somos brasileños, vinimos a España en busca de una vida mas bailona y el carne no lo tenemos. De esta forma absurda termino nuestra vida de reyes de la discoteca en Granada.

Desde que  vimos a los Rodríguez  siempre sospechamos…que  eran pájaros de mal agüero.

 

© Carmen María Camacho Adarve

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Regresaba  cierta noche, la del 20 de julio de 2010, de visitar a un amigo   y   tuve que  cruzar por  Virgen de la Capilla. Al pasar por delante de la puerta  de la zapatería cubero justo en la parada de taxis,  -a esas horas de la noche- no había ningún coche. Me encontré aun hombre de rasgos sudamericanos de unos treinta años tumbado en el suelo desparramado junto al hombre. Una cartera abierta por donde asomaban documentos, llevaba gafas de sol puestas. Me acerque a el con cautela me agache junto a su boca el aliento  no olía a alcohol, no se movía, toque unos de sus brazos y aun estaba caliente. Permanecí un rato mirándolo y entonces se agruparon varias personas que pasaba por allí.

—Está muerto —gritaron varias voces.

—No, no, aún vive —gritó otra; pero si se le lleva al hospital, fallecerá antes que llegue.

—No, no,  -dije, lo he tocado y esta caliente además he observado que ha movido un poco el estomago. Entones decidí pellizcarlo y darle una aguantadas a ver si reaccionaba.

—Se ha portado valerosamente —dijo una mujer—. ¡Ah! Miren respira ahora.

—No se le puede dejar tirado en la calle –advertí-

— ¡Claro que no! –Respondieron varias voces- ¿alguien lleva un teléfono móvil para llamar a emergencias? He olvidado el mío en casa.

__ ¡No, no, llevamos ninguno teléfono móvil! –grito el grupo que empezaba a ser numeroso.

Se me ocurrió coger su teléfono y encenderlo. De inmediato en la pantalla salio el numero de emergencias. Llame y una voz calmada masculina –respondió- Emergencias dígame.

__ Buenas noches –dije- mire me encuentro en Virgen de la Capilla, en la parada de taxis junto a la zapatería cubero. En el suelo hay un hombre tumbado, que apenas se mueve y no esta consciente.

__ ¿Le ha aflojado la ropa? ¿Lo ha tocado? ¿Le ha dado unas guantadas y pellizcos a ver si reacciona? ¿Ha hecho la respiración artificial? ¿Sabe mas cosas del hombre cuénteme? ¿Es importante la situación del enfermo? preguntó.

__ ¡Claro que si! -repuse- algo irritado le he pegado y pellizcado además no huele a alcohol –los congregados daban voces -¡que venga el servicio de emergencias antes de que el hombre muera! ¡Vamos hombre no se ponga usted de charla¡- algunos intentaron arrancarme- el teléfono- mi situación empezaba a ser insostenible.

__ ¡Hágale el boca a boca! –me estaba impacientando- el tiempo corría, mire usted hace años que me dieron unas clases de socorrismo ya no recuerdo como se hace _¿que no acuerda usted?- es su obligación como ciudadano. Y que tengo que hacer –pregunte- lo primero pórgalo de lado. Ya esta –dije- déme el numero de teléfono de donde llama –no puedo dárselo- el teléfono es del que pronto será un cadáver si no acuden, además hay una multitud que quiere agredirme –añadí-

__ ¿Que el teléfono es del enfermo? Parece que usted sabe mas cosas del paciente –cuénteme con claridad que ha pasado- en esto que las hordas querían pegarme –deje de hablar- gritaban voces ¿con quien habla? –decían unos- y chillaban otros ¡es un caradura! esta hablando con el teléfono del medio muerto -¡es un verdadero sinvergüenza!- ¿no oye usted los gritos? –Dije- con un grado de ansiedad considerable.

__ Si, si, parecen que se gente gritar ahora mismo mando una ambulancia –y colgó- en ese instante la multitud se lanzo sobre mi, eche a correr, cuando oímos la alarma de la ambulancia, hubo un escalofriante silencio, y las gentes corrieron calle abajo para ver el desenlacé. Menos el tipo del paraguas no dejaba de perseguirme  dándome paraguazos en la cabeza. Pude girarme sin dejar de correr y vi la ambulancia donde aguardaban pacientemente los camilleros que se llevarían el cadáver una vez que se les ordenase entrar en acción. Se oían gritos e insultos contra mí –la culpa es de ese hombre que ha salido corriendo calle arriba. Hablo mas de una hora con el teléfono del muerto ¡a saber con quien! ¡Gentuza ya no hay humanidad! Continué mi carrera desenfrenada hasta que conseguí llegar al portal de mi casa, con aquel extraño personaje dándome pequeños golpes con su paraguas. Al abrir el portal intento meter el paraguas por la abertura de la puerta yo con un golpe seco cerré partiendo el paraguas por la mitad. Hasta el amanecer  escuche la voz cada vez más débil de tan peculiar persona, soltando todos los insultos conocidos y otros desconocidos hacia mi persona, parientes, y familia.

Al despertar aun notaba los golpecitos en la cabeza.

 

 

                ©Carmen María Camacho

 

 

 

 

 

 

 

 

EL PÁJARO AZUL

EL PÁJARO AZUL

 

 

  Vivía frente al mar miraba el cielo, y todos los azules.  Esos colores eran una promesa, un nuevo cielo, una nueva vida.  Hasta la pared tosca y gris donde estaba apoyada la fotografía parecía un cielo.  Era mágico, tan mágico que Nilo sintió dudas.

 

      — ¿Siempre va a quedar colgada?  —preguntó.

      — ¿Cómo que colgada?

      —Colgada la foto como ahora.  De la pared.

 

      Su padre no respondió de inmediato.  Miró la fotografía.

      — ¡Pero no está colgada!  —dijo—.  Es como si la pared fuera el cielo.

      Sí, Nilo había pensado lo mismo, pero la respuesta no lo conformó.  Era tramposa, y lo sabía.

      Su padre también lo sabía.

 

      —Alguna vez —dijo al fin—.  Alguna vez veremos el África.  Hablo de Amargura...

Con amargura...  —Señaló el cielo nublado que asomaba por la ventana del taller—.  Aquellas nubes azules parecían tristes.

 

      Nilo escudriño, blancos, azules, amarillos, rojos...

 

      — ¿Podemos llegar tan alto?

      —Tan alto, y más.

      — ¿Qué se vera desde allá arriba?  —preguntó Nilo.

      — ¿Desde allá arriba?  —repitió su padre.

 

      Nilo temió que su padre no supiera contestarle, y él necesitaba que le contaran qué se veía desde allá arriba.  Necesitaba esa respuesta aunque fuera una mentira, pero sabía que si su padre respondía no le diría una mentira.

 

     El padre   giro el globo terráqueo que tenía en una mesa del taller, entre trapos, papeles, negativos, pinceles, y herramientas, un globo amarillento, descolorido.

Apoyo el dedo en el lugar donde estaban, la costa atlántica.  El dedo voló por el Atlántico y llegó al África.

 

      —Desde allá arriba —dijo— verías África.

 

      — ¡África!  —exclamó Nilo, pensando en los pájaros azules, y también en los elefantes, cebras y jirafas que había visto en el zoológico.

 

      Y pensando en África, miró con atención la fotografía.  Por un momento se olvidó de las herramientas, baldes, latas de pintura, repuestos y trastos viejos que su padre acumulaba en ese lugar de la casa que usaba como taller; de fotógrafo, pintor, inventor y también era taller de reparaciones para sus chapuzas.  Sí, la pared era el cielo de la fotografía.  Si uno la miraba entrecerrando los ojos, volaba en ese cielo azul con nubecillas de colores, el atestado taller, con su olor a grasa, disolventes, óxido y pintura, era el mundo de los colores, sin fronteras, un globo terráqueo girando en un espacio de color.

 

 Nilo nunca había dudado  que volarían a África.  Su padre se lo había dicho, y él confiaba en su padre.  Le había enseñado cosas que nadie más podía enseñarle, cosas sobre los pájaros y el espíritu del vuelo.  Los pájaros, decía, eran la cima mas alta de la evolución, y la inteligencia, pero la inteligencia no era todo en la vida.  En el movimiento majestuoso de las bandadas, la naturaleza se recreaba a sí misma.  Nilo adoraba esta frase, aunque no la entendía del todo.  Le gustaba que su padre, con sus manos ásperas y sucias, hablara como un maestro, mejor que un maestro.  No le molestaba que usara palabras que él no entendía, porque en cierto modo entendía todo.  A diferencia de los maestros, su padre sabía de qué hablaba, y no mentía nunca.

 

      El niño guardaba esas palabras dentro de su corazón —naturaleza, espíritu, inteligencia, sueños de vuelo— y las repetía todas las noches como una oración.  Entender sin entender era maravilloso.  Y entendía sin entender que su madre encarnaba el espíritu del vuelo.  A los amigos que habían perdido algún familiar, sus padres les explicaban: “Ahora está en el cielo".  Cuando murió la madre de Nilo, su padre le había dicho: “Ahora es un pájaro azul".  A Nilo le gustaba que su madre fuera un pájaro azul, y alguna vez esperaba volar con ella.  Pensaba que había hijos que tenían a sus padres toda una vida, y él apenas la había tenido siete años.  Sin duda ella también lo extrañaba, y se alegraría de volar con él hasta África.

 

      — ¿Y?  —preguntó su padre, interrumpiendo sus divagaciones.

      — ¿Y qué?  —preguntó Nilo.

      —No me has dicho si te gusta —dijo su padre.

 

      ¿Si me gusta?, pensó Nilo.  Gustar no era la palabra.  Si lo pensaba bien, no tenía una palabra para decirle lo que sentía.  Y como no encontraba la palabra, tuvo miedo de no decirlo bien y prefirió no decir nada.

 

      Su padre lo miró a los ojos.

 

      —De acuerdo —suspiró—.  Ya te haré una fotografía mejor.

 

      Nilo quiso decirle que nunca podría hacer una mejor, porque no podía haber una mejor en ningún lugar.  Amo esa fotografía, pensó, y se sorprendió de esa palabra.  Era amar.  No era querer ni gustar. Amar es algo para toda la vida.  Se sintió un poco tonto, por amar tanto una fotografía que había dado a entender todo lo contrario, y ahora tenía un nudo en la garganta.  ¿Por qué no podía hablar como su padre, que le hacía entender todo aunque usara palabras que él no conocía?

 

      Su padre sonrió con dulzura y siguió trabajando en otra cosa.

 

      Esa noche Nilo se fue a acostar pensando en África.  Un día volaría y vería los pájaros azules, leones, cebras, elefantes y jirafas desde el cielo.  Después le contaría a su padre todo lo que había visto, y le haría olvidar la tonta idea de su padre... poder mejorar su obra maestra.

 

      Pensando en África, no pudo dormir.  Se acercó a la ventana y miró el mar.  Era una noche de luna azul.  Se veían algunas luces desperdigadas, pero eran pocas luces.

 

     Y un pájaro se posó en el antepecho de la ventana.

      Mamá, pensó Nilo.

 

      El ave que era mamá echó a volar y se sumó a una bandada que descendió hacia el agua.  El azul de luna se reflejaba en las plumas, y su vuelo reproducía la ondulación de las olas del mar.  La naturaleza recreándose a sí misma.  Nilo se metió en los intersticios de esta frase, meciéndose en la “aes” de naturaleza, que eran como de agua, y en las corrientes que fluían de las “es” de recrearse.  Acunándose como en una nana de palabras,   -se dijo- lo único real son los pájaros azules.  Yo soy un pájaro.  Quiso ser tan real como ellos, hasta que el sueño lo venció.

 

      A la mañana siguiente, Nilo se puso a mirar las fotos que colgaban en el garaje.  Aprovechaba los momentos en que su padre salía a trabajar con la vieja mercedes.  Normalmente salía temprano y no regresaba hasta el mediodía; volvía a salir después de comer y no volvía hasta la noche.  Como aún no había empezado la escuela, tenía tiempo de sobra para mirar las fotos.  Nilo ya las conocía de memoria: Eran retratos de buenas personas, decía su padre, personas que se había atrevido a soñar.  También había un dibujo que representaba la muerte de un piloto en su avioneta, y la reproducción de un grabado donde un campesino negro araba un campo mientras un pájaro azul caía del cielo batiendo las alas.  Su padre le había enseñado a comprender la importancia que tenían la nubes, el cielo, el color, y los pájaros -su padre era sabio- admiraba a las aves y las nubes azules.

 

      —Los aviones son la conquista del hombre dentro de la naturaleza al no poder volar como las aves.  —le dijo un día, cuando lo sorprendió mirando las fotos—.  Pero las alas representan la victoria sobre la gravedad.

 

      — ¿Como en la fotografía?  —preguntó Nilo, memorizando las palabras de su padre.

      Su padre lo miró dubitativamente.

      —Sí —dijo al fin—.

 

 Siempre temía que su padre sufriera un accidente, como su madre, aunque quizá no fuera tan malo que sufriera un accidente si después terminaba por ser un pájaro azul como ella.

Esos retratos sepia que lo miraban desde la pared desconchada del garaje representaban la victoria sobre una prohibición, el triunfo sobre la resistencia del aire y la gravedad.  Ellos habían volado y él también volaría, y sabía que su padre estaría orgulloso, que lo admiraría como los vuelos azules de sus retratos.

 

      El cielo estaba tan despejado y luminoso como no se había visto en todo el verano, y sin duda podría ver África desde el acantilado.  Su padre –pensó- pondría su foto en la pared del garaje, junto a las otras.

 

      Con paciencia y esfuerzo descolgó la fotografía era pesada estaba claveteada a un armazón de madera, se la cargó sobre la espalda, recorrió la calle que lo separaban del acantilado, saludó elusivamente a los vecinos que se acercaban a preguntarle de dónde había sacado esa enorme fotografía.  Era un día ideal porque soplaba mucho viento y no había bañistas en la playa, ningún curioso que pudiera detener el vuelo.

      Tenía un plan.  Ataría con una cuerda fuerte la fotografía a un tronco de raíces firmes, al borde del acantilado, y la sujetaría con piedras para impedir que el viento la arrastrara.  Y entonces se lanzaría al aire atándose el también al armazón y vería el África.  Cuando su padre llegara del trabajo en la vieja mercedes, le contaría todo lo que veía.

 

Karin se había pasado horas desatascando cañerías, reparando antenas de televisión y podando jardines.  No le gustaba llegar tan tarde, pero el anciano Don Federico había insistido en que le reparara su televisor.  Era la segunda o tercera vez, y de todos modos ese aparato no duraría demasiado.  Al regresar a su casa, miró con asombro y placer   el cielo al borde del acantilado: rojo, azul, naranja, verde y amarillo como un pájaro multicolor.  Tardó un segundo en reparar en el armazón de madera que sujetaba fotografía, dos en ver que alguien colgaba de ella, tres en comprender que la única con esas dimensiones podía ser la que guardaba en el garaje.

      Aceleró, esquivó por milagro a un camión que venía de frente, metió las mercedes en la arena, frenó mordiendo el polvo con las llantas, bajó y echó a correr.  Se abrió paso a codazos entre un grupo de curiosos que miraban sin animarse a hacer nada.  Un viejo en bañador le dijo que el chico estaba en el aire desde hacía apenas un minuto.

 

      ¡Uno minuto!

      Era un milagro que hubiera durado tanto.  La fotografía no estaba hecha para volar, y menos con tanto peso encima.

 

      —Nilo, Nilo, Nilo —lo llamo, sintiéndose estupido  porque era lo único que se le ocurría, pensar en Nilo y en su madre, y en que no podía perderlo, no podía porque era injusto, porque era tan chico y era lo único que le quedaba de ella.

      Sólo atinó a aferrar la cuerda para impedir que el viento arrancara la raíz adonde el chico la había amarrado.  Vio con angustia como la cuerda se estaba deshilachando.

 

      —Voy a tirar despacio hacia mí —le dijo a Nilo—.  No te asustes.

 

      Nilo respondió algo, pero Karin no le entendió.  El viento se llevaba las palabras.  Y el chico tampoco lo entendía a él.

 

      Nilo gritó algo, lo repitió.  El padre lo miró a la cara y creyó ver una expresión de miedo y angustia.  No quiso mirar más.  Sólo pensó en tirar de la cuerda, despacio, muy despacio, en recobrar a Nilo antes que el viento se lo arrebatara.

 

      Una ráfaga de viento lo arrastro.  Karin aguantó el tirón, cerró los ojos.  Cuando los abrió, la fotografía caía como una piedra.  Su hijo, extendiendo los brazos, se precipitó contra la pared del acantilado.  Por un instante el viento lo sostuvo en el aire, a un par de metros de la pared, pero cambió de pronto y lo lanzó con ímpetu.  El padre cerró los ojos de nuevo, pero no pudo cerrar los oídos.  Oyó el crujido y pensó en huesos, oyó el quejido del armazón de madera,  y pensó en músculos desgarrados.  El niño quedó colgando hasta que la cuerda se partió y la fotografía y su ensangrentado piloto rodaron hacia las rocas.

 

      Karin se quedó en el borde del acantilado, los pies clavados en la arena, la cuerda en la mano.  Todo había sucedido, literalmente, en un abrir y cerrar de ojos.  Aún no entendía lo que había pasado.

 

      Si hubiera visto a su hijo atropellado por un coche, habría llorado, se habría enfurecido, habría golpeado al conductor, habría abrazado el cuerpo.  Esto lo dejaba tan desconcertado que no sabía qué sentir.  Pensaba que si Don Federico no hubiera insistido en arreglar ese televisor inservible, él habría regresado a tiempo para salvar a Nilo.  Pensaba en las preguntas molestas y sin sentido alguno que le harían la policía, los médicos y los vecinos.  Si no hubiera sido por ese estúpido televisor, se decía, habría llegado a tiempo.  Un minuto, se repetía, un minuto.

