EL PÁJARO AZUL
Vivía frente al mar miraba el cielo, y todos los azules. Esos colores eran una promesa, un nuevo cielo, una nueva vida. Hasta la pared tosca y gris donde estaba apoyada la fotografía parecía un cielo. Era mágico, tan mágico que Nilo sintió dudas.
— ¿Siempre va a quedar colgada? —preguntó.
— ¿Cómo que colgada?
—Colgada la foto como ahora. De la pared.
Su padre no respondió de inmediato. Miró la fotografía.
— ¡Pero no está colgada! —dijo—. Es como si la pared fuera el cielo.
Sí, Nilo había pensado lo mismo, pero la respuesta no lo conformó. Era tramposa, y lo sabía.
Su padre también lo sabía.
—Alguna vez —dijo al fin—. Alguna vez veremos el África. Hablo de Amargura...
Con amargura... —Señaló el cielo nublado que asomaba por la ventana del taller—. Aquellas nubes azules parecían tristes.
Nilo escudriño, blancos, azules, amarillos, rojos...
— ¿Podemos llegar tan alto?
—Tan alto, y más.
— ¿Qué se vera desde allá arriba? —preguntó Nilo.
— ¿Desde allá arriba? —repitió su padre.
Nilo temió que su padre no supiera contestarle, y él necesitaba que le contaran qué se veía desde allá arriba. Necesitaba esa respuesta aunque fuera una mentira, pero sabía que si su padre respondía no le diría una mentira.
El padre giro el globo terráqueo que tenía en una mesa del taller, entre trapos, papeles, negativos, pinceles, y herramientas, un globo amarillento, descolorido.
Apoyo el dedo en el lugar donde estaban, la costa atlántica. El dedo voló por el Atlántico y llegó al África.
—Desde allá arriba —dijo— verías África.
— ¡África! —exclamó Nilo, pensando en los pájaros azules, y también en los elefantes, cebras y jirafas que había visto en el zoológico.
Y pensando en África, miró con atención la fotografía. Por un momento se olvidó de las herramientas, baldes, latas de pintura, repuestos y trastos viejos que su padre acumulaba en ese lugar de la casa que usaba como taller; de fotógrafo, pintor, inventor y también era taller de reparaciones para sus chapuzas. Sí, la pared era el cielo de la fotografía. Si uno la miraba entrecerrando los ojos, volaba en ese cielo azul con nubecillas de colores, el atestado taller, con su olor a grasa, disolventes, óxido y pintura, era el mundo de los colores, sin fronteras, un globo terráqueo girando en un espacio de color.
Nilo nunca había dudado que volarían a África. Su padre se lo había dicho, y él confiaba en su padre. Le había enseñado cosas que nadie más podía enseñarle, cosas sobre los pájaros y el espíritu del vuelo. Los pájaros, decía, eran la cima mas alta de la evolución, y la inteligencia, pero la inteligencia no era todo en la vida. En el movimiento majestuoso de las bandadas, la naturaleza se recreaba a sí misma. Nilo adoraba esta frase, aunque no la entendía del todo. Le gustaba que su padre, con sus manos ásperas y sucias, hablara como un maestro, mejor que un maestro. No le molestaba que usara palabras que él no entendía, porque en cierto modo entendía todo. A diferencia de los maestros, su padre sabía de qué hablaba, y no mentía nunca.
El niño guardaba esas palabras dentro de su corazón —naturaleza, espíritu, inteligencia, sueños de vuelo— y las repetía todas las noches como una oración. Entender sin entender era maravilloso. Y entendía sin entender que su madre encarnaba el espíritu del vuelo. A los amigos que habían perdido algún familiar, sus padres les explicaban: “Ahora está en el cielo". Cuando murió la madre de Nilo, su padre le había dicho: “Ahora es un pájaro azul". A Nilo le gustaba que su madre fuera un pájaro azul, y alguna vez esperaba volar con ella. Pensaba que había hijos que tenían a sus padres toda una vida, y él apenas la había tenido siete años. Sin duda ella también lo extrañaba, y se alegraría de volar con él hasta África.
