POR CULPA DE LA BOSANOVA
POR CULPA DE LA BOSANOVA
Mi mujer se llama Rosangela; yo, Fabio. «Somos una pareja brasileña, llegamos a Granada a un pueblito en busca de pistas de baile o discotecas. Somos, un matrimonio joven, nos gusta mucho bailar, Como consecuencia, vamos por la noche a bailar a la discoteca del pueblo parte de nuestra vida transcurre en asuntos sociales, en las colas de inmigración, el paro, las de caritas..., por nuestra situación casi indigente nos remuerde la conciencia salir de discotecas, sin embargo no podemos dejar ir a bailar, normalmente nos suele amanecer en la pista de baile o tomando mojitos.
No hacemos esfuerzo alguno para destacar. Sin embargo -y hablo con objetividad - Rosangela y yo somos siempre los más caribeños, los más bailones, los más inteligentes: los reyes de las discotecas.
Nosotros, en realidad, somos personas tímidas y reflexivas, por nuestra situación, silenciosos, dados al íntimo diálogo; personas que que huimos de las multitudes, las músicas estrepitosas, la frivolidad, las conversaciones olvidables, las risas porque sí...
Y entonces..., ¿Por qué no podemos dejar de ir ni una sola noche a una discoteca?
Será porque, Rosangela y yo tenemos carácter débil y no nos atrevemos a decirnos que no. Camino de la discoteca, y vamos sumidos en oscuros pensamientos, amargas dudas, y sentimientos de culpa. Pero, una vez que entramos en el ruido de la discoteca, las voces, los que están bailando, las carcajadas, la música las bromas nos hacen olvidar, nuestra indigente situación, el mal rato de estar allí en contra de nuestra voluntad.
Y de vuelta a casa... ¡cómo nos duele considerar cuán débil es nuestra situación!, ¡qué sensación penosa, la de nuestra impotencia!, ¡qué horrible, vernos obligados a ir siempre a la discoteca!
Agobiados por un problema semejante al nuestro, dos personas vulgares habrían caído en la depresión. Rosangela y yo, lejos de ello, estamos en plena campaña para evitar nuevas situaciones de peligro, para no ser más los que mejor bailamos los ritmos caribeños en la discoteca. Hemos elaborado un plan cuyo fin es hacernos antipáticos, odiosos, aborrecibles.
Ahora bien, estando en las discotecas, no tenemos valor para mostrarnos antipáticos y, mucho menos, odiosos o aborrecibles. Hasta tal punto estamos compenetrados de nuestro papel de reyes de la salsa. Pero en nuestra casa, donde el sosiego invita a la reflexión y a donde no llega el pernicioso influjo de las discotecas, nos transformamos en los parias que somos, comiendo de caritas, sin poder pagar la luz, y a veces el agua, nos convertimos en la antítesis de los reyes de la pista de baile.
Al poner en práctica nuestro plan -hará unos meses-, aún adolecía de muchos fallos. Nuestra inexperiencia, nuestra emoción, nuestra falta de sangre fría nos hizo cometer, al principio, algunos errores importantes. Pero el hombre aprende toda su vida: poco a poco, Rosangela y yo fuimos mejorando. Exageraría si dijera que hemos alcanzado la perfección: sin embargo, declaro que nos sentimos contentos, satisfechos, hasta orgullosos, de nuestro último desempeño. Ahora estamos esperando los frutos.
Hay alguna pareja que simpatiza especialmente con nosotros y está deseando venir a bailar. No tenemos inconveniente en que nos acompañen, sólo que nos permitimos dejar al máximo el instante de invitarlos. Cuando esto pase, la pareja -sea unión de jóvenes inconformistas- o un proyecto de -matrimonio- pero no está esperando otra cosa, y se precipitan a la pista.
Al matrimonio Rodríguez lo hicimos esperar mucho, tiempo para que viniese con nosotros. Es que, dada su peligrosidad, con esa gente había que tener cuidado: prefería no improvisar, quería que estuviéramos muy bien preparados.