 

      Y por obra de esas palabras, el tiempo se contrajo y los días pasaron en un solo minuto, un minuto, solo un minuto.  Cuando la policía recobró los restos, también le entregó la fotografía destrozada.  Karin hizo cremar al chico y echó sus cenizas al mar, como había hecho con la madre.  Los restos del retrato quedaron arrumbados en un rincón del garaje.

 

      Apenas un minuto.  Nilo se había ido y él no sabía cómo reaccionar.  Tampoco supo cómo reaccionar a medida que transcurría el tiempo, a medida que los minutos volvían a estirarse y eran nuevamente horas y días y semanas.

 

      Se pasaba el día encerrado en ese garaje, rumiando ideas que no eran ideas, pensamientos que no eran pensamientos sino jirones de la fotografía que se deshilachaban como la cuerda que la sostenía antes de la caída.  Lo que pasa es que lo tuve de grande, lo que pasa es que no pude cuidarlo bien porque estaba solo, lo que pasa es que traigo mala suerte y todos se me mueren.  Imaginaba que estaba encerrado dentro del viejo televisor de Don Federico, y que era una imagen borrosa y deformada por chispas de electricidad estática.  Le pedía a Nilo que no usara la fotografía nunca para volar pero Nilo apagaba el televisor.  O soñaba que el televisor estaba en el cuarto del chico, y él miraba el cuarto y no lo veía.  Miraba por la ventana y veía la fotografía volando entre pájaros azules y trataba de salir del televisor, pero era una jaula.  A veces despertaba de ese sueño en el cuarto de Nilo, preguntándose cómo había llegado allí.  Se respondía que tenía que ordenar las cosas del niño.  Apilaba cuadernos, juguetes en el escritorio, en la cama, en la casa, pero nunca se animaba a guardar nada, y mucho menos a tirar.

      

      Después de la muerte de su mujer había perdido el trabajo y se quedo sin dinero, pero al menos había logrado conservar esa casa cerca del mar.  Decidió vivir allí y mantenerse de la misma manera en que había construido la casa, con el esfuerzo de sus manos.  Karin era un experto con las herramientas, y los vecinos apreciaban que hubiera alguien que supiera pintar, poner ladrillos, tapar goteras, cambiar tejas, colocar antenas, cambiar cerraduras, soldar cañerías y arreglar la plancha o el televisor, y encima cobrara barato.

      Ahora se arrepentía.  No tenía que haber ido a vivir ahí.  No era lugar para un niño: pocos amigos, demasiada soledad.  Y Karin, con sus fantasías, lo había llevado a la muerte.

 

      Yo lo llevé a la muerte, se decía.

 

      Tiró al mar   los retratos, todos y cada uno de ellos, y también el grabado con la imagen del pájaro azul.  Ese campesino hacía bien en seguir trabajando mientras el estúpido héroe alado se precipitaba hasta caer muerto con las alas rotas en la tierra.  ¿A quién le importaban esos sueños de vuelos?  Sólo a él, un perdedor, que sólo podía ganarse la vida haciendo chapuzas en el vecindario, que había perdido a su mujer y ahora también había perdido a su hijo.  Sólo él podía hablar así del vuelo, la gravedad de la materia y otras tonterías.  Tiró las fotos y al tirar las fotos trató de borrarse de la cabeza esas palabras que habían volado demasiado lejos sobre la elegancia de los pájaros y la recreación de la naturaleza.  Aun así, no se animó a tirar los restos de la fotografía.  Era el altar donde honraba la memoria de su único hijo.  Todos los días le rezaba y le pedía perdón.  A veces, después de pedirle perdón, le echaba en cara su imprudencia.  Bajaba a la playa y se quedaba horas mirando el mar, pensando, en sus momentos más oscuros, que en ese mar había gotas de la sangre de Nilo, y buscaba en su mente aturdida algún modo de recobrar esas gotas.

  

      Además de los trastos viejos, en el garaje fue acumulando latas de cerveza, botellas de güisqui y ginebra.  La cara que veía en el espejo a amarillento que hacia aguas era una cara sin afeitar, cada vez más cenicienta y arrugada.

 

      Dejó de soñar que estaba encerrado en el televisor.  Ese sueño era innecesario.  Ya estaba encerrado en el tubo catódico de la realidad.

 

      Pensó en matarse.  En un cajón tenía una vieja pistola que había pertenecido a su abuelo, y esa pistola tenía una historia.  Su abuelo había peleado en el bando de la República en la Guerra Civil española y se la había quitado a un soldado extranjero.  Había contado la historia muchas veces y con muchas variantes, hasta que la guerra civil se convirtió, en la imaginación de Karin, en un paisaje brumoso habitado por personajes oscuros.

      Tal vez por eso Karin   nunca había cuidado bien la vieja arma, a pesar de su afición por las máquinas y los mecanismos.  La pistola, representaba una restricción y un obstáculo.  Era como los aviones de motor, que permiten el vuelo pero también lo limitan.

 

 Sopesando esa valiosa arma, comprendió que él soñaba otra vida como Nilo soñaba otra   África: para él y su hijo España y África en sus sueños eran fascinantes porque los sueños son   inalcanzables adonde no podían llegar aunque vivieran en esos lugares reales.  Esa comprensión lo rescató del suicidio, lo impulsó a salir más de su casa.

 

      La muerte del hijo se había convertido en leyenda en el vecindario.  Karin lo sabía, porque había oído al pasar, en el almacén o el mercado, que todos hablaban del.  Para algunos era una burla o un insulto, para otros un homenaje.

 

      —Nilo era un soñador —le dijo un día Don Federico, mientras le arreglaba el televisor por enésima vez.

      Karin lo miró de reojo, sin saber cómo reaccionar.

      —Hablé con él un par de veces —continuó el anciano—.  Un niño muy especial.

      Karin guardó silencio, concentrándose en el televisor, preguntándose por qué ese armatoste inútil se negaba a morir de una vez por todas.

      —Muy especial —insistió su vecino.

      —El tubo —dijo.

      Don Federico lo miró sin entender.

      —Se puede arreglar, pero está gastado.  No le va a durar mucho.

      Don Federico miró la pantalla: la imagen turbia de un personaje turbio que hacía declaraciones turbias sobre el gasto público y los presupuestos anuales.

      —Es la imagen adecuada —dijo Don Federico con una sonrisa, señalando el televisor—.  ¿Para qué mejorar a ese tipo?

      Karin quiso sonreír...

      —Haga una cosa —dijo—.  Déjelo así.  No la arregle.

      —No cobro por lo que no hago —respondió- con rigidez.

      —Hágalo por Nilo —dijo el vecino—.  A mí me hubiera gustado tener un hijo así.

      Karin le estudió la cara, buscando sorna o lástima.  Encontró franqueza y calidez.  Tras un instante de vacilación, dejó que el hombre lo abrazara con ternura y sollozó en silencio.

 

      Ese día decidió reparar la fotografía.  Con sus colores brillantes, rutilantes azules naranjas y amarillos.  Tiró las botellas y latas acumuladas, y decidió limitar la bebida.  Se puso a trabajar metódicamente, aprovechando el invierno una época del año en que había menos vecinos y menos chapuzas, y poco a poco reconstruyó la fotografía.

 

      Al terminarla, la colgó en la misma pared donde Nilo la había visto por primera vez.  Había tomado una decisión.  Clavaría un poste en el jardín de la casa e izaría la fotografía todos los días, como una bandera.  Esa bandera representaría el sueño de su hijo, el sueño por el que su hijo había muerto.  Sería el globo cautivo con el que detendría los vientos del mal.

 

      Esa noche durmió apaciblemente.  Soñó con su hijo, como de costumbre, pero era un sueño agradable.  También soñó con su mujer.  Los tres eran pájaros azules, siluetas luminosas que temblaban en el aire como reflejos en el agua, Nilo repetía las palabras que había dicho un instante antes de su muerte, pero ahora se oían con claridad, como si el viento del sueño fuera más benigno que el viento de ese día fatídico.

 

      Karin despertó de madrugada, sabiendo que no izaría la fotografía en el jardín.  Aún oía las palabras del hijo con claridad, pero no atinaba a entenderlas.  Había una sola manera de comprender lo que decía su hijo.

 

      Aprovechando que a esas horas no había gente, se cargó la fotografía a la espalda y se puso en marcha.  Bajó por el camino de tierra, cruzó la ruta desierta, se internó en el suelo pardo y arenoso de la cima del acantilado.  Llevó la foto hasta la orilla, la amarró a una raíz firme, aspiró el viento salobre hasta sentir en los pulmones la turbulencia de ese mar encrespado.  Se acercó al borde sujetando la cuerda de la fotografía.

 

      Saltó.

 

      El viento lo sujetó, embolsó el papel, lo sostuvo en el aire.  La soga se tensó con un chasquido.

 

      Karin se elevó, remontándose a una altura que parecía mucho mayor de la que permitía la soga.  Una ráfaga de brisa le humedeció la cara.  El cielo era una bruma incandescente.  Una visión se recortó en esa bruma, Nilo flotando al viento antes de estrellarse.  La expresión del hijo no era de angustia sino de júbilo.

 

      Y el padre entendió las palabras:

 

      — ¡Veo el África!, ¡veo el África! —gritaba Nilo.

 

      Miró hacia abajo.

 

      La bruma incandescente se disipó.

 

      Vio el oleaje, sueños de olas, un mar verde, azul y turquesa, olas rodando en una playa de arena blanca.  Más allá de la playa había una selva brillante donde parloteaban monos y pájaros de colores chillones, y más allá de la selva una sabana árida y cuarteada, con elefantes, cebras y jirafas.

 

       Sintió un tirón en los brazos, oyó un crujido y vio que se partía la cuerda.  Caía en picado hacia el acantilado como si cayera desde una altura de miles de metros.

 

      Cerró los ojos, pero veía el África, el África.  Rió carcajadas de felicidad.  Caería al mar, y el agua donde flotaba la sangre de Nilo le inundaría los pulmones.  La sangre de ambos y las cenizas de ella rodarían gozosamente en las olas que lamen las blancas playas del África.

© 2008 Carmen María Camacho Adarve

 

 

OTTO

OTTO

“No creo que Otto haya entendido lo que pasó realmente”

En Utah, al oeste de Estados Unidos,  al norte del Estado,  en la comisaría de Ogden, sonó el teléfono. El oficial Bob estaba de guardia  y  respondió a la llamada.

Policía de Ogden ¿dígame?

Por favor… -se escucho- una voz angustiada al otro lado de teléfono. ¡Venga Rápidamente ¡mis vecinos los cambers están discutiendo acaloradamente ¡me temo lo Peor ¡

Tranquilícese, señora déme la dirección y  en unos minutos nos personaremos en el Domicilio.

¡Gracias agente¡ es  en avenida Kennedy, numero 19.

Cuando el oficial de la policía, Bob, cubría el  caso de la pelea conyugal dejó al perro de las fuerzas del orden dentro del vehículo con el motor encendido para que tuviera aire acondicionado.

El perro, que se llama Otto, de “alguna u otra manera logró cambiar la marcha en la caja de cambios del automóvil automático, y arrancó con dirección hacia una pendiente”

La señora Mary Stone,  se encontraba en el jardín de su casa sacando la correspondencia de su buzón… No tuvo tiempo de reaccionar. Solo recuerda  que vio un coche de policía  bajar la pendiente  a toda velocidad y en ese momento acelero.

Mary se quedo boquiabierta su asombro fue absoluto  solo fue capaz de reconocer al conductor un agente perro-  que de  un volantazo se metió en su jardín.  La mujer fue atropellada se encuentra hospitalizada recuperándose de sus graves heridas.

…Según apuntan fuentes no oficiales, minutos previos al extraño suceso,  unos clientes atónitos vieron como   tranquilamente  -Otto-repostaba el coche policial en una gasolinera próxima a los hechos.

“Es realmente trágico que ella haya resultado herida”, comentó  Korgenski tras afirmar que el perro, uno de los tres con los que cuenta la policía de esta ciudad de 80.000 habitantes, no será castigado. “No creo que Otto haya entendido lo que pasó realmente” apuntó la oficial.

Nota: La policía de los Angeles mantiene la investigación abierta.

©Carmen María Camacho Adarve

Noches de verano

Noches de verano Esa chica no soy yo es evidente....

En una calurosa noche de agosto, cuando llegue al pueblo en labores de investigación .Me dirigí a unas mujeres que tomaban el fresco sentadas formando corrillo en hamacas de playa en la plaza.

- Buenas noches –dije- ¿conoce usted a una famosa poetisa y narradora de su pueblo?

-¿siiiiiiii? ¿Que? en Alcaudete hay una artista ¿de quien es?

- ...pues miren ustedes continué- no sabría decirle

-ah ¡como se llama la muchacha? pues Carmen Camacho ...¿Ehhh?, del pueblo dice que es... ¿tu la conoces Angélica? ¡Que va¡

- así, entreviste a casi todo los vecinos que tomaban el fresco en la plaza, unos y otros, en las puertas de su casa. Se extendió el rumor por Alcaudete, cual reguero de pólvora.

Cuando me disponía a dejar mis averiguaciones y pesquisas. Una niña salia a mi encuentro;

- ¡oyeeeee¡ -me grito- ¿tu eres la que busca a la artista?

-si pequeña yo soy.

- que dice mi madre, que te acerques al bar de la plaza estan los que llevan las fiestas del pueblo.

-gracias pequeña -le dije- y llegue hasta el bar, donde un grupo de parroquianos, se refrescaban por dentro tomando unas rondas de cervecitas para aliviar la calor de la noche de agosto...

-Buenas noches, perdón ¿puedo hacerles unas preguntas?

-¡claro que si, como no. ¡Anda pide algo primero que te invitamos¡

- muchas gracias, son muy amables

- ¿que vas a tomar? ...una cerveza

-¡Juan¡ pon otra cerveza para la señora¡ y que quiere saber...

¿Conocen a una famosa poetisa del pueblo?

-No se, ¿sabéis algo de eso? –pregunto-

- si... me explico –dije- en abril presento en el castillo una libro de su autoría, vino acompañada de todos sus amigos de la ciudad.

-...no se, no caigo ¿recordáis ese acto alguno de vosotros?

- ¡claro¡no te acuerdas Pedro? que de Sevilla, nos llamaron y pidieron el salón de armas del castillo... para la presentación de un libro

-eso es dije yo,

...es que cuando piden cosas de Sevilla ¡no podemos negarnos -sabe usted-

Si estuvieron en el castillo y dieron un bufe como de la edad media. ¡Fue divertido sus amigos no la escuchaban y ella constantemente, tenia que parar la lectura de su libro ¡y mandarlos callar¡ la verdad eran sus amigos algo extravagantes y por donde llegaron se marcharon. Fue muy curioso aquello ya no se les ha vuelto a ver por el pueblo. Y claro nos olvidamos era cosas de trabajo pero eso si, nunca la habíamos visto, creo que se fue muy pequeña del pueblo a vivir a Sevilla –dijo- mis abuelos llegaron a conocer a los suyos.

- gracias por todo ¡y por las rondas. Son tan acogedores ¡buena gente¡ que hay en Alcaudete... y continué mi camino.

Esa noche las estrellas brillaban con mucha fuerza y una alegre brisa fresca bajaba de la sierra.

Notas de prensa: "INQUIETANTES" al margen del cuento. 

 

Carmen Camacho

Por LOLA DOMÍNGUEZ  (Publicado en el diario EL MUNDO)

23-12-2006 12:22:46

HAY libros, ya lo sabemos, que son producto de laboratorio. No hay más que echar mano de la fórmula magistral del éxito, infalible si se mezclan los ingredientes adecuados: una dosis de misterio por aquí, otra de historia por allá, una localización exótica. y ya tenemos superventas asegurado, listo para inundar las estanterías de los grandes almacenes. El caso es que ella podría hablarnos, y mucho, de laboratorios, aunque los «suyos» están en las antípodas, que se trata de abrir una puerta científica revolucionaria, con un nombre de prestigio, Bernat Soria, y un proyecto pionero, el de investigación con células madre, a los que pone voz periodística como responsable de comunicación. Lo curioso es que Carmen Camacho también podría hablarnos de literatura, aunque la suya se sitúe a años luz de la mercadotecnia, que lo que a esta jiennense afincada en Sevilla le fascina desde niña es la poesía. «Tuve el gran vicio de leer a Lorca de pequeña», cuenta. De entonces aquí, ha paseado sus versos -«Mi padre me ha contado que en Mauritania se juntan/Desierto y Selva/ En Mauritania y en otras mujeres por el estilo»- entre las páginas de una decena de antologías esta «Mujer de verso en pecho», robando título a Gloria Fuertes, a quien también leyó de niña: «Ahora tienen a Harry Potter, pero que no me comparen», ríe.

 

Lo que PRSalud se preguntaba ayer lo confirma hoy SANIFAX en su 'avispero'
Carmen Camacho ¿nueva Jefa de Prensa de Bernat Soria?
 
13/07/2007 10:59:22
 

No está confirmado por el Ministerio de Sanidad y Consumo, desde donde aseguran no tener conocimiento de nada y un vacío en el cargo; ella asegura no poder confirmar nada (osea, ni que sí ni que no); pero Sanifax lanza hoy en el avispero que sí será Carmen Camacho la nueva Jefa de Prensa de Bernat Soria, cumpliéndose así la ya tradicional costumbre de llevarse a sus responsables de comunicación a su nuevo destino.