— ¿Y? —preguntó su padre, interrumpiendo sus divagaciones.
— ¿Y qué? —preguntó Nilo.
—No me has dicho si te gusta —dijo su padre.
¿Si me gusta?, pensó Nilo. Gustar no era la palabra. Si lo pensaba bien, no tenía una palabra para decirle lo que sentía. Y como no encontraba la palabra, tuvo miedo de no decirlo bien y prefirió no decir nada.
Su padre lo miró a los ojos.
—De acuerdo —suspiró—. Ya te haré una fotografía mejor.
Nilo quiso decirle que nunca podría hacer una mejor, porque no podía haber una mejor en ningún lugar. Amo esa fotografía, pensó, y se sorprendió de esa palabra. Era amar. No era querer ni gustar. Amar es algo para toda la vida. Se sintió un poco tonto, por amar tanto una fotografía que había dado a entender todo lo contrario, y ahora tenía un nudo en la garganta. ¿Por qué no podía hablar como su padre, que le hacía entender todo aunque usara palabras que él no conocía?
Su padre sonrió con dulzura y siguió trabajando en otra cosa.
Esa noche Nilo se fue a acostar pensando en África. Un día volaría y vería los pájaros azules, leones, cebras, elefantes y jirafas desde el cielo. Después le contaría a su padre todo lo que había visto, y le haría olvidar la tonta idea de su padre... poder mejorar su obra maestra.
Pensando en África, no pudo dormir. Se acercó a la ventana y miró el mar. Era una noche de luna azul. Se veían algunas luces desperdigadas, pero eran pocas luces.
Y un pájaro se posó en el antepecho de la ventana.
Mamá, pensó Nilo.
El ave que era mamá echó a volar y se sumó a una bandada que descendió hacia el agua. El azul de luna se reflejaba en las plumas, y su vuelo reproducía la ondulación de las olas del mar. La naturaleza recreándose a sí misma. Nilo se metió en los intersticios de esta frase, meciéndose en la “aes” de naturaleza, que eran como de agua, y en las corrientes que fluían de las “es” de recrearse. Acunándose como en una nana de palabras, -se dijo- lo único real son los pájaros azules. Yo soy un pájaro. Quiso ser tan real como ellos, hasta que el sueño lo venció.
A la mañana siguiente, Nilo se puso a mirar las fotos que colgaban en el garaje. Aprovechaba los momentos en que su padre salía a trabajar con la vieja mercedes. Normalmente salía temprano y no regresaba hasta el mediodía; volvía a salir después de comer y no volvía hasta la noche. Como aún no había empezado la escuela, tenía tiempo de sobra para mirar las fotos. Nilo ya las conocía de memoria: Eran retratos de buenas personas, decía su padre, personas que se había atrevido a soñar. También había un dibujo que representaba la muerte de un piloto en su avioneta, y la reproducción de un grabado donde un campesino negro araba un campo mientras un pájaro azul caía del cielo batiendo las alas. Su padre le había enseñado a comprender la importancia que tenían la nubes, el cielo, el color, y los pájaros -su padre era sabio- admiraba a las aves y las nubes azules.
—Los aviones son la conquista del hombre dentro de la naturaleza al no poder volar como las aves. —le dijo un día, cuando lo sorprendió mirando las fotos—. Pero las alas representan la victoria sobre la gravedad.
— ¿Como en la fotografía? —preguntó Nilo, memorizando las palabras de su padre.
Su padre lo miró dubitativamente.
—Sí —dijo al fin—.
Siempre temía que su padre sufriera un accidente, como su madre, aunque quizá no fuera tan malo que sufriera un accidente si después terminaba por ser un pájaro azul como ella.
Esos retratos sepia que lo miraban desde la pared desconchada del garaje representaban la victoria sobre una prohibición, el triunfo sobre la resistencia del aire y la gravedad. Ellos habían volado y él también volaría, y sabía que su padre estaría orgulloso, que lo admiraría como los vuelos azules de sus retratos.