De más está decir que aborrezco a Rodríguez: su poca espiritualidad, su codicia, su burdo humorismo, su afán por agradar, su rostro impecablemente afeitado, sus ojillos inescrupulosos de abogado, su ropa de primera calidad, sus uñas cuidadas por la manicura, su suspicacia,
Rosangela y yo somos casi indigentes. Pero vivimos con alegría, no podemos renovar a menudo nuestro vestuario, solo cuando tenemos suerte en los contenedores de basura. Los propietarios de nuestra vivienda son gente del ayuntamiento y posemos un viejo automóvil.
En la planta baja hay una churrería, luego esta la entrada de la casa de abajo y, pegada a ella, la puerta de la nuestra: ésta se abre directamente a una empinada escalera de losas negras que conduce al primer piso, donde empieza nuestro hogar.
A nosotros nos gusta la casa: es más grande de lo que necesitamos, de modo que, en caso de emergencia, podemos cambiar los muebles de una habitación a otra y realizar otras operaciones estratégicas.
Un día los Rodríguez vinieron a visitarnos inevitablemente tocaron el timbre de Walter el chileno, por lo que recibió la pequeña descarga eléctrica que yo tenía prevista. Por supuesto, la culpa es de Víctor: ¿quién le manda tocar el timbre de una persona desconocida?
Las orejas pegadas a las persianas, Rosangela y yo escuchábamos con agrado las conjeturas de los Rodríguez:
-¡Te digo que el timbre me dio una patada!
-Te habrá parecido...
-Llama, vas a ver
-¡Ay! ¡A mí también!
-¿Has visto? ¿No sonará el timbre, arriba?
-¿Esta bien el número de la casa?
-Claro...
Entonces asomé la cabeza por la persiana y, cubierto por un sombrero impermeable y un paraguas, grité desde el primer piso:
-¡Víctor! ¡Víctor!
Feliz de oír mi voz, quiso verme y se corrió hasta el borde de la acera, con lo que se mojó muchísimo más. Echó la cabeza hacia atrás y descuidó por completo el manejo del paraguas.
-¿Cómo te va, Fabio? —gritó, entrecerrando los ojos por el agua que azotaba su rostro.
-Muy bien, muy bien, muchas gracias -contesté cordialmente-. ¿Y su señora? ¿No habrá venido solo, no?
-Aquí estoy –dijo-, solícita, Carmen, precipitándose junto a Víctor: era maravilloso contemplar cómo corría el agua sobre su compacto peinado y sobre el maquillaje de su piel.
-¿Qué tal, Carmen? ¿Cómo esta? Siempre buena moza, eh... –dije-. ¡Qué lluvia más inoportuna! Esta mañana hacía un tiempo espléndido... ¿Quién se iba a imaginar que...? Pero..., ¡bueno! ¡No se estén mojando...! Pónganse contra la pared, que en seguida les abro.
Cerré la ventana y dejé pasar quince minutos. Al cabo, volví a llamar:
-¡Víctor! ¡Víctor!
Se vio obligado a volver a la acera.
-Disculpe la tardanza –dije-: no encontraba la llave. Por ninguna parte.
Víctor a duras penas mostró una lamentable sonrisa de comprensión.
-Tome la llave –añadí-. Atrápela al vuelo y abra usted, si me hace el favor. Está en su casa.
Se la arrojé con tan mala puntería, que la llave fue a caer en el agua del filo de la acera. Pedro tuvo que agacharse y revolver un rato con la mano el agua oscura. Cuando se incorporó, habiendo ya conquistado la llave, estaba como una sopa chorreando.
Al fin, abrió la puerta y entró. Ya dije que la escalera es negra: de manera que, apenas oscurece, ya no se ve nada. Víctor tanteó la pared en la oscuridad hasta que encontró el botón de la luz. Desde arriba oí clac, clac, clac, pero la luz no se encendía. Entonces grité:
Anda que justamente ahora se funde la bombilla, Víctor. Suban despacio, no sea cosa que se vayan a caer.
Fuertemente agarrados de ambos pasamanos y a la incierta luz de efímeras cerillas, los Rodríguez subieron vacilantes la escalera. Arriba los aguardábamos Rosangela y yo con nuestras mejores sonrisas:
-¿Cómo le va a la simpática parejita Rodríguez?