 

Carmen Camacho podría convertirse en la tan esperada Jefa de Prensa de Bernat Soria o Directora de Comunicación de Sanidad y Consumo. Tras los cambios, y con sólo el ex Ministerio de la Salgado por cerrar, parece que estamos a una semana de ver 'en carne y hueso' a la que sustituirá a Cristina Pérez como responsable de Medios de Comunicación del MSC. No así para Sanifax, quién se ha adelantado a este nombramiento en su avispero particular y a los que, de confirmarse la noticia, habrá que dar la enhorabuena por la exclusiva.

 

Ayer PRSalud ya especulaba con Carmen Camacho (* ver artículo El Ministerio de Sanidad y Consumo sigue sin tener Dircom), todavía Jefa de Prensa del Departamento de Comunicación del Centro Andaluz de Biología Molecular y Medicina Regenerativa (CABIMER). La 'posible futura' asegura que 'no puedo confirmar nada', dice que 'no tengo conocimiento': ni afirma ni desmiente ¿será por qué es verdad y todavía no puede contarlo?

 

Desde el Departamento de Comunicación del Ministerio han confirmado a PRNoticias que, desde hoy, no hay figura Dircom y que tampoco se barajan nombres; ni el de Carmen ni el de nadie. Lo que sí es cierto es que hemos pasado de la especulación de varios nombres por todas las reuniones de periodistas del sector a que sólo se especule con uno, con el de Carmen Camacho, y como dice el refrán: cuando río suena agua lleva…

 

Seguiremos Informando…

 

 

 

©Carmen María Camacho Adarve

SOLFUEGO

SOLFUEGO

 

Había comenzado a calentar la semana anterior, cuando la mujer salió a tender la ropa lavada a la azotea y el marido aún no había regresado del campo. Al comienzo había sido un amanecer suave, casi agradable, por lo que la mujer tendió con tranquilidad la ropa en el alambre de la azotea a la espera de que, durante la siesta, se secara. El marido no debía tardar en llegar y querría, como todos los días, cambiarse la gorra sudada de sol, la ropa quemada, y llena de tierra rojiza con que siempre regresaba.

La primera bola de fuego llegó. Del sur, girando, rotando un poco hacia el suroeste, proveniente de la línea de un horizonte brumoso de las rocas. Era normal el calor a esa hora; desde que la mujer tenía conciencia el sol había comenzado a calentar más en las pesadas horas de la siesta y se calmaba luego hacia la noche, junto con el ocaso. Quedaban, eso sí, algunos jirones de aire caliente, para cuando las primeras estrellas iniciaban su borboteo nocturno. Pero eso ocurría pocas veces. Tan normal como ese sol que ahora quemaba en el sopor de las noches, extendiéndose lento y constante sobre los campos, cubriendo con su presencia profunda las montañas rocosas del horizonte y el río casi seco, los campos arados, el camino de tierra, el arroyo al otro lado de la casa, después del cerco y los primeros costurones de tierra removida y recién sembrada, hacia el naciente.

Con las manos en el agua de la cuba del pozo la mujer había presentido, antes de que el polvo de fuego llegara, que el sol había comenzado a emitir fuego rojo en alguna parte y que no tardaría en llegar. Nunca, después de ese día, se preguntó cómo era que lo había presentido, pero la verdad fue que había sentido su presencia adentro, como si el sol quemara su estómago y sus pulmones antes de abrirse paso la primera bola de fuego sobre el campo quemado color paja y marrón ocre, de los campos arados.

Terminé de echar jabón dentro de la cuba del pozo y saqué las manos del agua. Sonó un zumbido, un sordo ulular constante, algo que se acercaba. Miré hacia el camino, pero sólo estaba la tierra abovedada, las cunetas derruidas a los costados, marginándolo como para que se distinguiera en esa soledad calcinante y plana de del campo, algunos árboles como pintados más allá. No había nada afuera. Volví a meter las manos en el agua fresca y entonces lo sentí de nuevo, agazapado, expectante, pero dentro de mí, Dios, dentro de mí.

Fue después, cuando el marido había llegado, los dos cenaban alguna cosa en la cocina de la casa, que comprendió que esa rara experiencia de la siesta había sido, justamente, presentir al sol que caer a la tierra, poco después, cuando salía del cobertizo de chapa de la azotea en donde lavaba la ropa y la colgaba bien estirada al sol en el único alambre, le llegaron las primeras oleadas de calor, ásperas por el polvo y la tierra, del viento africano.

El todavía no había llegado y eso la preocupó. Sin embargo había tendido la ropa igual, como siempre hacía a mitad de semana desde que, cuando chica, tuvo que comenzar a ayudar en la casa de sus padres, "pa cuando se case la niña". Aprendió eso y otras cosas y fue, dentro de todo, una suerte para mí. Era una época de cambios en el mundo. Había ocurrido lo del Gran Fuego hacía unos años y de pronto llegaba, sin aviso, la primera bola de calor asfixiante. Lo demás no fue fácil, pero al menos se hizo más llevadero. Además, encontré la casa vacía de mis padres, ésta donde vivimos ahora, y con techo propio la cosa cambia. Yo aún no había llegado del campo cuando comenzó a quemar esa bola de fuego. ¡Que carajo!, si parecía que nunca antes hubiera quemado. Comenzó, como todas las tardes, como todos los días, y después fue cambiando, pasándose al rojo infierno, y cada vez más fuerte y más fuerte y la arena africana que no me dejaba ver para qué lado estaba la casa. Pero por fin divisé la torre del pozo entre las montañas de rocas de polvo y tierra y me encaminé como pude, a tientas, despacio, hasta que choqué contra la cerca de madera daba la vuelta completa. Entonces supo que había llegado y se tranquilizó un poco.

El jabón se disolvía en el agua y poco a poco la iba llenando de una espuma olorosa, espesa, que crecía trepando por los costados de la cuba. El blanco de la espuma resaltaba aún más el rojo fuerte del sol, que iba desapareciendo cada vez más lentamente hasta que el crecimiento se detuvo. Las manos entraron entonces en la espuma y rompieron la magia, volviendo la espuma a descender y a mezclarse con el agua. Estaba justamente por poner las ropas cuando sentí la primera quemadura de la desgracia. Fue una punzada en el costado, algo como un presagio que me hizo dar la vuelta pensando que él ya había regresado. Pero no. El quemor venía de dentro y era como una lengua de fuego, seco, áspero y lastimero que se hizo negro de pronto el campo. Como todos los días desde que estoy aquí, tranquilo, calentado la tierra. Poco después cambió, se cayó para el lado del oeste y aumentó. Así y todo, después de lavar la ropa salió igual a tenderla, a pesar del sol que amenazaba con achicharradla: había que hacer lo posible porque se secara, ya que el marido no se debía demorar en llegar y querría, como todos los días, cambiarse la gorra sudada, la ropa quemada y llena de tierra con que siempre regresaba.

Las primeras ráfagas de fuego tenues. Después, con el transcurso del día, aumentaron hasta transformarse en una gigantesca bola de fuego. La línea de montañas rocosas, que tan bien se recortaba sobre el horizonte todos los días, había desaparecido cubierta por el polvo de fuego en suspensión. Una suerte que él llegara antes de que el sol se desatara con toda su fuerza. Eso me tranquilizó. Siempre estuvimos juntos para todos los problemas, y sentir que él justamente ahora podía faltar hubiese sido terrible. Lo necesitaba, conmigo, en la casa. Estaríamos protegidos del SOLFUEGO y de cualquier cosa. Por eso me puso bien sentir que me llamaba en medio del bochorno, al otro lado de la casa. En ese momento estaba con la ropa en la mano, dispuesta a colgarla del único alambre tendido de la azotea, en lo alto de la casa, y el sol quemaba ya fuerte. Al principio creyó que era sólo el sonido de las ráfagas, pero luego, cuando nuevamente lo escuchó, comprendió que eso era un grito y que venía de más allá de la casa.

Dejó la ropa a medio colgar y corrió como pudo, envuelta en fuego y tierra, hacia donde escuchaba la voz. La hubiese reconocido en medio de una multitud. Al doblar en la esquina se topó con el sol de frente, que la hizo tambalear. Después llegó hasta la cerca de madera, y sintió que de pronto la estaba abrazando, ahogando un sollozo. "Tranquila, tranquila, ya estoy aquí y no pasa nada, tranquila. Vamos, vamos para adentro que ya va a pasar. Sólo es una tormenta de calor, vamos, vamos". En realidad yo estaba bastante preocupado. Con un sol así es muy fácil perderse en el campo, donde cada surco es igual a otro, donde no hay nada que sobresalga como para guiarse. Y aún así, bien podría haber pasado a sólo un metro de alguna cosa, incluso de la casa misma, y no haberme dado cuenta por la flama. Por eso había comenzado a llorar. No dudó tampoco, cuando sintió madera entre sus manos, la suerte lo había guiado secretamente hacia la casa. Y cuando, noto que lo abrazaban unas manos húmedas y olorosas a jabón de lavar, terminó por convencerse de que la providencia lo había acompañado.

El calor se iba acumulando sobre la ropa limpia, recién colgada, la mancha roja sobre la ropa iba agregándose en capas sucesivas, una detrás de otra, colgada del único alambre tendida allí, en la azotea de la casa. Ella había continuado lavando cuando comenzó el SOLFUEGO, primero suave, como todas las tardes desde que tenía uso de razón, pero luego más fuerte, con ráfagas que de pronto amenazaban con quemar la ropa del alambre o, incluso, dada la alta temperatura que éste hacía, quemarlo todo de una sola vez. Entonces había escuchado los gritos y supo, de la misma forma en que había presentido la tormenta de calor, que esos gritos eran de su esposo, Dios, y no pudo evitar llorar mientras corría un tanto a ciegas, dando la vuelta a la casa y topándose con el la bola de fuego, tocando con su mano izquierda la pared para guiarse, y llegaba hasta la cerca de madera del frente y se chocaba y fundía en un abrazo sentido, necesario como nunca, pensó, hubiese podido necesitarlo.

Habían entrado en la casa y de pronto fue un golpe escuchar el SOLFUEGO. A poco de estar allí, parados y abrazados, en silencio, escucharon que el viento africano seguía afuera con una furia nunca oída, y el abrazo fue más fuerte. Entre lágrimas balbuceó "creí que no venías". Tragué saliva y lo repetí, qué diablos con el sol de fuego, creía que ya no ibas a ver la casa con la flama, entre la arena africana que hay. Él dijo algo que no entendí bien entonces pero que me tranquilizó. Era él el que estaba allí conmigo, hablando, calmándome, sosteniéndome para que no cayera en la bola de fuego. Yo en realidad sólo quería abrazarla y nada más. El susto no se me había pasado y pensaba que si de pronto ella me soltaba me iba a caer redondo al suelo. Creo que incluso la apretaba tanto para evitar los temblores que me recorrían el cuerpo de a ratos, como descargas, como sacudones eléctricos. Y no los podía evitar, mi Dios. Entonces escuché que me decía entre sollozos que estaba asustada, que pensaba que entre la calima yo me iba a perder, y yo sólo pude decirle algo que me salió del alma, pero que más que a ella me lo decía a mí, a mí mismo, a ver si de una vez por todas se me iba el susto de encima.

Al rato se separaron, ella secándose las lágrimas que habían quedado sobre sus mejillas, él pasándose la mano grande por la cabeza, tratando vanamente de aplacar la cabellera desgreñada que, reacia, tomaba la postura de siempre en cuanto la mano pasaba. Se quedaron allí quietos, mudos, mirándose en silencio. Afuera las bolas de fuego rodaban silabando. Entonces ella dijo ¡la ropa!, como recordando de pronto, y trató de salir nuevamente de la casa pero él la paró y le dijo que mejor se olvidara de la ropa y porqué no comían algo.

La ropa había desaparecido. Lo supo en cuanto se despertó y corrió hacia la ventana. Sólo permanecía, y quien sabe por cuanto tiempo, el único alambre tendido del patio, que se sacudía con cada ráfaga de aire africano como si ya fuera a cortarse. Por momentos el alambre se tornaba invisible por causa de la arena que volaba, como una mancha ocre oscura que tamizaba las cosas conocidas y poco a poco las iba mimetizando. De vez en cuando su vista avanzaba hasta los árboles pintados, ahora tristemente quemados, que había más allá de la última cerca, casi al borde del río. Pero las imágenes de esos troncos achicharrados aún verticales se tornaron más como una fantasmagoría alucinatoria que como la realidad concreta y conocida de los días pasados. Además, me di cuenta de que se hacía más difícil ver las cosas pues el sol aún tenía mucha mas fuerza y cegaba. "Raro, haberme despertado tan tarde" dijo él al lado mío, y yo me giré y volví a la cama, confundida y feliz al mismo tiempo, deseando que todo marchara bien dentro de la casa. Mientras la bola de fuego los sitiaba podían oírse, de vez en cuando, los latigazos que daba el alambre, ahora sólo atado por una de las puntas, contra el suelo de la azotea.

A pesar de que la ropa lavada se le había se sintió desahogada cuando escuchó, ya por segunda vez y claramente, la voz del marido. Entonces había abandonado todo allí en el cuartito de chapas de la azotea y, con la mano izquierda pegada al muro de la casa, había avanzado hacia el frente, donde estaba el SOLFUEGO y la cerca de madera casi quemada. Allí lo encontró y se abrazaron con pasión, con dolor, con temor. Al entrar el fuego en la casa permanecieron así, más para no caerse uno sin el apoyo del otro que por otra cosa; estaban ya tranquilos allí dentro, uno junto al otro como siempre lo habían estado. El SOLFUEGO del exterior ya no importaba. Sólo contaban ellos allí dentro, en su dormitorio. Cuando por fin se separaron él trastabilló un poco pues aún tenía el miedo muy adentro de sí, pero más tarde, cuando ambos estaban juntos en la cama, se tranquilizó del todo.

—Ya va a pasar, en cualquier momento.

— ¿Te parece?— dijo ella.

—Seguro. Nunca antes quemo tanto. Además...—hizo un gesto y un silencio como si buscase una respuesta más creíble—, además mañana tengo que salir otra vez al campo para terminar de arar.

Ella no contestó. "Tal vez mañana no podamos salir..." pensó.

El calor era agobiante. Eso se evidenciaba en los cuerpos sudados de los dos, allí, en el suelo del cuarto. Por momentos sólo era audible el crac crac crac de la arena sobre los vidrios de las ventanas, por momentos sólo el bochorno. Esto los había puesto un poco tensos. Si bien el calor mas fuerte llegaba todos los días por la tarde, hacia el anochecer ya era raro que permaneciera, y menos de noche cerrada y del oeste. La tensión interior contrastaba en los rostros con la indiferencia exterior con que pretendían, inútilmente, pasar por alto el momento. Tal vez fue por eso que, luego de la cena, en una forma en que pocas veces ocurría, nos echamos en la cama. La sábana estaba arrugándose por debajo de los cuerpos sudados y podía verse cómo aparecía, un poco más de colchón sin cubrir en uno de los extremos de la cama.

"La ropa" dijo ella, "ya no está". Él asintió con la cabeza, en silencio, mientras se vestía. No le gustaba lo que estaba pasando. ¿Qué pasaría con el campo? ¿Con los sembrados? "Con un sol así, carajo, todo el trabajo fue inútil. Las semillas deben haberse quemado. Y las plantas... la puta madre". La voz de la mujer lo despejó de sus pensamientos:

— ¿Oyes? Escucha, escucha. ¿Lo sientes?...

Él se acercó entonces a la ventana, donde estaba ella parada, y escuchó, con la oreja apoyada sobre el vidrio. Dijo, "se está descascarando el campo", mientras se retiraba un poco de la ventana y contemplaba el ocre y de tanto en tanto azotaba la casa y el campo. Eso que escuchaba, aún sin necesidad de pegarse al vidrio, ya no era el polvo suelto con que había comenzado el día anterior. La sucesión de crack crock crick sobre el cristal eran pequeñas piedras, terrones duros, el campo mismo que se estaba volando frente a sus ojos.

Al comienzo, cuando montado en el tractor iba tirando del arado, había visto en el horizonte las primeras espirales de fuego que subían retorciéndose sobre sí mismas, y comprendió que nuevamente, como todos los días, el calor había llegado. Lo que no había previsto era la magnitud del SOLFUEGO cambio de dirección: provenía tal vez de más allá de las Montañas Azules del este, tomando cada vez más velocidad sobre el campo extendía, en la otra dirección, hasta el río medio seco y el infinito. Se había detenido entonces el motor del tractor y había bajado con presteza, marchando hacia la casa a pie entre el calor. No había observado durante la mañana que se avecindara la tormenta de fuego jamás vista, pero ese aire africano, por momentos huracanado, por momentos calmo, que estaba arrasando, lo intranquilizaba. La casa pronto desapareció detrás de la flama y creyó que se perdía. Sin embargo siguió caminando como podía, tratando de que el aire no lo hiciera caer, hacia el lugar en donde había visto por última vez la pared blanca y el techo brillante de chapas. A pesar de sus intentos, en varias oportunidades cayó de bruces entre los surcos arados del campo, y optó entonces por avanzar en cuatro patas. Sabía que su mujer aproximadamente a esa hora lavaba la ropa y esto lo preocupaba. Si el sol y la arena la alcanzaban afuera de la casa podía pasarle cualquier cosa. Siguió arrastrándose de esa manera hasta que sintió que chocaba con algo liso, rectangular, que se erguía verticalmente. "La cerca”. Por fin, carajo, la cerca se dijo entonces, mientras yo, que había escuchado los gritos, avanzaba también a tientas y lo abrazaba con las manos húmedas y jabonosas.

A medida que transcurría el día oscuro y sofocante, fue perdiendo la coloración ocre para teñirse de un tono sangre oscura, como vetas que de tanto en tanto llegaban hasta la ventana. "Seguramente viene quemando las montañas el desgraciado.”

