La primera cruzó el cielo
... a eso de las once y media de la noche, en su viaje de ningún lado a otro, y estoy segura de que el mar se agitó un poco.
La segunda pasó media hora después, y a la medianoche el cielo se cubrió de nubes largas y lentas, el mar se volvió a agitar y yo pensé en irme a dormir porque me dolía el alma.
Fue mi encuentro con las Leónidas, un grupo de asteroides que cada treinta y tres años llena el cielo de la Tierra con sus luces, algo semejante a las Perseidas de agosto.
Esa noche, decían los astrólogos, el cielo sera perfecto (como si nunca lo fuera) y uno se podría llenar los ojos de estrellas fugaces, literalmente, porque se esperaban miles de ellas por hora.
Hay quienes nunca han visto una estrella fugaz, o un cometa o un eclipse, y sólo conocen el día y la noche de nuestro propio paso por el universo...
Con esas y otras reflexiones, dejé mi lecho, quemaba en la noche de verano y empapada en sudor, puse en la bolsa el rompevientos, una toalla enorme, una linterna con cuatro tipos de luz, la cámara, un rollo de papel higiénico y lo que quedaba de una botellita de rioja que se añejó semanas en un cajón de la cocina, y me fui a la playa.
De noche, para ir al mar hay que cruzar un sendero de rocas pisando la hojarasca y adivinando por el ruido si son iguanas o lagartijas lo que corre de ningún lado a otro en lo oscuro.
Llegue a la playa fingiendo que no tenia interés en mirar hacia arriba, extendí la toalla en la rampa de la caseta del salvavidas y me eche boca arriba, ahora sí, a ver qué pasa en el cielo.
Una noche sin sueño de mi infancia, en el cortijo contamos dos docenas de estrellas fugaces, y alguien dijo que ver las estrellas bien puede ser el único vínculo que nos queda con el primer hombre, que conoció el asombro antes que la palabra, pero esa vez habíamos sacado un mantel de hule al campo y los mayores bebían cerveza.
En la playa, la madera de la rampa estaba húmeda y tibia. Esta noche hay luces que se mueven en el cielo, pero son aviones hacia un destino preciso, geográfico o de otro.
Luces que se viajan en el horizonte, como si alguien tratara de trazar la frontera entre el mar y el cielo. Estrellas fijas, si se permite el adjetivo, y una luna expendida. Le di un traguito al rioja y pensé: “A ver si las estrellas hacen que se me cumpla algún deseo aqui…".
El espacio es un lugar donde no hay aquí: en el espacio todo es allá, un lugar en el que por definición no estamos y en el que puede estar todo lo demás, aun cosas que todavía no se le ocurren a nadie.
Pero aquí, es la playa de monsul, un lugar tranquilo y callado, de día o de noche. Más de noche, porque las señoras que toman el sol y los señores que ya no tienen prisa no salen a la playa a estas horas de la noche. Pues ahí estaba yo, tendida en una toalla azul cobalto, viendo al cielo.
No sé cuánto tiempo estuve esperando que pasaran las estrellas. Según el reloj fueron dos horas o un poco más. En ese tiempo pensé en un señora de Sevilla que me reclama lo que escribo (como suyo) no hace mucho, y deseé que la llevaran y pasaran por donde ella y sus amigos me habían llevado.
Bebí el que quedaba y miré con más cuidado las estrellas. Pensé en esa mujer que utiliza mi nombre y en ninguna. Pensé en la mujer pelirroja que aguarda en el destino robar todos mis versos, mis letras, y mis cuentos. Pensé en quienes a esa hora no miraban ni el mar ni el cielo. Pero ni así pasaban las estrellas.
Me dolía el alma. Y por eso me fui, sombra en las sombras, de regreso al sendero de rocas cuya fauna hace ruidos en la noche, y a los aromas del jardín, y a la fuente del pequeño lago iluminado y al aire refrigerado de mi casa.
Me conformaré con pensar que pude haberlas visto. Tal vez imaginar mil estrellas fugaces por hora será mejor que verlas. No sé. Sé que estaré pendiente si puedo, y que iré a donde sea para mirarlas cuando vuelvan. Y seguro que esa vez se me cumplirá algún deseo. Cuando las Leónidas vuelvan tendré más de setenta y tres años.
Esa fue mi cita con las estrellas.
©Carmen María Camacho Adarve
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