Víctor se disponía a estrecharnos las manos, cuando un grito de horror de Rosangela lo petrificó:
-¡¿Qué tienen en las manos?! ¡Cómo se han manchado! ¡Qué pena, las ropas! ¡Y ese visón tan fino de Carmen!
Gigantescas manchas amarillas cubrían el flanco derecho de Víctor y el izquierdo de Carmen.
-¡Qué disparate! -Me indigné-. ¿A que a Cecilia se le ocurrió pintar las barandillas de la escalera precisamente hoy? ¡Qué muchacha, ésta!
-Cecilia es la limpiadora que nos mandan del ayuntamiento -dijo Rosangela, dando por terminado el tema-. Nos tiene cansados con sus torpezas.
-Mañana mismo -alegue, con gesto trágico e índice admonitorio- pongo en conocimiento del ayuntamiento las cosas de Cecilia es muy rara y que la pongan de patitas en la calle.
-Pobre chica -dijo Rosangela-. Justamente ahora que estaba aprendiendo... Si ya era como de la familia.
-¡Que la pongan de patitas en la calle! -repetí con mayor énfasis.
- Piensa que la pobre es madre soltera, que tiene dos bebés. ¡No seas inhumano!
-No soy inhumano –señale-. Soy justo, que es muy distinto.
-La justicia no se puede sostener sin una base humanitaria -añadió Rosangela-. Un filósofo griego decía que, cuando las nubes tapan el sol, los carpinteros, en cambio, cosechan manzanas.
Y, dejando olvidados a los Rodríguez, Rosangela y yo nos metimos en un jardín de polémica, de citas disparatadas y autores apócrifos. Este diálogo fue muy largo e ilustrativo.
Los Rodríguez escuchaban nuestra conversación, ansiosos por intervenir pero -negados como eran- sin saber qué decir. Evidentemente, sufrían..., pasaban un mal rato. ¡Con qué arte lo disimulaban!.
De pronto, recordamos la existencia de los Rodríguez y los ayudamos a despojarse de sus impermeables, paraguas y abrigos
Los Rodríguez habían visto nuestras indumentarias y habían fingido no haber notado nada especial en ellas. Rosangela y yo, implacables, no los íbamos a eximir de la desagradable experiencia de observar nuestras ropas mientras, a su vez, eran atentamente observados por nosotros.
-Mire, Carmen, mire -repetía Rosangela, girando sobre sí misma.
Estaba despeinada y sin pintar. Vestía una blusa muy vieja y remendada, y una sencilla falda, cubierta de lamparones de grasa y con el falso descosido. Tenía las medias llenas de grandes agujeros y de largas carreras, y, sobre las medias, dentro de unas chancletas destrozadas.
-Mire, Carmen, míreme...
Carmen no sabía qué decir.
-¿Y yo, que? –intervine-. ¡Ni camisa tengo!
En efecto, me había puesto un chaleco ensanchado verde de barrendero municipal directamente sobre una agujereada camiseta de algodón. Directamente sobre mi cuello, una vieja corbata deshilachada. Un grisáceo pantalón de albañil y alpargatas negras completaban mi atuendo.
-Así es la vida —filosofe, mientras me rascaba una barba de cinco días y mascaba un palillo de dientes—. Así es la vida, amigo Víctor, así es la vida.
Víctor asintió con la cabeza, por completo desorientado.
-Así es la vida -repitió, cual loro.
-Así es la vida -insistí aún mas-, «ansí es el mundo amigo: ¿Qué le parece?
- Sí -se apresuró a decir-.
-¿Se da cuenta, Víctor?
-Sí, sí, -dijo-.
-Hoy tiene usted muchísimo dinero -añadí, hincándole mi índice en su pecho-. Tiene éxito social. Tiene inteligencia. Tiene cultura. Tiene una mujer hermosa. Tiene todo, ¿no es cierto?
Me detuve y lo miré fijamente, obligándolo a una respuesta.
-Bueno..., tanto como todo... -sonrió débilmente, como dando a entender que prefería no ufanarse de sus capitales.