Hacia el anochecer el sol ya evidentemente rojo imposible... Dada la luz cegadora no podía ver qué era lo que había quedado del campo, pero el fuerte color rojo no le decía nada bueno. En tanto él se debatía frente a la ventana la mujer trataba vanamente de evitar que el sol y la arena se juntasen en el dormitorio. Varios muebles estaban ya veteados de rojo y montoncitos ocres se desparramaban por el cuarto. El calor pegajoso se endurecía sobre sus cuerpos que, poco a poco, con el correr de las horas, habían adquirido, conjuntamente con los muebles, una marcada tonalidad oscura, azulina u ocre, según la dirección que la bola de fuego había tomado y según la arena que había entrado en la casa.

Afuera sólo se oía el restallar del alambre contra el suelo de la azotea y el aullar infernal del SOLFUEGO. Ni siquiera los perros ladraban y pronto comprendimos que tal vez habían sido arrastrados por la bola de fuego hacia el este, al finalizar el campo.

Al otro día, cuando ella despertó y miró por la ventana, vio que la ropa lavada ya no estaba y que el sol, a pesar de la hora avanzada, estaba oculto tras un cielo oscuro de tormenta de arena.

El color rojo sangre señalo el fin del segundo día. La temperatura había aumentado hasta límites insospechables desde el día anterior y una arena oleosa cubría sus cuerpos, desnudos hasta la cintura. En los ojos desorbitados de la mujer podía leerse la desesperación que nacía, irrefrenable, dentro de la casa. El marido no abandonaba su puesto al lado de la ventana, mirando siempre hacia el naciente, hacia donde las Montañas Azules seguramente iban desapareciendo arrastradas por las ráfagas increíbles de las bolas de fuego. Sin embargo, entre el anochecer del segundo día y el comienzo del tercero el calor había aminorado considerablemente, aunque manteniendo el tono rojo ardiente. Tampoco podrían salir ese día. Habría sido demasiado peligroso arriesgarse y perderse en el infierno del exterior. El hombre observaba como si realmente pudiera distinguir algún objeto sobre el cual poder detener la vista. Sin embargo afuera sólo se veían trazos horizontales, algunos más fuertes, curiosamente azules en ese clima tórrido que cubría de oleosa arena los cuerpos.

El alambre, que hasta esa mañana había estado sonando rítmicamente, ya no se escuchaba y era imposible distinguirlo con tanta arena. Me sorprendió ver que por primera vez que el sudor no brillaba, sino que se mantenía opaco y consistente como una terracota. Sobresaltado levantó un poco la cabeza cuando sintió un golpe en el vidrio y vio un rectángulo amarillo pegado a él. Se acercó. Una hoja arrugada y quemada de periódico se mantenía plana contra el cristal. Una foto borrosa se podía distinguir aún en medio de la página. Al rato el mismo calor que la mantenía la despegó violentamente y ya no volvieron a verla.

Esa noche, al recostarse, durmieron sin hacer el amor. Cada uno estaba boca arriba, expectante por si el otro se movía o decía algo. Yo podía sentir su respiración pausada aunque imperceptiblemente inquieta y, de vez en cuando, de reojo, alcanzaba a distinguir la barba crecida de dos días y el sudor oleoso manchando su cara. Él seguramente sabía que lo miraba, y dijo quedamente que la bola de fuego pronto pasaría porque ya había bajado bastante desde que comenzara. Yo no contesté. Me acerqué a su brazo musculoso hasta sentir el olor acre y me acurruqué allí. Podía sentir su respiración sobre mi brazo izquierdo. Por suerte no contestó cuando le dije lo del sol. Internamente sentía palpitar el miedo de que ese sol fantasma siguiera quemando y gastando las montañas, arrasando con el campo y llevándose la vida hacia las tierras desconocidas. Me tranquilicé un poco cuando sentí que su respiración se normalizaba con el sueño. "Si al menos uno pudiese dormir y borrar las angustias del día" me dije mientras yo también, respirando con calma, comenzaba a hundirme en la oscuridad.

Un fuerte estrépito los despertó. Algo se estaba moviendo allí afuera, con jadeos y chirridos agudos. Se abrazaron mutuamente y permanecieron quietos. De pronto un desgarrón metálico les puso la piel de gallina y saltaron de la cama. Un nuevo desgarrón terminó por soltar algo y ya no se escuchó nada más. El SOLFUEGO había retomado imprevistamente su furia del comienzo y acababa de quemar una parte de la casa, aunque no podían saber cuál.

La temperatura seguía aumentando incluso durante la noche. Sus cuerpos ardían por debajo de la cáscara ocre que los cubría. Se hacía difícil respirar en el cuarto, por lo que permanecieron despiertos hasta que una débil claridad les anunció que había amanecido. Ese día tampoco podrían salir de la casa. La permanencia allí comenzaba a ser problemática. Sin nada que hacer y sin saber la suerte que había corrido el campo, la tensión aumentaba con el paso de las horas. Tácitamente decidieron mantenerse separados, la mujer en el suelo, el hombre apostado frente a la ventana, tratando de ver algo fuera de la casa en la negrura insondable. Estando allí observó que la arena comenzaba a juntarse en los bordes de la ventana, subiendo un poco sobre la superficie picada del vidrio. Notó que ya el calor y la arena no se colaban por la parte inferior de la puerta. El montículo de tierra que había en el interior permanecía igual. Se acercó despacio al reborde rojo y lo tocó con suavidad; era la misma consistencia de terracota que tenía sobre el cuerpo, pero sin secar: un polvo de fuego oleoso que se adhería a cualquier cosa. "Las montañas. Son las montañas que se están volando" pensó.

La última vez que había logrado distinguir la línea de montañas, distantes en el horizonte, hacia el oeste, había sido cuando araba el campo antes de que el aire del desierto comenzara a soplar. Estaba sobre el tractor, con el sol vertical, avanzando hacia el norte con el arado detrás, cuando, al llegar al límite del campo y girar el volante hacia la izquierda se encontró con el horizonte quebrado, ascendiendo una línea naranja brumosa, dentada, que se extendía a todo lo largo del campo, dándole fin natural a la llanura. No sabía qué había del otro lado de las montañas. Tal vez por ello es que esa línea dentada y anaranjada del horizonte les llamaba tanto la atención a él y su esposa. Las montañas habían estado allí desde siempre, al menos desde que ellos se habían hecho cargo del campo abandonado. Por un lado las montañas, por el otro el río y, en medio, el campo extenso y verde, salvajemente palpitante donde estaba enclavada la casa.

El bambolear del tractor le impedía fijar la vista en un punto determinado de las montañas, pero alcanzó a distinguir, al poco tiempo de haber girado hacia el oeste, una nube vertical de arena que crecía, moviéndose hacia los costados de vez en cuando. La nube resaltaba sobre el naranja del fondo, y a medida que se acercaba parecía cobrar un tono ocre verdoso, propio de la tierra del campo. Supo que venía el aire africano nuevamente y subió las ventanillas herméticas del tractor, aislándose momentáneamente, como hacía todos los días, del polvo. Pero cuando sintió los primeros impactos contra la carcasa plástica comprendió que ese aire que llegaba era diferente de todos los anteriores. La mujer en ese momento lavaba la ropa para tenderla en el único alambre de la azotea y percibió la llegada de la arena de africana, aún antes de verla, en sus entrañas. Entonces fue cuando el tractor se atascó en algo, posiblemente un surco demasiado profundo o alguna rama de árbol, y no marchó más. No podía recular pues el arado, más liviano que el tractor, se sacudía con el la arena y había quedado torcido. Se paró el motor y él quedó quieto, esperando a que escampara. Pero sin el motor los filtros de aire no funcionaban y se tornaba imposible respirar la atmósfera viciada y cargada de polvo que se colaba por las rendijas de ventilación. Entonces pensó en su mujer, en que debía estar lavando la ropa y en que podía pasar cualquier cosa si la tormenta la sorprendía afuera, y decidió regresar a la casa a pie, como pudiera, antes de que el aire africano lo impidiese totalmente. Por eso había corrido, cayéndose, levantándose, caminando finalmente en cuatro patas, tanteando el suelo hasta encontrar la cerca de madera de la casa y luego, al levantarse con dificultad, las manos húmedas y olorosas a jabón de su mujer.

No le había contado lo del tractor para no alarmarla inútilmente. Me había limitado a entrar con ella en la casa, junto a una espesa nube de arena, y mantenerme junto ella, evitando soltarla de la mano pues sabía que iba a caerme por el temblor que agitaba mis piernas. Yo lo sostenía, sentía que si lo dejaba podía caerse, y lo apretaba con más fuerza hacia mí, acaso tan fuerte porque yo también, como él, temía caer.

— ¡Creo que es el lavadero!— gritó la mujer desde la cocina.

El hombre parpadeó un poco, todavía ante la ventana y el naranja que manchaba los vidrios, y luego preguntó "¿Qué?...".

—Que creo que es el lavadero. Lo que el viento se llevó anoche.

La ventana daba directamente a la escalera donde, adosada a la misma pared, un poco más a la derecha, estaba ubicado el lavadero. Entre ráfaga y ráfaga amarilla parecía que no había nada allí. "¡Dios!", pensó, "se nos está volando la casa". Se sentó entonces en la cama y observó cómo su mujer sacaba las sabanas, con una pátina ocre, dentro del armario del dormitorio. No quería contarle lo del tractor descompuesto, pues eso empeoraría las cosas. Prefirió callar, dejar que las cosas pasaran, esperar a que la tormenta amainase de una vez por todas. Por eso se había sentado en la cama en silencio, esperanzado en un cambio del tiempo. Fue nuevamente la voz de su mujer con una mala noticia la que lo sacó de su mutismo estereotipado y lo hizo levantarse con brusquedad:

– ¡Mira, mira! En la ventana.

El polvo naranja iba subiendo por la ventana, acumulado sobre el alféizar de madera. "Mierda" y dijo corrió hacia la otra parte de la habitación. En el silencio del cuarto sólo se escuchaba, proveniente del exterior, el cric cric cric del polvo golpeando los cristales y la madera, desgastando los muros de la casa, invadiendo cada rendija y llenando todo de arena.

La ventana que daba al oeste estaba desprotegida del viento y allí se acumulaba el polvo más rápidamente. Si se prestaba atención podía verse cómo subía de a poco, cubriendo el vidrio. "Nos estamos enterrando, carajo" pensó el hombre. Giró y se acercó entonces a la puerta de entrada, donde momentos antes había tocado el polvo naranja en el lado interior de la ventana. Por eso no entraba más. Del otro lado de la puerta seguramente ya había una montaña de arena que se seguiría acumulando mientras durara la tormenta. Se pasó la mano velluda y sucia por el pelo hirsuto, desgreñado, de la cabeza. "Qué mierda, justo lo que nos faltaba. ¡Enterrados!" se dijo mientras intentaba, en vano, tal vez inconscientemente, aplacar su pelo rebelde y anaranjado. ¿Cuánto más duraría? ¿Hasta cuándo el aire continuaría soplando? ¿Qué habría sido del campo? Exasperado, se sentó en el suelo, junto a la línea de polvo naranja que se había deslizado bajo la puerta. Las aberturas del dormitorio eran bastante seguras, aunque el polvo impalpable había logrado pasar igual. Lo que no pasaba, y era mucho más peligroso, era el suficiente aire del exterior, aunque debía estar tan viciado a raíz de la tormenta que tal vez no importara tanto. Aturdido, el hombre permanecía sentado en el suelo, observando el polvo estático que se había colado bajo la puerta, escuchando en medio del silencio el constante martilleo del cric cric cric de piedritas y tierra que golpeaban contra la puerta y los vidrios, sintiendo cómo poco a poco el polvo iba subiendo, cercándolos con el azul cobalto de las montañas del horizonte, respirando con esfuerzo a través de un pequeño espacio desgastado en su cobertura barrosa, sudando impotente ante el calor agobiante, siempre en aumento, que irradiaba esa tierra de nadie.

El tiempo transcurrió en silencio, con el mismo monocorde cric cric que los había acompañado durante todo el día y durante los días anteriores, desde que comenzara a soplar el aire y la arena de la desgracia. La luz de la vela resaltaba fantasmagóricamente sus rostros enjutos, apagados, de donde partían, de vez en cuando, al mover la piel reseca para masticar arena unas líneas claras que resaltaban sobre el barro naranja y se perdían a los costados, bajo la mata de pelo duro y quebradizo. El mismo silencio los unió más tarde, cuando se recostaron uno junto al otro, incapaces de expresar otra cosa que no sea respiraciones entrecortadas, difíciles, doloridas. Sólo podían intentar dormir, olvidar mediante el sueño el horror de la devastación que les volaba el campo y la casa.

En la penumbra, de pronto, creyó ver dos luces fijas que lo apuntaban, desde el otro lado de la ventana, con turbadora insistencia. Gritó, sacudiéndose, y las luces desaparecieron, aunque no supo si fue a causa de ese grito que lo había despertado de una pesadilla o si realmente había espantado a alguna cosa al otro lado de la ventana. Su mujer lo tranquilizó, diciéndole que era imposible que algo vivo estuviese afuera, con ese SOLFUEGO, con esa muerte naranja que avanzaba hacia arriba tapándolos, y luego, sin ganas o sin poder contestar uno, y sin poder continuar la otra, se durmieron finalmente, jadeando, abrazados, hasta que un ensordecedor aullido los despertó.

Permanecimos quietos en la cama. Por un momento pensamos que el resto de la casa se nos volaba, como había comenzado a ocurrir con el lavadero, pero pronto comprendimos que la casa aún permanecía firme en su lugar. Otra cosa estaba ocurriendo afuera, algo nuevo. Prestamos atención y tuvo que pasar aún un rato para que nos diésemos cuenta de que el desgarrador aullido que nos había despertado no era otra cosa que un silencio repentino, mortal, que se había extendido por el mundo fuera de la casa. Con lentitud me separé de ella y avancé hacia la ventana. En la oscuridad de afuera no podía ver nada, pero sí podía sentir que el aire había dejado de soplar. Nada se movía del otro lado. El silencio me dolía dentro del cerebro como si fuese un ruido atronador, despiadado. Sentí que él me dejaba y tuve miedo. Me acerqué yo también a la ventana, con el mismo silencio con que nos impactaba el mundo y la ausencia de aire, y me detuve un paso detrás de su figura grande y barrosa. Afuera estaba demasiado oscuro como para ver qué había o qué faltaba, pero tuve la seguridad de que ya no soplaba el aire africano. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a esa nueva y silenciosa realidad, a esa calma dolorosa que nos impactaba desde el exterior, y creo que permanecimos quietos ante la ventana hasta que una claridad fue tiñendo la superficie y pudimos ver, débilmente pues esa luz se abría paso con esfuerzo en el aire espeso, lo que durante años había sido nuestro campo arado.

Un mar ondulante se extendía hasta el horizonte. Parecía nacer en nuestra ventana, sobre el alféizar de madera, suave y naranja, oleoso, de rara consistencia. Se quedaron estáticos allí mirando, mudos, el suave ondular de los médanos con alguna que otra brisa que de vez en cuando parecía aún soplar, inaudible, sobre la tierra devastada.

— ¿Y ahora?— fue lo único que logró articular la mujer.

El marido permaneció pensativo un rato. Luego murmuró:

—No sé.

Aún trataba de asimilar la destrucción del campo. Miraba con la vista perdida en el horizonte el desierto que se extendía frente a sí, y de pronto su rostro se iluminó con un recuerdo olvidado, y dijo, casi arrepintiéndose al mismo tiempo, "¡El arroyo!", y guardó silencio nuevamente. La mujer, que se había acercado hasta quedar a la misma altura que él, sobre la ventana, buscó el arroyo con la mirada y no lo encontró. Había desaparecido, sepultado por el azul cobalto de las montañas del poniente, como si toda esa magnificencia que hasta ese entonces había mostrado no hubiese sido más que una ínfima corriente para el huracán.

— ¿Y la tormenta de fuego?— preguntó al rato ella.

Con tono ausente, el respondió:

—No sé.

El sol, mortecino por causa del polvo que aún estaba en suspensión, poco a poco fue alumbrando más, permitiendo ver detalles que hasta entonces habían pasado desapercibidos. Tampoco estaban los árboles, del otro lado de la cerca y del río, y tampoco estaba la cerca. O estaba, pero a más de un metro por debajo del suelo naranja oscuro.

Saqué las manos de los bolsillos y traté de abrir la ventana. "¡Qué haces!" exclamó ella, pero la detuve con un gesto. "Hay que salir, carajo", le grité mientras forzaba la ventana con el hombro y todo el cuerpo. Un poco se movió y cayó un chorrito de arena dentro del cuarto. Metiendo un dedo en la rendija ayudé a que siga cayendo más arena adentro. Al rato ya la hoja de la ventana podía moverse con más facilidad y al cabo de media hora la había abierto totalmente. Un grueso montón de arena se deslizó entonces y formó un talud contra el zócalo de la pared, por debajo de la ventana. Ella estaba como ausente, mirando lo que yo hacía.

— ¿Y si vuelve la arena del desierto?— preguntó entonces.

—El aire un carajo le dije, hay que salir antes de que nos quedemos acá enterrados.

Se acercó, aún sin mucho convencimiento, y lo ayudé a sacar la arena que apretaba la otra hoja de la ventana. Cuando las dos quedaron libres el marido dijo que tendrían que investigar afuera para ver qué había pasado. Salieron por la ventana con ayuda de una silla. Yo lo seguí un poco atontada, sin pensar en lo que estaba ocurriendo. Me sentía cansada, con un cansancio de días que de pronto se me había venido encima, sin ganas de hacer nada. Pero igual lo seguí afuera, para ver qué había pasado. Me sorprendió y causó gracia ver el techo de la casa a la altura de mis ojos, yo que nunca había sido muy alta. Del otro lado de la casa, hacia el oeste, tampoco había nada. Apenas se distinguía un suave dentado con las puntas romas, redondeadas, que a duras penas parecía sobresalir del mar de arena. "Se volaron las montañas, Dios" dijo el marido entonces. Caminaron alrededor de lo que quedaba de casa. Del otro lado había menos arena acumulada contra el muro pero, igual, casi llegaba al picaporte. Las paredes blancas, aunque manchadas, resaltaban sobre la superficie color cobalto. Hacia el noroeste, se distinguía la carcasa del tractor, emergiendo como una isla de una duna. El lavadero no estaba. La calma era total y aprovecharon para caminar.

Al rato regresaron, cuando sintieron que una brisa comenzaba a levantarse. Hacía más calor, y la brisa les quemaba por dentro, encendiéndoles la piel quemada y terrosa, opaca a pesar del sudor. Entraron nuevamente por la ventana y la cerraron, colocando del lado de afuera, como pudieron, una chapa arrancada del lavadero, de tal manera que protegiese un poco más a la abertura de la tierra que volaba, facilitando así la próxima salida de la casa. Al cerrar la ventana la chapa se ladeó, pero aún parecía ofrecer resistencia a la tierra que ya comenzaba a juntarse sobre él. Pronto todo se nubló, como los días anteriores, tornándose el aire de un color oscuro. Se quedó observando, atónito y alucinado, cómo el polvo remolineaba frente a la abertura y cómo se iba acumulando, oleada tras oleada, sobre la chapa del lavadero.

Cuando aquel día salió con el tractor no imaginó que ese sol que recién nacía podía convertir el campo en un mar de polvo amarillo y naranja. Había arrancado como siempre, sin problemas, y nada me hizo pensar que se detendría a las pocas horas. La pila de energía no podía haberse acabado tan rápido, y el indicador de voltaje persistía en señalar que aún quedaba para muchos meses. Pero aún así el motor se detuvo. El en ese momento había girado el volante hacia el poniente, para seguir la línea de los surcos arados, y se había topado con el cambio de dirección del sol. "Qué cosa rara" pensó, "la primera vez que cambia y sale de otro lado". A poco de andar dejó de ver las ocho ruedas del tractor porque todo se tornó oscuro de pronto, como si la noche hubiese caído antes de tiempo, sin aviso. Sin embargo en ese momento el miedo aún no se le había colado en el cuerpo y había tratado de regresar con el tractor hasta la casa. "Primero la orientación, eso es fundamental, y después marchar despacio. Esto se está poniendo feo, al diablo con la tormenta que se viene. Tengo que llegar, carajo, tengo que llegar". En ese momento la mujer sintió el cimbronazo en el estómago y se dobló en dos pensando qué me pasa mi Dios, qué es esto. Entonces salió del lavadero y comprendió que se caía el sol, antes aún de verlo como una mancha terrosa asolando los campos.

Provenientes de alguna parte tras los cristales surgieron de esa noche repentina dos luces, turbadoras fijas sobre el rostro del hombre. La mujer corrió presurosa ante el grito de su marido pero no pudo ver nada afuera, hacia donde señalaba espantado con una mano temblorosa.

— ¡Allí, carajo, por ahí está! dijo mientras tomaba a la mujer de la muñeca y la dirigía hacia el vidrio manchado de la ventana.

Trazos horizontales, de color naranja fuerte, cruzaban el desierto del otro lado. No había nada allí. No podía haber nada vivo con una tormenta así. "La tierra está devastada, entiendes, no hay nada afuera. No puede haber nada" le dije abrazándolo con fuerza. Luego regresé a la cama mientras él quedaba, nuevamente, en su puesto de observación de la ventana. El aire había adquirido otra vez su violencia de antes, azotando las ventanas y produciendo un insoportable ritmo de cric cric cric contra los vidrios y paredes. Un sonido sordo y apagado se escuchó de pronto y la mujer vio, sobre la ventana, un papel pegado veteado de azul. "Una carta, Dios", se dijo al mirarla de cerca con una vela. "Una carta. ¡Quién sabe de dónde viene el aire!" repitió luego en un murmullo.

La carta manchada fue la primera de una serie. Los papeles parecían inundar de pronto lo poco visible a través de las ventanas, cubriendo los vidrios que recibían el aire de frente y llenando las dunas más cercanas. Papeles escritos, papeles de colores, hojas de libros, todo, en fin, confundido en un ululante maremagno, flotaba sobre un inusual trozo de azul el naranja del aire y era arrastrado hacia el este con fuerza inaudita. Me sustrajo de la vista de semejante espectáculo la voz de mi mujer, llamándome.

Dios, que de ésta no salimos".

Ella en silencio, mirando de tanto en tanto el rostro embarrado de su esposo, tratando de no mostrar el temor que se le transparentaba por todos los poros y, especialmente, a través de los ojos grandes y apagados, sin brillo. "Que no afloje, Dios, que él no afloje. Si él se acaba nos perdemos los dos. Yo no puedo más, ya no. Y no hay comida. Aguanta y se dirigieron, mudos y despacio, hacia el otro lado del cuarto. La mujer tanteó la oscuridad buscándolo, dejó que sus manos subieran por los brazos de él y llegó hasta la cabeza, lo atrajo hacia sí y lo besó. El la dejaba hacer pero luego la separó un tanto bruscamente y se quedó quieto, mirando por la ventana.

Afuera nada parecía haber cambiado. Tan fuerte como al principio, la tormenta. Seguían llegando papeles de colores y cartas, diarios y revistas, algunas páginas de libros. Aparecían y desaparecían con la misma rapidez, haciéndose visibles durante un breve segundo para hundirse luego en el azul y no verlos más.

Habrían pasado más de dos horas cuando la tormenta comenzó a perder fuerza, tornándose, hasta el amanecer, en una brisa cálida. Cuando el sol pudo distinguirse, blanquecino a través de las nubes, el hombre dijo que había que salir otra vez para mirar y abrió la ventana. La mujer no sabía qué era lo que su marido quería mirar afuera, en medio de ese desierto, pero lo siguió.

El techo estaba un poco más bajo que el día anterior, y la cabina del tractor había desaparecido totalmente bajo la duna. Proveniente de alguna parte, sobresalía un pedazo de rama, deshojado, en otra duna cercana. Como era la más alta de la zona, decidieron llegar hasta allí para ver mejor hacia el horizonte.

Caminar en esa arena era muy difícil. Ya lo habían experimentado antes, en la otra recorrida que hicieran. Por más cuidado que ponían al pisar la oscura superficie, los pies se hundían y desaparecían hasta cerca de la rodilla, y costaba mucho volverlos a sacar para dar otro paso. Subir una duna era peor, pues la arena periódicamente se deslizaba hacia abajo y, si bien no llegaban a caerse, perdían mucho terreno. Finalmente llegaron, al cabo de una hora, trepando con lentitud y en cuatro patas, a la cumbre. El paisaje, visto desde allí arriba, no cambiaba mucho, salvo que podían ver más arena y más lejos que desde abajo, a la altura del techo de la casa. ¿Taparía la casa una nueva duna? ¿Cuánto duraría todo eso? "Ya ni montañas quedan" dijo el hombre. Y luego añadió:

— ¿Te acuerdas por dónde iba el camino? Tendremos que irnos hoy o mañana, en cuanto podamos.

La mujer guardó silencio un rato. Irse por allí, seguir el camino, significaba recorrer, en línea recta, unos cincuenta kilómetros hasta el pueblo, al que nunca habían ido. Sabía, de oírselo a él, que estaba para ese lado, pero nunca había siquiera mencionado la posibilidad de ir.

— ¿Y las tormentas?

—Es la única oportunidad contestó tajante el hombre. Tendremos que ir por ese lado... Además, la tormenta está del otro lado de las montañas, no para acá. Alguien en el pueblo nos va a ayudar.

— ¿Y el fuego?

—No sé, carajo, no sé. Pero no podemos quedarnos. Nos estamos enterrando vivos.

La mujer no contestó pero hizo un gesto afirmativo. Después de todo daba lo mismo morir de hambre allí (o enterrados) —Nunca supe porqué el sol no podía cruzar las montañas.

El hombre se sorprendió al escucharla. Dijo:

—Cierto. Yo tampoco.

Estaba molesto por alguna cosa, turbado, pensativo. Se quedó callado hasta que la mujer nuevamente rompió el silencio, ¿por qué no llegaste con el tractor?

Evité la mirada de ella pero tuve que responderle.

—Porque se paró el motor.

— ¿Se acabó el combustible?

—No sé. Pero no creo, hace poco que lo llene.

Había estado pensando desde que se detuviera el tractor, cuando comenzó el calor. ¿Sería ese el final de todo? Vagamente recordaba cómo había recogido un día todo lo que había podido en el almacén del pueblo y se había marchado al campo, al otro lado del río. A ella la había encontrado cuando ya abandonaba el pueblo, a toda marcha, y apenas había pensado en la posibilidad de formar pareja, pese a que hacía unos meses que la frecuentaba y tuvo que tomar la decisión, un poco impulsado por el miedo a la soledad del campo, de subirla en ese momento. Fue un rapto con suerte. Nunca me arrepentí de haberlo hecho, qué diablos, me hubiese muerto aquí si no estaba ella.

La mujer dijo algo.

— ¿Cómo?

—Que allá me parece que vuelve.

—Aja. Mejor bajamos.

Bajaron la duna a la carrera, cayendo y siendo arrastrados por la misma arena que se deslizaba en grandes masas. En el poniente se divisaba una mancha naranja que se movía imperceptiblemente, avanzando sobre el desierto hacia donde ellos estaban. Corrieron luego hasta la casa, entraron por la ventana y dejaron nuevamente la chapa del lavadero para protegerla. No habían pasado diez minutos cuando llegaron las primeras ráfagas azules, fuertes y desparejas, con algunos retazos de papel aún flotando en ellas. Pronto oscureció.

Se quedaron allí quietos, mirando sin ver por la ventana, escuchando el zumbido persistente del aire sobre el desierto. ¿Qué otra cosa podían hacer? La vida en los últimos días se había transformado en una desgastante y monótona espera de algo que, sin embargo, parecía no llegar nunca. No podían oponerse al viento huracanado que soplaba desde el oeste, en ráfagas, oscuras, cada vez más fuertes. No podían salir de la casa, también lo sabían, no podían quedarse allí encerrados, enterrados en vida, pues tampoco tenían la comida ni el agua suficientes como para un largo tiempo. Hasta ese momento yo había querido hacer oídos sordos cuando ella habló de la comida que quedaba, pero no pude evitar escucharla y, consciente o inconscientemente, me había topado de pronto con esa realidad incuestionable. Contando ese día, sólo nos restaba comida para dos jornadas más. Distribuyéndola mejor podíamos llegar hasta cuatro días, podríamos pasar sin comer otros tres o cuatro pero, ¿y después? Qué pasaría dentro de diez días, de doce, de un mes. No había forma de escapar, internamente lo sabía, pero también sabía que no podía darme por vencido. Tenía que intentar algo, cualquier cosa, pero tenía que hacer algo.

—Nos vamos a ir le dije.

— ¿Al pueblo?...

—A donde sea. A cualquier parte, pero nos tenemos que ir. Mira la ventana.

La mujer se acercó, poniéndose a la par del hombre. A pesar de la chapa la arena se colaba por los costados y caía, subiendo lentamente sobre el vidrio, sobre la madera de los marcos, cubriendo poco a poco la ventana. ¿Cuánto más podría faltar para que la cubriera totalmente?

— ¿Y el SOLFUEGO? ¿No piensas en el? ¡Nos vamos a morir! ¡Allá afuera nos vamos a morir! la mujer comenzó a llorar entrecortadamente. "Nos vamos a morir, nos vamos a morir" repetía.

El hombre se apartó un poco de la ventana, intentó abrazarla, sostenerla, pero la mujer se escabullo. El sólo atinó a decirle, por sobre el fragor de la bola de fuego roja, que de cualquier manera se iban a morir y que la única esperanza era llegar hasta el pueblo.

— ¡El pueblo! ¡Nos estamos tapando, carajo!— le gritó, dándose aliento él mismo para salir y enfrentarse con el SOLFUEGO.

La arena volaba y se le metía en lo ojos, cegándolo, por lo que pensó en regresar al tractor y aguardar allí a que escampara el temporal. Pero el tractor se había perdido. Era imposible hallarlo y comenzó a caminar hacia la casa.

La última vez que la había visto estaba a unos quinientos metros en línea recta, hacia el sureste, y trató de ubicarse mentalmente en esa dirección. Dos o tres veces me caí, recordaría luego con ella, pero me levanté y seguí caminando como podía. Si me quedaba allí a esta hora ya habría muerto. Nunca supo cuánto estuvo caminando, pero comenzó a creer en Dios cuando sintió que chocaba con algo duro y que ese algo no era una rama. Tanteando las tablas de la cerca encontró la puertita abierta y sintió el perfume a jabón de lavar la ropa, el llanto, el por fin, mi Dios, por fin llegaste a casa, de su mujer.

Ya adentro se abrazaron mutuamente para no caerse pues las piernas les temblaban. La besé una y otra vez y decía para mis adentros que no me suelte, por favor, que me siga sosteniendo. Esa noche, después de la cena, harían el amor y se dormirían luego acompañados por el nuevo sonido en el campo, el rugido del poniente que se volaba los campos.

"Si al menos fuese como antes" pensó”, cuando el calor venía a la siesta y se iba luego al anochecer".

En esa época no había grandes problemas. Tanto la mujer como el hombre se habían acostumbrado a la brisa cálida, a las ráfagas cortantes de la siesta, como una parte más de sus vidas. Era un ingrediente diario que necesitaban casi tanto como comer o dormir, al que habían aprendido a respetar como algo natural. Pensando en eso es que habían revestido las aberturas de la casa, especialmente las ventanas, y la cabina del tractor, con una solución hermética, o casi hermética, para poder trabajar con tranquilidad durante las horas de sol. Pero esto de ahora los estaba matando lentamente, ráfaga tras ráfaga, cada vez más oscuro, día tras día. Antes el calor nunca había sido rojo sangre como éste de ahora. Era, también, un calor de colores, pero de colores que ellos conocían por verlos todos los días en el campo: el ocre de la tierra removida de los surcos, el blanquecino del polvo del camino, el verde de los pastos y los árboles. Hasta que llegó ese SOLFUEGO el rojo había sido sólo una referencia vaga en esa línea dentada del horizonte, al oeste, donde terminaba el mundo. Más allá de esas montañas no poda existir nada, no podía vivir nada después del Gran Fuego. Y de eso hacía ya tanto tiempo que ni sus padres se acordaban bien cuando se lo contaron, cuidando de que lo entendiera, en las noches de invierno junto al fuego. Nadie sabía qué había ocurrido allá lejos, del otro lado de las Montañas Azules, pero ellos habían alcanzado a escuchar que nadie había podido cruzarlas para relatar lo visto o no visto de aquellas tierras extrañas. Y ahora el sol venía de allá. Ellos habían crecido con la constante del calor de la siesta. Nunca antes había llegado el fuego desde el poniente. Eso no estaba bien. Y el color naranja que tenía era seguramente a raíz de su paso vertiginoso por la zona de montañas. Llegaba a ellos proveniente del otro lado del mundo, en donde siempre había existido la muerte. ¿Qué podía traerles de bueno esa bola de fuego? ¿Acaso otro Gran Fuego? Él me dice que tenemos que irnos de aquí, que hay que dejar la casa, que hay que ir al pueblo, hacia el este. Pero, ¿y el aire? Yo se que el calor había invadido todo, que no había podido cruzar el río y las montañas, que sólo quedaba pura este campo. Él me dice que alguien en el pueblo nos puede ayudar. Pero, si es así, si aún vive alguien del otro lado, ¿por qué nunca se acercó a la casa? ¿Por qué hemos vivido solos durante tanto tiempo? Desde que habían muerto los padres y los abuelos, en la época en que las otras familias se habían separado para ir más al sur, ellos habían vivido allí solos en la casa, cultivando la tierra, soportando el calor cuando llegaba a la siesta. Pero nunca, en todo ese tiempo, alguien había llegado por el camino ni por el campo. ¿Por qué pensar entonces que podía haber alguien vivo más al este? Seguramente todos han muerto del calor hace ya mucho, tal vez en a misma época en que los padres les relataron las historias de la Gran Fuego del oeste, cuando todos se murieron en el poniente y sólo quedaron algunas cosas caminando, que no eran ni hombres ni animales. Y ahora viene SOLFUEGO. ¿Qué puede traer salvo la desgracia? ¿Se dará cuenta él de esto, de que nadie puede estar vivo ni hacia el poniente ni del otro lado de las montañas? Él solo mira por la ventana como buscando una respuesta allá afuera, pero afuera no hay nada, sólo el SOLFUEGO caliente. Y la comida no nos alcanza para mucho más. El agua tampoco. ¿Por qué será que pienso todas estas cosas? ¿Por qué justo ahora? ¿Será por el calor? ¿Y qué otra cosa puedo hacer sino pensar? Es lo único que me queda ahora. ¿Cuánto más podrá hacerlo? ¿Cuánto más faltará para que comprenda que estamos solos y destinados a morir? Yo mismo se que en el pueblo no hay nadie con vida. Lo se desde que vine en el tractor aquel día, cuando llegó la gran calor. Ella no se acuerda porque estaba atontada, enferma, con un Soc. Por eso, porque no se acuerda es que hoy le dije de irnos para el pueblo. Es la única esperanza que nos queda, creo que le dije. Mentira. Ya no nos queda ni la esperanza. Hasta la tierra que pisamos ha cambiado tonel calor. Ya no hay nada nuestro aquí. Ni la habitación de la casa, que cada vez es más naranja. Pero le dije lo del pueblo para que no se me venga abajo. Ahora no, por Dios. Tiene que creer en algo, tiene que tener fe en algo para poder salir de acá. ¿Pensará ella en esto? ¿Cuánto tiempo más podrá hacerlo? Y ahora llega el sol del oeste. No puede venir nada bueno de allá después de la Gran Fuego. Contaban que nadie se había salvado, que sólo quedaban algunas cosas sin nombre, que se movían un poco, que se arrastraban, que no eran ni hombres ni animales. ¿Habrá sido eso lo que vi por la ventana? ¿Habrán sido sus ojos?... ¿Habrán llegado con la arena del desierto?