-Mañana puede perderlo todo -dije entonces con oscuro acento, para mostrarle otra faceta del drama de la vida. Puede perder su fortuna. Puede ir a parar a la cárcel. Puede enfermar gravemente. Su inteligencia puede atrofiarse, su cultura diluirse. Puede ser despreciado... Su mujer puede ponerle los cuernos... irse con otro.
Seguí un largo rato apostrofándolo con la visión de un futuro atroz de cautiverios, enfermedades y desdichas. Formábamos una curiosa escena: un mendigo harapiento pontificaba ante un caballero de rigurosa etiqueta. Éramos una suerte de alegoría sobre los desengaños del mundo.
Mientras yo monologaba, los ojillos de Víctor saltaban preocupados de aquí para allá. ¡Qué escarnio, haber vestido sus mejores ropas y ser recibidos por dos vagabundos mugrientos, plañideros melancólicos! « ¡Cómo!», parecían pensar, « ¿y las ropas y la elegancia que siempre lucieron en las discotecas?».
-Estamos en la ruina, amigo Víctor -dije como respondiendo a su pensamiento-. Ayer tuvimos que malvender los muebles del comedor.
Los Rodríguez pasearon entonces -como si fuese necesario- una estúpida mirada por el evidentemente desierto comedor.
-De manera -dijo Rosangela- que no nos queda otra que cenar en la cocina. Después de cenar saldremos a bailar.
—...y tampoco tenemos mesa en la cocina, así que vamos a tener que comer sobre el mármol del fregadero. Si quieren ir pasando...
Observé los rostros de los Rodríguez: por ellos pasaron rápidamente el estupor, la incredulidad, la cólera reprimida.
La cocina era una suerte de monumento en homenaje al desorden, a la desidia, a la suciedad, al abandono. Dentro del fregadero, a medio sumergir en un agua espesa de tan pringosa, en la que flotaban restos de comidas, se amontonaban platos, ollas, fuentes, cubiertos, cacerolas pegajosas... Tirados aquí y allá por el piso, había periódicos viejos y húmedos. Contra una pared, se destacaba una enorme bolsa de basura, desbordante de desperdicios, sobre el que corrían y se agitaban multitudes de moscas, cucarachas y gusanos. Flotaba un olor de grasa, de frituras, de papel mojado, de agua estancada...
Los Rodríguez estaban muy serios.
-En dos minutos -dijo Rosangela, en dos minutos picamos algo -y señaló el mármol del fregadero, cubierto también de restos de comidas y latas de atún vacías -y comemos...
Rosangela se echó a llorar estrepitosamente. Carmen, haciéndose la humanitaria, intentó consolarla.
-Pero, Rosangela, ¿qué le pasa? ¡Por Dios...!
-... es que, es que... -tartamudeó Rosangela, entre sollozos e hipos-, es que no tenemos dinero.
-¡Todo, todo hemos perdido! –chillaba-. ¡No tenemos nada! ¡Todo, todo, malvendido! ¡Hasta mi vestido de primera comunión! ¡Todo, todo, perdido... por culpa de el baile!
Y me señaló con un trágico índice acusador.
-¡Sí, sí y sí! -insistió, llorando cada vez con más fuerza y dirigiéndose a los Rodríguez, poniéndolos de testigos de sus desdichas-. ¡Todo por culpa del baile! ¡Yo era feliz en casa de mis padres! Éramos ricos, vivíamos en San Paulo, en una casa grande y alegre, con un jardín de rosas... Un mal día, aquella felicidad quedó truncada... Un mal día llegó un monstruo, un monstruo que estaba al acecho de mi belleza y de mi juventud, un monstruo que se aprovechó de mi inocencia... el baile.
-¡¡¡Rosangela!!! -insistí, con rabia concentrada.
Ella, ignorándome, continuó dirigiéndose siempre a los Rodríguese:
-El monstruo de la bosanova tenía forma humana y tenía un nombre: se llamaba... ¡salsa! -y subrayó este nombre oprimiendo el puño cerrado contra su frente-. Y este monstruo me sacó de mi hogar, me arrancó del cariño de mis padres y me llevó con él. Y me hizo pasar una vida de privaciones, y perdí toda mi fortuna en el bingo y en el casino...