Poco a poco el aire ardiente fue declinando nuevamente hasta que sólo fue una brisa. La luz neblinosa del sol apareció entre las nubes y el aire espeso. Con la llegada de la luz el hombre pudo ver que la ventana estaba cubierta hasta la mitad de su altura. "Otra vez que sople y nos tapa" le dijo a su mujer, un tanto fuerte ahora que el silencio había retornado. La mujer asintió con la cabeza "Sí" dijo después, al rato. Él se acercó a la cama, la miró, le dijo que tendrían que aprovechar la calma. Ella dejó de pelar las papas, levantó la vista, lo vio de pronto como nunca antes lo había visto, murmuró "sí, pero antes, yo...", y él entonces se acercó más, dos lágrimas comenzaron a caerle cuando el hombre lo hizo, cuando se ayudaron mutuamente a desprenderse de la poca ropa que aún tenían, cuando se miraron un instante los Lentamente el hombre se levantó. La mujer quiso retenerlo aún un poco más sobre sí pero finalmente cedió. La vela aún estaba encendida y desfiguraba un poco los rasgos macilentos de la pareja. El hombre buscó una botella, un bolso.

— ¿Ahora?— dijo ella en voz baja.

—Sí, ahora. Hay que apurarse.

Ella se acercó y le acarició el pelo de paja, renegrido y duro, rebelde, la espalda con la arena seca. Luego juntó un pedazo de pan, otra botella de agua, fue a ponerlo en el bolso y entonces se quedó quieta, mirándolo. Él hizo una sonrisa corta, muy pequeña, y dijo rápido, bromeando, turbado por esa mirada, que ahora iba a ser más fácil cruzar el río porque ya no había río. La mujer no contestó. Mantuvo la mirada en sus ojos el tiempo necesario, el tiempo suficiente para que él comprendiese. Él dejó de meter cosas en el bolso. De pronto, en esa mirada cómplice del silencio, me di cuenta de que ella sabía, carajo, que ella sabía que todo no era más que una mentira, un burdo engaño, una vana esperanza pero que al mismo tiempo no me recriminaba nada, por el contrario, me apoyaba, se sumaba a esa fantasmagoría del pueblo con su fe, acaso fortalecida por ese puro y salvaje acto de amor que acabábamos de vivir. Entonces comprendí también que sería estúpido llevar cosas con nosotros. El dejó el bolso en el suelo y la condujo hacia la ventana.

— ¿Hacia el pueblo?— preguntó ella cuando salía.

Él no contestó hasta que estuvo junto a su mujer afuera, sobre el desierto de arena, tranquilo, apaciguado a la espera de otra incursión del SOLFUEGO. Luego de recorrerlo con la mirada dije:

—Sí.

El hombre volvió a colocar la chapa sobre la ventana, acaso estúpidamente, acaso inútilmente, pero con toda seguridad con una fe y una esperanza que nunca antes había sentido. Se orientó en la luz mortecina el sol y comenzó a caminar hacia el este. Se sentía bien, seguro. Las siluetas de ambos, desnudas y crepitantes, eran lo único animado en ese desierto devastado y sin límites. Las Montañas Azules habían desaparecido. El río también. Con una última mirada de despedida me pregunté de qué color vendría ahora el aire.

©Carmen María Camacho Adarve

 

La primera cruzó el cielo

La primera cruzó el cielo


... a eso de las once y media de la noche, en su viaje de ningún lado a otro, y estoy segura de que el mar se agitó un poco.

La segunda pasó media hora después, y a la medianoche el cielo se cubrió de nubes largas y lentas, el mar se volvió a agitar y yo pensé en irme a dormir porque me dolía el alma.

Fue mi encuentro con las Leónidas, un grupo de asteroides que cada treinta y tres años llena el cielo de la Tierra con sus luces, algo semejante a las Perseidas de agosto.

Esa noche, decían los astrólogos, el cielo sera perfecto (como si nunca lo fuera) y uno se podría llenar los ojos de estrellas fugaces, literalmente, porque se esperaban miles de ellas por hora.

Hay quienes nunca han visto una estrella fugaz, o un cometa o un eclipse, y sólo conocen el día y la noche de nuestro propio paso por el universo...

Con esas y otras reflexiones, dejé mi lecho, quemaba en la noche de verano y empapada en sudor, puse en la bolsa el rompevientos, una toalla enorme, una linterna con cuatro tipos de luz, la cámara, un rollo de papel higiénico y lo que quedaba de una botellita de rioja que se añejó semanas en un cajón de la cocina, y me fui a la playa.

De noche, para ir al mar hay que cruzar un sendero de rocas pisando la hojarasca y adivinando por el ruido si son iguanas o lagartijas lo que corre de ningún lado a otro en lo oscuro.

Llegue a la playa fingiendo que no tenia interés en mirar hacia arriba, extendí la toalla en la rampa de la caseta del salvavidas y me eche boca arriba, ahora sí, a ver qué pasa en el cielo.

Una noche sin sueño de mi infancia, en el cortijo contamos dos docenas de estrellas fugaces, y alguien dijo que ver las estrellas bien puede ser el único vínculo que nos queda con el primer hombre, que conoció el asombro antes que la palabra, pero esa vez habíamos sacado un mantel de hule al campo y los mayores bebían cerveza.

En la playa, la madera de la rampa estaba húmeda y tibia. Esta noche hay luces que se mueven en el cielo, pero son aviones hacia un destino preciso, geográfico o de otro.

Luces que se viajan en el horizonte, como si alguien tratara de trazar la frontera entre el mar y el cielo. Estrellas fijas, si se permite el adjetivo, y una luna expendida. Le di un traguito al rioja y pensé: “A ver si las estrellas hacen que se me cumpla algún deseo aqui…".

El espacio es un lugar donde no hay aquí: en el espacio todo es allá, un lugar en el que por definición no estamos y en el que puede estar todo lo demás, aun cosas que todavía no se le ocurren a nadie.

Pero aquí, es la playa de monsul, un lugar tranquilo y callado, de día o de noche. Más de noche, porque las señoras que toman el sol y los señores que ya no tienen prisa no salen a la playa a estas horas de la noche. Pues ahí estaba yo, tendida en una toalla azul cobalto, viendo al cielo.

No sé cuánto tiempo estuve esperando que pasaran las estrellas. Según el reloj fueron dos horas o un poco más. En ese tiempo pensé en un señora de Sevilla que me reclama lo que escribo (como suyo) no hace mucho, y deseé que la llevaran y pasaran por donde ella y sus amigos me habían llevado.

Bebí el que quedaba y miré con más cuidado las estrellas. Pensé en esa mujer que utiliza mi nombre y en ninguna. Pensé en la mujer pelirroja que aguarda en el destino robar todos mis versos, mis letras, y mis cuentos. Pensé en quienes a esa hora no miraban ni el mar ni el cielo. Pero ni así pasaban las estrellas.

Me dolía el alma. Y por eso me fui, sombra en las sombras, de regreso al sendero de rocas cuya fauna hace ruidos en la noche, y a los aromas del jardín, y a la fuente del pequeño lago iluminado y al aire refrigerado de mi casa.

Me conformaré con pensar que pude haberlas visto. Tal vez imaginar mil estrellas fugaces por hora será mejor que verlas. No sé. Sé que estaré pendiente si puedo, y que iré a donde sea para mirarlas cuando vuelvan. Y seguro que esa vez se me cumplirá algún deseo. Cuando las Leónidas vuelvan tendré más de setenta y tres años.

Esa fue mi cita con las estrellas.

©Carmen María Camacho Adarve

Un sol parado en la orilla del mar

Un sol parado en la orilla del mar      

 En la mañana busqué la sombra abajo en unas rocas, y me quedé esperándote, ¿dónde andabas?

  

Como si los recuerdos se me hubieran hecho de colores, me respondieron:

 

—Levantando la orillita del mar.

 

Un sol parado   ponía brillos al mar y corría por la playa.  El rojo era un ascua que atizaban las olas.

 

—Si así fuera -les dije- ya me habríais enrollado un pedazo para encontrar barcos hundidos en vez de bucear.

 

— ¿no veis que me te tiene presa el sueño?

 

Una cosa es verdad –continué-

 

 A La mar la persiguen los pájaros.

 

 Así la veo acercarse, con una turba de gaviotas prendidas en el vestido azul de las olas y, las aves se alzan pro el como la arena para volver a caer en el agua...   en ese momento tomó mi mano el mar, abrió la suya y con una sonrisa:  "ten, te los regalo", me dijo.

 

De botones de coral, chapas de refresco y caracolas, tengo mil frascos, yo los tomé haciéndole ver mi sorpresa.

 

-Tienes de arena el iris y brillos de canica en las pupilas cuando lloras.

 

Me dice el mar , lo repite el mar,  como si me quisiera embrujar y yo corro y corro y viene detrás de mí, persiguiéndome hasta que me tumba para hacerme cosquillas y yo me revuelco de risa y me  escapo y se enfada porque después regreso muy seria y le levanto la orilla y lo descubro lleno de miradas por dentro, dueño de todos esos ejércitos de peces que lo alimentan como a un rey amplio y caprichoso, amarrado a sus riquezas, robándole las almas a esos inocentes que se metieron a pescar en su silencio de pescadores  y que se asoman desde su propio espanto para decirme:

 

  tú que andas siempre como colgada del brazo del mar , pídele por nosotros, nuestra voz es un viento que sopla donde nadie oye, no podemos ni siquiera solearnos el nombre en la cruz de algún panteón.  Pídele por nosotros.

 

  Yo me quedo muy triste escuchándolos y luego voy y les hago dibujos en la arena con las cosas de la tierra y se los doy al mar para que de arrepentimiento se los lleve y no se sientan tan solos.

 

 Ellos me lo agradecen y me arrojan lo poco que tienen, botones, chapas, caracolas y yo se los guardo y le encanta porque me llena frascos y más frascos como si fueran tesoros, pero mejor no digo nada porque me acordé que yo colecciono secretos.  Y me perdí en sus aguas

  

Los oigo desde lejos y aunque no quiera se me llena de incongruencias el corazón.  Ese día al amanecer, decidí que ya era tiempo de marcharme.

 

A los que escuchan al mar se les prenden los ojos como esas lámparas que andan por los callejones temblando para no tropezarse con la oscuridad, pero a mi no me da miedo; a mí, el alma se me sale del cuerpo, así tan liviana, que le cuesta trabajo volver porque se la lleva la brisa como invitándola a contemplar el mar desde las estrellas pero yo le digo que no, que mejor.

 

  -¡vuelve alma mía¡-   para seguir escuchando al  mar que aunque está viejo le sobran  las magias para pasearse por los infiernos como si llevara la cuenta de las almas.

 

 Me ha contando el mar que su secreto es ponerse esa capa invisible que le regaló un Santo que lo visita mucho y que lo protege de la maldad.  Aunque no cree en los encantos y por eso se queda como temblando por dentro, y yo oigo como dan vueltas y vueltas las olas de un lado para otro y a el lo oigo discutir con esos sueños que se visten de susto para picarlo. 

 

-¡Tenemos que cuidarlo mucho y entonces¡...Si, si,  Sí.

  

 Y entonces se me ocurrió buscar un tabla y sobre ella pinte figuras de colores y también un mar chiquito igualito que él, para que adonde quiera que vaya nunca se pueda ir.

 

 Escuchaba el ruido de las olas Y recordé a mis padre, a mi hermana que se fue tras de mí jugando a pisarme la sombra con una felicidad extraña, hasta que la vi perderse entre la gente con la cartera al hombro.

 

 Caminé y caminé viendo como se repetía una y otra vez la misma escena, el mismo pedazo de tierra donde me detenía para sólo divisar mi casa y luego el mar y otra vez mi casa.

 

  La luna era un arañazo de luz en la distancia cuando me dejé caer vencida por el sueño era tan pequeña.

 

-¡Esta niña otra vez se le hizo de noche en la playa¡.  Dios mío que vamos a hacer con ella.

 Me encontraron a la mañana en el corral junto al escándalo de las gallinas.

  

-¿Escuchas el mar madre?  Viene por nosotros.

 

 ¿Lo escuchas? como si se abriera la tierra, tragándose los cerros, la lluvia anunciando con tambores y trompetas el fin de todo.

 

 En guerra el agua con el agua, el trueno con el trueno.

 

 ¡Sálvame madre, te lo ruego¡

 

  El sueño se repite.

 

 No quiero dormir, pero los ojos se me hacen de hierro y se me caen hasta el fondo de un abismo hasta que despierto, para oír otra vez los pasos de mi madre, ¡Esta cría esta mal¡... las voces de mis hermanos y mi padre que hablan y hablan, como si sembraran en el aire las palabras y les naciera el mundo del que no se quieren ir.

 

  A mi lado está siempre mar, con perfume de silencios que huele a secretos, consolándome con esa dulzura que se le sale ¡y corre¡  a espantar a la muerte que se  acerca lenta, muy lenta, como si me anduviera midiendo el alma.

 

 De todas maneras va a encontrarse con que la estamos esperando.

 

 Y me fui siguiendo al mar.  Y el agua me llevo al lugar donde encuentra sus tesoros. 

 

Croníca del desayuno

Croníca del desayuno  

"Buenos días", saludó la locura.

 

"Buenos días", contestó mi abuela.

 

"¿Cómo se encuentran esta mañana?  ¿Llenos de energía?" continuó la locura, ajena al extraño atuendo que mi abuela presentaba.

 

"Yo, ya, hija, a mis años, pues bastante bien me encuentro gracias a Dios".

 

"Hoy vamos a comenzar con una tanda de ejercicios ligeros, para ir entrando en calor.  Así que todos a sus puestos y...uno... y dos... y tres... y cuatro..."

 Siempre me había encantado el olor a pan tostado, Especialmente en la cocina, al desayuno.  Y el de la leche

Caliente.

  Fue la abuela quien apagó el pitido del despertador, Mientras yo estiraba el brazo buscándolo a tientas

Sobre la mesita de noche.

 

M e   gustaba dormir destapada entera, aunque también, pasaba mucho calor a veces...

 

— ¿quieres mas leche?

 Al escuchar nuevamente su voz calida regresó al mundo De los despiertos.  Su cuerpo funcionaba en cámara lenta, por suerte, porque mientras divagaba, se había ido agachando hacia a la mesa y estaba a punto de meter la nariz en la taza.   

Mi abuela, concentró de nuevo su atención en el plato del desayuno, con el vaso de leche caliente y la naranja partida por la mitad, tratando de recordar cuál debía comer antes.  Por fin, con aire satisfecho y resuelto, resolvió comenzar por las medias naranjas y me aleccionó con aplomo:  “¡Encima de la leche, nada eche!"

 

Yo, mientras tanto, iba dejando caer en mi tazón de leche trocitos de pan tostado, para que se fueran ablandando, mientras repasaba una lección de historia antigua que debía aprender de memoria.

 — ¿Estás segura que todavía tienes ganas de ir?  Si quieres terminamos el desayuno juntas y después te vuelves a acostar.  

Unas gafas de sol

Unas gafas de sol

Unas gafas de sol para agosto

 

  

  Volví a mirar la calle, a izquierda y derecha, y por tercera vez estaba desierta.  Menos un viento fuerte y seco que quema y nadie más afuera, bajo el sol abrasador del verano.

"Me volvió a engañar otra vez" me dije para mi interior irritado, "el verano llegó temprano nuevamente y es cada vez mas largo".

 

Reuní un poco de coraje a paso largo para cruzar la calle adoquinada, al sol de oro que, desde arriba, parecía fundir en una amalgama gigantesca la vida.

 

Pequeñas nubes de polvo entraron por los ojos, la boca y mis ropas abiertas, con los ojos entornados llego hasta la acera opuesta y me oculto de un sol de justicia en la sombra del saliente de una casa.

 

"Este verano no me quedaré sin unas" me digo entre dientes, mientras el polvo busca alguna hendidura para colarse.

Me refiero a las gafas de sol con cristales oscuros, "especiales para el sol de el sur", como decía el tendero, Juan de la cruz.

 

Era el tendero un viejo flaco, que tenía una pequeña tienda en una callejuela que da al centro.  Se decía que era medio brujo, lo cual no significaba la pérdida de la clientela; siempre había algún comprador.

 

En la tienda se podían encontrar los más diversos objetos, desde jarrones de porcelana esmaltados hasta lápices y papel de carta, mezclados todos junto a algunas cosas para el hogar, como muebles pequeños,  mesillas, sillas, lámparas...  Y las lentes de crista les oscuros también.

 

 Aprieto el paso hasta llegar a la bocacalle desierta.  Respiro aliviado el aire de fuego que flota, pesadamente, imperturbable.

 

Nadie me ha visto aún.  Mejor así.

Anta, mi novia desde hace tres años, se llevara una sorpresa cuando me vea, con las gafas de sol de cristales oscuros bien pegados a la cara y una sonrisa burlona al polvo impalpable que penetra en los ojos de los demás.  La alegría que me produjo este pensamiento me hizo esbozar una sonrisa, que se apagó prontamente ante la oleada de polvo quemante que penetró en mi boca.

 

 Cuando llegué a lo de Juan de la Cruz era una caricatura de lo que fui momentos antes al salir de casa:  completamente empapado en sudor, lleno de tierra, de las obras, de la zanja,  el pelo desordenado en mechones abultados, mojados, caen por mi frente; ahora soy una figura cansada.

 

Golpeo suavemente el cristal de la puerta y esperó.  En seguida aparece Juan de la Cruz, cojeando como de costumbre por esa vieja herida de la guerra que le había acortado un poco su pierna izquierda.  Su cara aceitunada no se inmutó al ver a su posible cliente.  Abrió la puerta, que chilló sobre sus goznes resecos, me invitó a pasar.

 

Al entrar uno se encontraba sumergido en un mundo totalmente distinto, extraño, acechado desde los frascos de farmacia, llenos de líquidos viscosos, misteriosos.

No había en la pequeña habitación el más mínimo orden.  Podían verse mezclados los objetos más dispares.  Cualquier cliente se podría pasar horas y horas buscando lo que deseaba, pero era gracias a Juan de la Cruz que el trámite se hacía rápidamente:  él sabía en forma precisa dónde se encontraban los objetos requeridos.  Como en ese momento, antes de que yo abriera la boca, él desordenaba unos libros y traía una caja pequeña, rectangular, donde se encontraban las gafas de sol.

 

Una sonrisa de suficiencia le marcaba la cara angulosa al viejo.  Me sorprendí un poco, pero se me olvidó ante la vista del preciado objeto, que se encontraba en el fondo de la caja sobre un trozo suave de felpa azul.

 

—Pertenecían a un ciego— murmuró entre dientes el tendero huesudo.  Es lo mejor que hay para el sol.

 

—Son muy buenas le digo, sin apartar los ojos de el armazón de carey, del pulido cristal negro, de ese hálito de misterio que rodeaba a la caja de madera.  Y agregó:  Me las llevo.

 

- No sé...— murmura el tendero, que detrás de sus ojos vivos parece sopesar la situación de vender lo que según él era una reliquia para coleccionar y no para ser usadas.  Un poco angustiado, pongo sobre las manos del viejo un montón de billetes descoloridos y pregunto, con un dejo de esperanza:

— ¿Es bastante?

 

—Creo que sí...  Pero no sé si usted es el hombre indicado para usarlos.

 

Pero yo, que sólo había escuchado la respuesta afirmativa, estaba ya cerrando la puerta con una sonrisa y las gafas en la mano.

 

La luminosidad del exterior me indujo a probar las gafas de sol, y me las pongo como había imaginado:  muy cerca de la cara, de manera que el sol no pudiese llegar a los ojos.

 

La impresión que me produjo el cambio me hizo detener la marcha bruscamente y apoyarme en la pared de una casa.

Paulatinamente comenzó a ver los objetos comunes que momentos antes habían brillado bajo los efectos del sol como cosas apagadas, olvidadas, casi carentes de sentido.

 

Continuo caminando lentamente, con el entrecejo fruncido, mientras pienso qué era lo que me estaba ocurriendo.

 

Un grupo de niños se acercaba por la calle, corriendo y jugando entre ellos.  Casi no puedo verlos, tal el poder de los cristales negros.  El sol no llega hasta las pupilas dilatadas.

 

Los niños me miran un instante, y uno de ellos hasta tuvo el   tiempo de ayudarme a cruzar la calle.

 

 Continuó mi camino casi de memoria, porque sólo distingo algunas líneas vagas en esa semioscuridad que me rodea misteriosa, tangible, angustiante.

 

"Al menos el sol y el polvo no molestan ahora", pienso satisfecho.  Hasta casi podría decirse que ya no siento el calor, que mi cuerpo no suda, que mi cabello revuelto se ha aquietado, que la luz ya no existe.

 

Quiero durante un momento quitarme las lentes y llegar de esta manera más rápido a casa, pero un impulso insospechado, desconocido hasta ese momento, me hace desistir de la idea.

 

Mis pasos se hacen penosos en medio de la oscuridad creciente.  Otras personas se prestan para ayudarme, pero yo las alejo con firmeza, diciendo con voz fuerte que no necesito nada.  No me pueden reconocer detrás de los cristales negros.

 

Sin embargo, el sol declina ya su rumbo yo veo cada vez menos, y ya ni me acuerdo dónde queda mi casa.

Asustado quiero quitarme las gafas y noto con asombro que no puedo, que los brazos no responden a mi petición.  Sacudo entonces fuertemente la cabeza, pero los cristales están adheridos a los ojos, como me los había puesto horas antes.  ¿Habían pasado ya varias horas desde la compra?  Los cristales permanecen inmóviles.

 

Miro mis manos, que han desobedecido, y a pesar de la oscuridad reinante alcanzo a distinguir que estoy encadenado a un perro con la mano izquierda, y que la derecha se aferra fuertemente, con miedo y con angustia, a un bastón blanco.

 

 Me demoro mucho antes de llegar a casa, pero como ya es de noche no puedo reconocerla, y desde entonces camino a paso lento, incansable, buscando el sol.

  

    

  

  

    

De Nariz Evidente

De Nariz Evidente

 DE NARIZ EVIDENTE Y TORPEZA COHERENTE

   

 (Discusión sobre lo que es leyenda y lo que es memoria Histórica).

 

No sé mucho de eso, pero imagino que son pilas enteras de libros sobre el tema, estudios de postgrado, coloquios, mesas redondas, debates.  Incluso, no estoy seguro, tal vez de eso se discuta en alguna clase de esas que se imparten en ésta o en otras universidades privadas con carreras de las llamadas "de humanidades".

 

Y ya que estamos en esto de la humanidad y sus sinrazones, me pregunto si en las carreras de humanidades se da la materia de dignidades y honestidad, si es que hay quien la imparta y quien la apruebe.

 

 O tal vez esa materia se imparte y se aprueba en colectivo, en muchas partes, no sólo en un aula.

 

Y me pregunto también si la dignidad no va de la mano de la indignación y deshonestidad, ese sentimiento difícil de anclar en una definición pero que tiene que ver con esa rabia que se siente en las tripas frente a una injusticia.

 

Tal vez es esta capacidad de indignación y deshonestidad... una de las características del ser humano.

 

 Una carrera de "humanidades" debiera tener las materias de dignidad y de indignación, honestidad y deshonestidad.

 

Es más, uno no podría graduarse de ser humano si no aprobara estas materias.

 

Ustedes disculpen si estoy un poco, o un mucho, desviado del tema.

 

No es sólo porque de por sí no me dieron material ni tema, sino que sólo me dijeron; escribe del asunto y luego pensamos que hacer con tu proyecto.  Así me dijeron.  Yo me quedé pensando.  ¿Será que me van a escuchar?, me pregunté.  Y me contesté.  Creo que sí.

 

Como no me dieron tema, pienso que podría hablar sobre qué es Los Otros, qué lo definen, qué lo pinten y le den forma.

 

O, por ejemplo, explicar por qué estoy en la Ciudad

Y no se crean, yo no muy sé de la Ciudad pero parece que está un poco retirado de donde están los bulevares y la plaza de la Magdalena.  Entonces pensé que pues habrá que alzar la voz para que llegue tan lejos.

 

Y en eso estoy, o sea pensando en las voces y las distancias, cuando escucho una voz abajo a mi izquierda que dice:

 

- De eso se trata, de alzar la voz -.

 

Yo sentí un escalofrío recorriendo mi espalda y me dije "esa vocecita, esa vocecita".

 

Y entonces llevé instintivamente mi mano al bolsillo izquierdo de mi pantalón porque ahí guardo el tabaco y por aquello del no te crezcas y paciencia.

 

¿En qué me quedé?  Ah sí, en que no me dieron tema para esta plática.

 

Es más, ahora que me acuerdo, quiero hacer una denuncia.  Porque resulta que en la Asamblea de Los Otros   me pasaron una notilla que decía:

 

"sup.:  avisa si vas a ir para las ponencias del día 3 de agosto.  Si vas a ir, entonces te invitamos.  Y si no vas a ir, pues no te invitamos".

 

No sé qué piensen ustedes, pero me parece que quien redactó ese mensaje bien podría estar asesorando a cualquiera de los insignes candidatos a la presidencia de este País.

 

Bueno, el caso es que no me dieron tema sobre el cual hablar y yo me quedé preocupado porque qué tal que están pensando que voy a cantar una de esas coplas que luego el tal...  le pone música y la canta el tal Joaquín Sabina, y a ellos los siguen las muchachas y a mí me siguen los policías (cambiaron los tempos).  No hay derecho.

 

Entonces en eso estoy, o sea contando cuántos policías andan tras de mí (seguramente para pedirme un autógrafo), cuando escucho otra vez esa vocecita que ahora dice:

 

- chsiit, csiiit -.

 

Yo primero pensé que era la voz de mi conciencia, y como a ésa de por sí no le hago caso, me dije:

 

- No te angusties.  Él se quedó en la selva, apoyando a los de la Comisión Intergaláctica.  Así que debe ser tu imaginación.  Es prácticamente imposible que hasta aquí haya llegado...

 

- Yo, el eterno perdedor en las elecciones del corazón, el amor imposible, el suspiro inconfesado de... de... bueno, dejo el espacio en blanco para que,   ponga su nombre y su corazón en los míos prendidos.  Heme aquí, yo soy...

Digo con evidente desazón

Al decir esto último, él hace unos pasos de baile mientras entona la versión -libertaria- tunera y -Chun-chún de "La Suegra", cuya versión en spanich ocupaba el primer lugar en el TOP de "Radio Insurgente.  La Voz, voz de los sin voz.  Transmitiendo desde las montañas del Sur.

 

Yo aplaudo discretamente y pregunto- cuestiono- reclamo:

 

- Sí, pero vine para hablar con la Comisión Civil Internacional de Observación de Derechos Humanos, que vino a constatar la animalidad exhibida por los gobiernos del mundo en esta Cumbre de la Aldea Global.  Y, bueno, ya que andaba por aquí, me pregunté "¿En qué enredos se habrá metido ahora aquel de la nariz evidente y la torpeza recurrente, aquel a quien honor le hice al nombrarlo mi escudero?”  Y me dije que debía constatarlo personalmente y, como dije antes, heme aquí -.

 

- Hombre, no te hubieras molestado.  Te hubiera mandado un correo electrónico -, le digo mientras oculto tabaco.

 

- Nada, no ocultes el regocijo que te provoca mi presencia.  Y nada de caravanas, basta con que me des un poco de tabaco -.  No espera mi respuesta, toma el tabaco y recarga   su pipa y una mochilita que, entonces me doy cuenta, lleva a su espalda.

 

- ¿Vas llegando o te estás yendo?  -, pregunto entre la desazón y la esperanza.

 

- Llegando-, dice él tirando el tabaco y mi ilusión al suelo.

 

- Hablando de mitos -, le digo con manifiesta mala leche, - ¿tienes algo qué decir?

- Baja su mochila y la abre mientras dice:

 

 Que nada bueno se puede esperar.  

 

 Enciende su pipa y hurga dentro de la mochilita mientras agrega:

 

- Por lo demás, no te afanes en escribir.  Tengo algo mejor que lo que puedas elaborar -, y sin más preámbulos me entrega unas hojas arrugadas.

 

Yo voy a preguntar que qué es eso cuando señala:

 

-  No tienes por qué agradecerlo.  Lo he hecho con mucho gusto, gran alegría y desbordado entusiasmo.  Y ya me tengo que ir -, dice poniendo de nuevo la mochilita a su espalda y perdiéndose en fría madrugada.

 

...

 

En otra madrugada, pero en las montañas del Sur, Hace algunos años, vino a la Ciudad en búsqueda del mal y el malo, visitó la Escuela de Antropología e Historia.  Ignoro el motivo de su visita y nunca me lo aclaró.  Tal vez había quedado de verse ahí con alguno de los contactos que le pasaban información sobre los complicados laberintos del mal y el malo.  O tal vez se echo a caminar y los pasos lo llevaron a acercarse hasta allí.  El caso es que, entró a esta escuela, pasó unos minutos en ella y luego.  Tal vez, no lo sabemos, se mezcló en el patio con estudiantes, trabajadores y maestros.

Algo recuerdo de lo escrito en aquellas hojas arrugadas, ahora, en esta madrugada.

 

...

 

Y más allá, en una madrugada más retirada en tiempo y en espacio.

 

No apareció, pero el anciano, en el trayecto de vuelta, me contó una historia de un mundo hecho abajo y después dominado por arriba.

 

"No todos ni todas, bajan la cabeza y se desmayan", dijo el anciano  por decir "no todos se resignan y conforman". Y algo más agregó que yo escribí con letra torpe y apresurada en mi diario de campaña.

 

Creo que, puesto que no me dieron tema para la plática de hoy , aceptarán ustedes que les lea este extraño, por serio, texto dónde se trata de sintetizar lo que:  El, andante caballero,  , y el Anciano, traductor involuntario de una cultura en resistencia, escribieron y dijeron en ésta y otras madrugadas.  Se llama...

 

LOS OTROS QUE SOMOS.

 

La historia o la leyenda se tejen de madrugada.  Habrá, es cierto, quien cuestione su veracidad y pretenda clasificar una u otra en el endeble criterio de "verdadero" o "falso".  Para lo que concierne a lo que ahora cuento, no importa ni lo uno ni lo otro.

 

Las palabras que nombran lo que está por hacerse no salen de pronto ni en cualquier parte, sino que van buscando un lugar dónde nacerse y esperan el tiempo propicio para surgir.

 

Hay un lugar en el que la oscuridad y la luz se encuentran y se tocan apenas un instante.  Después se va cada una a su camino, a su espera.  Así van la sombra y la luz, siguiéndose y evitándose, hasta que se olvidan de lo que son y se hacen de nuevo en lo otro, rehaciendo una y otra vez el hoz morón de su deseo. Ese lugar tiene también su tiempo, y en él la muerte y la vida se postergan.  Es el amor, dicen, quien entonces ahí reina.

 

Es en la madrugada, en ese espacio y tiempo, donde hay quien está ya y quien llega apenas.  Dicen que es la sombra quien espera, acechando con la mirada de quien lleva como maldición la duermevela, a que la luz desnude sus ropas y sus miedos, que recueste el cuerpo y ponga de pie el deseo.

 

¡Ah, la madrugada!  Hay ahí, esperando siempre (es decir, no estando), una piel compleja hecha de dos tibiezas, que la arroparían del frío y soplarían lejos la soledad.

 

En ese delgado límite, donde no hay muro ni abismo, la palabra recorre todos los calendarios y asume una forma que es hablada en muchas lenguas.

 

Digo ahora lo que esa palabra me cuenta en ese quiebre del tiempo, con la niebla de la duermevela, y en la lengua de la montaña:

 

Hay en cada hombre, en cada mujer, un otro y una otras diferentes.

 

Escondido está lo otro, como guardado está.  Esperando espera.  Estando está.

 

A veces es un rasguño, imperceptible afuera y definitivo dentro; otras es un terremoto que rompe la fastidiosa cotidianeidad; y a veces es una piel, caricia o áspero roce, que rasga con tierna furia la piel de afuera y revela y rebela la otra piel, la del otro, la de la otra que somos.

 

Pero es siempre un dolor lo que obliga a salir eso otro que somos sin serlo todavía.

 

Las más de las veces somos lo otro con un "NO" que es un desafío a la docilidad impuesta.

 

Y no nos vemos.

 

No si solos somos lo otros que somos.

 

Entre la desbocada competencia por la corrupción y el crimen que son el combustible del "sálvese quien pueda", hay una, uno, otro, otra, alguien que dice "no".

 

Hay, por ejemplo, una joven mujer que aparta su paso del conformismo de ser lo que el varón quiere que sea y pone en un rincón sus miedos para vestirse y desnudarse con el traje siempre nuevo de la rebeldía.

 

Y hay un profesionista que, contra toda la prudencia desde arriba impuesta, arriesga su bienestar y seguridad para ir por una medicina para quien no conoce hasta que yace moribundo.

 Hay una joven estudiante que lo acompaña, entre otras cosas, porque hay lecciones que no se aprenden en las aulas ni en los libros, sino en las calles.

 

Hay un indigente que elige serlo pero con dignidad, la que se viste con los colores que antes eran vergüenza y hoy son alegría.  Hay un hombre, un campesino, que elige levantar las tierras.  y ser rebelde y ser solidario es también ser un reo de alta peligrosidad.

 

Y hay mujer, que no importa si es joven, adulta, madura o anciana, sino que es mujer, y que carga ahora como cadenas lo que no quiere sino como alas, y que para eso une sus pasos a otros pasos.  Tiene todos los nombres y todos los rostros que abajo se nombran y se miran.

 

Y hay un fotógrafo, un reportero, que deja la cámara inerte porque el corazón se le conmueve y le manda que no convierta en mercancía el instante que la empresa le reclama para la venta, que escribe lo que ve y escucha, y no lo que los lentes y audífonos del Poder le imponen.  Porque hay quien se pasa del otro lado de la línea, para ver lo que abajo se ve, lo que se calla.

 

Y hay un hombre, una mujer, un niño, un anciano, una joven, un otro, una otra que prefiere dignidad a humillación, honestidad a deshonestidad y que obra en consecuencia.

 

REORDENANDO ESTRELLAS

REORDENANDO ESTRELLAS

 

REORDENANDO ESTRELLAS

  

Nada parecía raro aquella tarde de regreso a casa.  En

realidad, había muchas cosas extrañas: por ejemplo, que la avenida  todavía siguiera en pie, que no se hubieran sumergido todos los edificios en montes de escombros recíprocos desencadenado quizás por influjo del viento Norte, o por las obras del parking que se hundía hasta el infinito subsuelo,  que nadie en la avenida se hubiera intoxicado con su propia estupidez de gran avenida.  Todo era extraño, pero esa era la costumbre, así que a primera vista no parecía haber motivo para que yo sospechara una tramposa zanja del Destino.