Me puse a llorar y a rivalizar con Rosangela sobre quién gritaba más fuerte. ¡Qué manera de llorar! Llorábamos con tanto placer, que llegó un momento en que nuestras lágrimas resultaban casi sinceras.
Los Rodríguez, pálidos y lóbregos, estaban desconcertados. Habían llegado a nuestra casa -a la casa de los reyes de la fiesta- con la certeza de gozar de una velada agradable, y se encontraban ahora, dentro de sus lujosos trajes, como espectadores de una incomprensible pelea entre un matrimonio de menesterosos.
Algo nos decían, pero nosotros, concentrados en el placer de nuestro llanto, no les prestábamos atención. Rodríguez me arrastró hasta la pared, cerca de la bolsa negra de basura, palmeándome afectuosamente la espalda.
-Ya vendrán tiempos mejores, hombre –decía-. Dios aprieta, pero no ahoga.
Ese aprieta, unido a sus pienso de que y a sus estuvisteis habituales, me dio renovados ánimos para seguir.
-No hay que desesperar -insistía, y el desesperado era él: bien se veía que deseaba desaparecer lo antes posible.
Ya llegaba Carmen, sosteniendo a la desfalleciente Rosangela, hasta mi lado; ya nos instaban a la paz; ya nos reconciliábamos...
Enjugándose las lágrimas y sonándose la nariz, Rosangela despejó el mármol a su manera: empujó negligentemente con el revés del brazo las latas y los platos hasta hacerlos caer en el agua sucia del fregadero. Pero, de todos modos, el mármol quedó lleno de migas y restos de comidas: a modo de mantel extendió sobre aquellas protuberancias uno de los periódicos que recogió del suelo. Sobre el diario puso cuatro platos de loza desconchados, cuatro cucharas rumientas, tres vasos de distintos modelos y colores, y una taza para café con leche.
-Sólo tenemos tres vasos –explicó-. Yo bebo en la taza.
Nos sentamos los cuatro contra el mármol. Nuestras rodillas chocaban con las puertas del aparador que forma parte de la estructura general del fregadero. Estábamos incomodísimos. Las moscas revoloteaban sobre nuestras cabezas, las cucarachas corrían por las paredes, los bichos se arrastraban por el suelo. Extraña figura hacía Rodríguez, sentado, en medio de esa suerte de basural, con smoking, camisa impoluta, junto a su mujer, con blanco vestido escotado y valiosas joyas. En cambio, Rosangela y yo guardábamos armónica coherencia con ese ambiente sórdido y sucio.
-Hay plato único —dijo Rosangela, disculpándose—. Sopa de fideos.
-¡Qué ricos! -exclamó Carmen, como si alguien pudiera considerar sabroso ese plato para enfermos.
-Sí, son ricos -admitió Rosangela-. Lástima que, por la pelea, se quedaron con poca agua.
Y de una olla toda chorreada empezó a sacar unas informes madejas de fideos resecos, y ya fríos, y a distribuirlos en los platos.
-Carmen -dijo Rosangela-, ya que está al lado del fregadero, ¿no podría llenar los vasos con agua, por favor? Vino no tenemos...
Carmen se levantó resignadamente y abrió el grifo. De acuerdo con lo previsto, el agua brotó con extraordinaria presión, rebotó en los utensilios del fregadero salpicó a Carmen con restos de comida su vestido blanco.
Los Rodríguez comían con cara de asco y, para no ofendernos, trataban de disimularla. Estaban perplejos: ¿éramos realmente nosotros los reyes de la fiesta...? ¿No seríamos dos impostores...?
Terminaron como pudieron su sopa reseca, bebieron un poco de agua en los vasos agrietados, y dijeron que querían retirarse, que tenían no sé qué compromiso... Pese a que los exhortamos reiteradas veces a comer más sopa, insistieron en que debían retirarse, desaire que, por cierto, nos dolió. Vistieron sus abrigos, se cubrieron con sus impermeables y descendieron la escalera.
-No toquen los pasamanos -advertí-. Miren que está recién pintado.
Antes de que subieran al coche, los saludamos afectuosamente a través de la ventana:
-¡Hasta la vista, amigos! ¡Ha sido un placer! ¡Ojalá pudiéramos repetir estas reuniones tan gratas más a menudo!
Nos saludaron rápidamente con la mano y se precipitaron dentro del automóvil, que partió a extraordinaria velocidad.
Ha pasado más de un mes. Confiábamos en que, durante ese lapso, los Rodríguez nos hubieran puesto verdes lo suficiente para disuadir a cualquiera de invitarnos a otra fiesta. Pero, por desgracia, nuestra fama es demasiado sólida: no es fácil destruirla mediante el vilipendio.
De modo que ahora nos hallamos en la discoteca. Vestimos nuestros mejores trajes, ostentamos las sonrisas más mundanas, exhibimos la más cálida cordialidad. Vemos a los Rodríguez, con sendas copas, que sonríen, que sonríen porque sí. Los Rodríguez nos ven y la sonrisa se les congela. Sin dejarlos reaccionar, les estrechamos con toda naturalidad las manos. Y, entonces, nosotros, Rosangela y Fabio, arrebatados por el torbellino de la discoteca, vamos mariposeando de pista en pista, prodigando sonrisas y besos y apretones de mano. Y bailamos y ensayamos bromas y festejamos bromas y decimos agudezas y nos lucimos y nos hacemos admirar y todos sienten aprecio y también envidia hacia nosotros.
«Son una pareja encantadora», suelen decir nuestras amistades. Porque Rosangela y yo aún somos los reyes de la discoteca.
De amanecida, Rosangela y yo con nuestros vasos de mojito en la mano. Salimos a buscar nuestro viejo coche un citroen verde con capota. Cuando vimos lo inaudito, los Rodríguez, con las ropas desordenadas y completamente borrachos, se apoyaba en nuestro viejo citroen.
Rosangela: primero les sugirió, les imploro, se humilló ante ellos, les lloró para que se apartaran del coche que estábamos cansados –dijo- y queríamos volver a nuestra casa. ¿Dónde esta vuestro elegante bmw? –Preguntó- Rosangela. No lo sabemos –dijo- Víctor tartamudeando, estamos aquí para devolveros vuestra invitación a cenar. Pero no os preocupéis vosotros arrancad el coche que nos acomodaremos en el capó. Sin pensarlo dos veces Rosangela –me dijo- ¡Fabio sube al coche! Y obedecí… salimos a todo meter con los Rodríguez, que en vano se aferraban a la chapa del capó. Recorrimos de esta guisa unos cinco kilómetros por las calles del pueblo. En una calle vimos a la policía atendiendo un accidente de tráfico. Sin pensárselo nos persiguieron hasta conseguir darnos el alto, atravesando el coche de la policía y cortándonos el paso.
-¿Por qué viaja esta pareja en el capó del citroen?, no saben que es muy peligroso podrían matarse –añadieron-…es que miren señores agentes –dijo- Rosangela he intentado todo para repusieran su aptitud y ellos a hecho caso omiso a mis suplicas.
-¡Dejen de decir sandeces!, y sople el globito Señora ¡!!Tiene usted una tasa de alcohol muy alto,¡¡¡ muéstrenos su permiso de conducir. Ejen, ejen… no se como decírselo –dijo- Rosangela, mientras yo permanecía pálido y mudo. Entonces los agentes repararon en los Rodríguez, estaba medio desnudos y con el pelo de punta y enmarañados. ¡Son ustedes gilipoyas! apeasen del capó y corran hasta su casa. ¡Que le vamos a meter un puro por escándalo público! –Añadieron los dos policías-, tambaleándose y corriendo a duras penas en zigzag los Rodríguez desaparecieron por un callejón.
Volviéndose los agentes, hacia nosotros -dijeron- ¡vamos no tenemos toda la mañana!, muéstrenos el carné de conducir…Bueno –dijo- Rosangela, pues verán somos brasileños, vinimos a España en busca de una vida mas bailona y el carne no lo tenemos. De esta forma absurda termino nuestra vida de reyes de la discoteca en Granada.
Desde que vimos a los Rodríguez siempre sospechamos…que eran pájaros de mal agüero.
© Carmen María Camacho Adarve
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