 

Mecánicamente puse la llave en la cerradura, empujé la puerta, y entré y entré y entré , cuando mi atención, como quien no quiere la cosa, se posó sobre las actividades de mi cuerpo, me di cuenta de que algo no funcionaba bien, y en principio pensé que se trataría de alguna pelusa en mi disco duro que impedía que el programa  entra y luego cierra la puerta (detrás de ti) siguiera adelante, y por tanto se quedaba detenido en entra-entra-entra; pero pronto me di cuenta de que yo funcionaba perfectamente bien, o al menos que funcionaba igual de bien o de mal que siempre; la que no funcionaba era el edificio. 

 

Pues no terminaba una de entrar cuando ya se encontraba afuera, por decirlo así:  Mi piso se había quedado reducido a una pared con una puerta y un par de ventanas que llevaban a ningún lado.  Como un rayo cruzó por mi cabeza una cruel certeza:  el alcalde se había salido con la suya por obra y gracia de sus grandiosas obras subterráneas,   yo era víctima de un encantamiento.  El encantador, no era el que le robó la biblioteca al Quijote, era el primer edil que había partido con todo el interior de mi vivienda, dejándome la cáscara.  Una cáscara sin interior.

 

Muy apenada, me puse a cavilar sobre las razones que habían llevado al señor alcalde o mejor dicho al encantador de calles, si, si, si... ¡ese es su nombre!  A partir de este párrafo lo voy a llamar “el encantador de calles” a cometer semejante perrería contra mi humilde persona no había otra posibilidad que esta:  yo era Dama Andante, la primera tal vez ¡y no lo sabía!

 

Sintiéndome feliz de que el Destino nada pudiera contra mi impar capacidad deductiva, me reí pensando en que el muy tonto del encantador de calles había olvidado completar su trabajo; pero recordé al punto que esa fue precisamente la razón por la que reprobé el examen de Encantamientos II:  si mi  piso entero hubiera desaparecido, yo seguramente me hubiera dirigido a la Municipalidad con toda seguridad a preguntar por el.

 

Ocurría a menudo que te  quitaran  el piso   por no cumplir con las normas de construcción del barrio o que  lo demolieran por viejo,  simplemente porque sí, o por que era muy necesario un gran aparcamiento subterráneo muy moderno y acorde con los nuevos tiempos , días atrás cayo la cárcel vieja , si, si, si...¡ era muy vieja¡,  sólo meses después lo notificaron.  Y es que, según un modelo copiado de un libro que nuestros concejales tomaron por un código administrativo checo escrito en alemán, cada caso a resolver cursaba por concejalías diferentes, esto de manera simultánea y desde sus diferentes aspectos.

 

Era cosa sabida que los de Ejecución de obras eran más rápidos que los de Notificación, y aun a veces las obras se ejecutaban antes de haber sido emitidas, incluso se dio más de una vez que la obra terminara antes de ser comenzada, siempre que fuera en perjuicio del ciudadano.  Si el ciudadano era el demandante, la cosa era diferente, porque correspondía a otro departamento organizado de manera totalmente distinta.

 

Era de público conocimiento que aquél constaba, sí claro, si claro, si, de concejalías, pero no se sabía cuántas ni cuáles pudieran ser éstas, los más maliciosos decían que en realidad existía sólo una mesa de entrada donde se registraban: suplicas, denuncias, demandas, y quejas, y tras  la puerta que podía verse desde el mostrador, nada, tan nada como lo que había entre mi barrio y mi piso ahora.

 

Yo creo que es una exageración por parte de los eternos inconformistas, cuyo modo de vida consiste en oponerse por principios.  Con todo, es un hecho que, de existir, las actividades de la concejalía de Ejecución  de obras jamás han salido a la luz, excepto en los balances anuales de gastos, dicho lo cual resultará comprensible que, en caso de no encontrar uno su casa donde por la mañana la hubiera dejado, presto se dirigiera a pedir explicaciones a las autoridades, sin pretender obtenerlas, por las razones antes expuestas.

 

Jamás hubiera pensado entonces en mi acérrimo enemigo, el encantador de calles, si no fuera porque había dejado la superficie exterior de mi piso, trabajo tan fino del cual no creía capaces a todos los miles de negociados de la Municipalidad juntos porque la maldad sólo es completa si una podía dar un burlón indicio de su identidad, conscientes o al menos creyentes de la impotencia del damnificado.

 

Era necesario, para que la acción rindiera su fruto máximo, que yo supiera quién me había jugado esa mala pasada.  Bien, ya lo sabía.  Para el caso, daba lo mismo que se tratara del encantador o de la municipalidad; mi impotencia era la misma en un caso y el otro, pero había sí una diferencia: el del encantador de calles era un acto dedicado, dedicado a mí, que era una recién auto consciente Dama Andante, y esta idea me llenó de orgullo, aunque no sé exactamente por qué; sólo ocurrió así. Pensé poder pasar de la vela de armas y todo lo demás, ya que a diferencia del Quijote había leído demasiado pocos libros de caballería, era una dama, y siguiendo los mismos razonamientos que mi ingente antecesor, inferí que si en mis lecturas habituales nunca nadie era armada de Dama, es que éste paso era innecesario, lo que sí me parecía un paso ineludible era encontrar un propósito que guiara mis andanzas.

 

Deploré la falta de aquel libro de buenos propósitos que tenía sobre la mesita de noche de mi ya desaparecida vivienda, eran éstos buenos propósitos reunidos durante décadas llenas de primeros de Agosto y llenas también de otros días que no eran primero de agosto y que servían para confirmar que lo máximo que se podía hacer con los buenos propósitos era escribirlos en el libro, pero ahora, ahora era ya el momento en que esos propósitos podían convertirse en hechos, ahora que yo me sabía Dama Andante y buscaba propósitos. Y los propósitos no estaban, ¡que bien!  Por todo lo cual confirmé que el destino es quien paso a paso nos disuade, y que contra esto nada puede la voluntad.  Aun así era necesario encontrar un propósito, cualquiera fuera éste, y una vez hallado, asirlo fuertemente entre los dientes.  Rápidamente me dije:  mi propósito es encontrar un propósito.

 

Más tranquila, ya, por haber encontrado la justificación de mi existencia, comencé mis aventuras de Dama, que consistían, por el momento, en buscar propósitos.  Pensé que, de no encontrar ocupación mejor, bien podía proponerme enderezar un poco las estrellas que se encontraban todas muy desordenadas y azarosas, sin la mínima consideración por los comunes propósitos que quisiéramos encontrarle una forma, porque, ¿qué es eso de tener centauros, gigantes con cuchillos y animales del zodíaco?  Eso estaba bien para la Antigüedad cuando todas esas cosas existían.  Cierto que los animales del zodíaco todavía anda por ahí, paseándose resignados entre las hojas de las revistas, pero aún así, aprovechando las maravillas de la técnica, podían subtitular las constelaciones, ya que eran muy difíciles de ver.

 

Me pareció una excelente idea reordenar las estrellas para que dibujaran motivos más acordes con el momento actual:  por ejemplo, representando hamburguesas, videoconsolas, inmobiliarias, lujoso mobiliario urbano, o rostros de famosos.  ¿Quién iba a mirar un cielo lleno de luces humildes e incomprensibles teniendo todos los coloridos del neón al alcance de las manos?  En cambio, si el cielo era reordenado como ya dije, añadiendo graduadores de intensidad de la luz, cambiando las bombillas de algunas estrellas por otras de los más increibles colores, eso sería otra cosa.  ¡Qué belleza indescriptible!  También podía ponerse un buzón de sugerencias para que cada cual pudiera expresar sus preferencias, opiniones, y de más...  Pero por suerte, cuando en estos pensamientos estaba, me llegó la notificación de la Municipalidad y por tanto dejé tan altos planes para dirigirme con prontitud hacia el Excelentísimo Ayuntamiento de la muy noble Villa de la cual, dicen, existe sólo la fachada.

 

MI GATA EN LA CARCEL VIEJA

MI GATA EN LA CARCEL VIEJA

 

 

 

Un día, hace muchos años, desperté con la convicción de que la situación era insostenible.  La noche anterior no había sido en nada diferente, y sin embargo sea porque las lunas andaban mal o las cosas estaban así, desde hacía varios días,   esa mañana decidí que debía actuar.

 

Lo que había llegado a su tope era esa maldita manía que tenía la realidad de interponer objeciones a todas las soluciones que yo le proponía, sin darme una explicación.  ¡No porque no! , estaba exasperada.  Cierto es que desde el principio no nos habíamos llevado bien, pero creo que su animosidad hacia mí se incrementó el día en que yo juré solemnemente dedicar mi vida a la enorme tarea de descubrirle el umbral al tiempo.  Con esa grandiosidad de frase, lo que quiero decir es que quería ver cómo se las arreglaba el futuro para convertirse en pasado, qué había entre el "todavía no" y el "ya".

 

Acechaba, acechaba, sin jamás perder el ánimo.  Mi fe inquebrantable me hacía olvidar el sueño y el hambre.  No pasaba un minuto sin que yo estuviera ahí acechándolo.  Miles, de segundos, y sin perder las esperanzas de entender cómo hacían para pasar de un lado al otro.  Y si en algún momento eran presente, eso que se decía era lo único que teníamos, pero que nadie, nadie había visto.

 

Mis largos años de observación me permitieron sacar conclusiones, si no definitivas, a los menos provisionales.  En primer lugar, descubrí que si algo no es definitivo, es provisional, y no es una conclusión, aunque provisoriamente es definitivamente una conclusión.  También descubrí que los segundos no van a paso parejo.  Siempre se les arreglan para llegar a tiempo, pero en el trayecto hay toda clase de variaciones.  vi. Que algunos minutos vienen vacíos de segundos, y a veces éstos que llegan todos juntos al final, apelotonándose para entrar por la estrecha grieta del tiempo.  Algunos segundos pasan dos veces, y otro ninguno.  ¡Qué ironía!  Una Modernidad nacida con la invención del reloj mecánico!  Una Razón sostenida en la posibilidad de medir!  ¿Medir qué?  Lo que es el tiempo.  El desorden que hay allí, es magnífico, cada cual haciendo lo que le da en gana.

 

Confieso que a menudo la risa lograba distraerme de mis quehaceres, pero no era esto lo que yo buscaba.  Si los segundos querían pasar así, mientras pasaran para un lado o para el otro, me daba lo mismo.  Lo que yo buscaba es La belleza fugaz del instante que se hace presente, justo al pasar por la grieta cada vez más grande que derruía la cárcel vieja.  ¡Ah!  ¡Qué colores, que luz!  Es cierto que yo no había podido ver eso, y entonces pensé que si mis ojos fuesen más rápidos o, lo que es lo mismo, una cámara lenta de tiempo, esa fugacidad sería menos fugaz, casi una duración.  Como no quería cargar con la responsabilidad moral de modificar el tiempo, y que luego me dijeran:  “por tu culpa, por tu culpa hoy tuve que trabajar 200 horas", es que decidí ejercitar mi percepción.

 

Día a día mis logros fueron in crescendo hasta que logré que un segundo durara minutos.  Lentos, gordos, iban pasando los segundos como osos recién despertados.  ¿Pero saben qué?  ¿Saben qué?  Que todo esto es una maldita mentira, porque entre cada oso aparecían siempre otros más pequeños, más y más pequeños, y lo que me temía:  entre cada y cada cosa, un diminuto oso, que yo no veía, pero bastaba que yo avanzara un poco en los logros de mi ojo, para ver lo que antes no podía, y entre cada cosa, nuevamente cosas y ruinas y cosas.  Nunca, nunca podría ver el maldito presente ¿y todo eso por qué?  ¿Por qué?  Por esa realidad mala, envidiosa de mi poder mental.  Y entonces me exasperé!  .  Le dije a esa estúpida realidad:  ¡Me tienes harta!  Harta con el cinismo con que destruyes todos mis propósitos".  Pero pobrecita, pobrecita, se ve que conocía poco mi insistencia, mi ardor interior, mi impulso rítmico, inesperado... todo eso, si pensaba que una estúpida aporía me detendría.  Ante todo fue necesario elegir el método que usaría contra ella.

 

¿Inducción?  ¿Deducción?  ¿Abstracción epicúrea?  ¿O empirismo abstracto?  Este último fue el que más me convenció, creo que porque sonaba de una manera hermosa.  Saboreaba esa frase, relamía el momento en que le diría a la maldita:  “He aquí yo, con mi empirismo abstracto.  ¿Qué?, te acobardo ¿verdad?”  Pero no, no, no, resultó tan fácil, eso hubiera estado bien para una telenovela, pero aquí...  Aunque es evidente que los obstáculos han sido creados para que los sorteáremos, porque nada, nada, podía detenerme.  Comencé con unos ejercicios de psicológica, para que la realidad fuera sabiendo contra quién se enfrentaba.  Dije:  “queridísima realidad, de nada te servirá eludirme, porque conozco tu pasado, y casi todas tus caídas".

 

Realidad se llamaba mi gata que vivia en la cárcel vieja y que un día las palas de las escavadoras mataron y enterraron a ella y toda su gran familia por ser una gata, y no hablaba, y ahora tampoco.  Pero, yo esperaba que si todo salía bien, la realidad real, La Realidad Radical, que decía Ortega y Gasset, la realita, hablaría por medio de mi pequeña Realidad.  Pero no todo salió bien.  Diría que nada salió bien, pero soy muy optimista, todavía no he terminado.  Todo el día lo dedicaba a interrogar, incansablemente.  Mis ilusiones de ver el presente habían quedado relegadas.  "¿No oyes?, querida realidad.  ¿Por qué insistes en hacer crecer objetos y más objetos entre los objetos y minutos entre los minutos?  ¿Crees que así me confundirás?  Oh, no a mí, no a mí, que ya vengo todo lo confundida que se puede estar.  ¡A otro perro con ese hueso!

 

Los resultados no se hicieron esperar.  A la semana noté perplejidad en la mirada de Realidad, y ya se sabe, se comienza con una pequeña perplejidad, y luego, el todo por no haber sabido combatir la perplejidad a tiempo. Y yo estaba decidida a no darle tiempo a que combatiera su perplejidad, y ésta crecería, crecería, y algo pasaría entonces, o no, como ya se sabe.  A ver, a ver, tanto que te gusta esto de ser infinita para adentro, como decimos las gatas, pero ya sabes lo que quiero decir, y si no, me da lo mismo.  ¿Quién te enseñó a hacer eso?  ¿Fue la tortuga, para ganarle a Aquiles, el de los pies ligeros?  ¿Qué te dieron los dioses?  ¿ y la tortuga a cambio? Y así, todo el tiempo, mis afiladas palabras llenando la inmensidad de los días.

 

A los dos meses, me di cuenta de que, si bien no parecía haber ningún resultado, yo estaba bien encaminada, ya que los ojos de Realidad brillaban, me miraba, y continuamente intentaba convencerme de que tenía hambre.  ¡Con esa entupida excusa a otra gata” -le decía yo- Tu silencio no me amedrenta.  No tengo otra cosa que hacer en la vida.  Seré tu sombra, querida Realidad, espiaré cuanto hagas, no te dejaré dormir.  No, no, no, querida, no habrá ni un gramito de comida para ti hasta que me contestes.  Di, di, di, ¿en qué se parece un anillo a un parroquiano?  No, no, no, que eso es muy fácil.  Dime mejor... ¿desde cuándo te has convertido en esa corrupta que ahora eres?  ¿Cuándo?, ¿cuándo di?  ¡Cuándo!

 

A los nueve meses, Realidad se hizo la muerta, y hasta hoy no ha depuesto su actitud.  Luego de esperar tres meses, decidí ir a buscar otro médium.  Si el anterior quería jugar al muerto, adelante, pero yo no podía perder tiempo.  No fue simple conseguir otro médium.  No podía salir de las ruinas de mi cárcel vieja porque no tenía quien me vigilara a la realidad todos mis compañeros habían escapado o estaban muertos entre los escombros.  Porque si se me escapaba, a saber cuándo la atraparía otra vez.  El pececito no parecía servir, tampoco el anzuelo.

 

Una mañana vi.  Que en el balcón de enfrente jugaba un perrito y decidí raptarlo para que me hiciera de médium.  No sería difícil convencerlo de que ahora se llamaba Realidad, pero luego de un día entero gastado en intento tras intento de pescarlo con caña y anzuelo, justo cuando me pareció que iba a conseguirlo, el perro se fue para adentro y ya no salió, entonces, perdida por perdida, tomé mis pinturas dispuesta a demostrarle a la realidad que yo podía crear cualquier cosa si es que me lo proponía.

 

¿Pero cómo era un médium?  ¡Las enciclopedias que exprimí tratando de que me entregaran un dibujo de un médium!  Una vez agotados tomos y tomos de la "Enciclopedia de la Cosas”, el abatimiento estuvo a punto de vencerme.  Me incorporé de un salto y dibujé unos garabatos, eso sí, con hermosos colores y escribí "Este es el Médium".  Y esperé, esperé, esperé... ¿Dicen los escritores que la hoja en blanco les produce horror?  ¿Parálisis? Ah, ellos no saben lo que es el horror de la hoja con colores, la hoja que dice "Médium" y no media nada ¿Quieres trece años?  -Gritaba yo- Tengo! diecinueve, noventa y nueve, todos los años, pero de aquí no  sales hasta no decirme qué es eso de andar haciendo aporías por ahí.  Con qué, ¿con qué te sobornaron? Calma, me decía, nada se gana con gritar.  Pero de nada servía, yo seguía gritando.

 

Por fin una mañana durante el séptimo año hubo un cambio, aunque no puedo decir exactamente cuál fue.  Luego otro, otro, y otro más.  Después no pasó nada.  Y aquí seguimos, ella y yo.  ¿Que he perdido mi vida en esto?  No, de ninguna manera.  Generosamente la he entregado a esta noble causa, porque sé que en el final, mis esfuerzos se verán recompensados como bien saben ustedes.