El cielo estaba tan despejado y luminoso como no se había visto en todo el verano, y sin duda podría ver África desde el acantilado. Su padre –pensó- pondría su foto en la pared del garaje, junto a las otras.
Con paciencia y esfuerzo descolgó la fotografía era pesada estaba claveteada a un armazón de madera, se la cargó sobre la espalda, recorrió la calle que lo separaban del acantilado, saludó elusivamente a los vecinos que se acercaban a preguntarle de dónde había sacado esa enorme fotografía. Era un día ideal porque soplaba mucho viento y no había bañistas en la playa, ningún curioso que pudiera detener el vuelo.
Tenía un plan. Ataría con una cuerda fuerte la fotografía a un tronco de raíces firmes, al borde del acantilado, y la sujetaría con piedras para impedir que el viento la arrastrara. Y entonces se lanzaría al aire atándose el también al armazón y vería el África. Cuando su padre llegara del trabajo en la vieja mercedes, le contaría todo lo que veía.
Karin se había pasado horas desatascando cañerías, reparando antenas de televisión y podando jardines. No le gustaba llegar tan tarde, pero el anciano Don Federico había insistido en que le reparara su televisor. Era la segunda o tercera vez, y de todos modos ese aparato no duraría demasiado. Al regresar a su casa, miró con asombro y placer el cielo al borde del acantilado: rojo, azul, naranja, verde y amarillo como un pájaro multicolor. Tardó un segundo en reparar en el armazón de madera que sujetaba fotografía, dos en ver que alguien colgaba de ella, tres en comprender que la única con esas dimensiones podía ser la que guardaba en el garaje.
Aceleró, esquivó por milagro a un camión que venía de frente, metió las mercedes en la arena, frenó mordiendo el polvo con las llantas, bajó y echó a correr. Se abrió paso a codazos entre un grupo de curiosos que miraban sin animarse a hacer nada. Un viejo en bañador le dijo que el chico estaba en el aire desde hacía apenas un minuto.
¡Uno minuto!
Era un milagro que hubiera durado tanto. La fotografía no estaba hecha para volar, y menos con tanto peso encima.
—Nilo, Nilo, Nilo —lo llamo, sintiéndose estupido porque era lo único que se le ocurría, pensar en Nilo y en su madre, y en que no podía perderlo, no podía porque era injusto, porque era tan chico y era lo único que le quedaba de ella.
Sólo atinó a aferrar la cuerda para impedir que el viento arrancara la raíz adonde el chico la había amarrado. Vio con angustia como la cuerda se estaba deshilachando.
—Voy a tirar despacio hacia mí —le dijo a Nilo—. No te asustes.
Nilo respondió algo, pero Karin no le entendió. El viento se llevaba las palabras. Y el chico tampoco lo entendía a él.
Nilo gritó algo, lo repitió. El padre lo miró a la cara y creyó ver una expresión de miedo y angustia. No quiso mirar más. Sólo pensó en tirar de la cuerda, despacio, muy despacio, en recobrar a Nilo antes que el viento se lo arrebatara.
Una ráfaga de viento lo arrastro. Karin aguantó el tirón, cerró los ojos. Cuando los abrió, la fotografía caía como una piedra. Su hijo, extendiendo los brazos, se precipitó contra la pared del acantilado. Por un instante el viento lo sostuvo en el aire, a un par de metros de la pared, pero cambió de pronto y lo lanzó con ímpetu. El padre cerró los ojos de nuevo, pero no pudo cerrar los oídos. Oyó el crujido y pensó en huesos, oyó el quejido del armazón de madera, y pensó en músculos desgarrados. El niño quedó colgando hasta que la cuerda se partió y la fotografía y su ensangrentado piloto rodaron hacia las rocas.
Karin se quedó en el borde del acantilado, los pies clavados en la arena, la cuerda en la mano. Todo había sucedido, literalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Aún no entendía lo que había pasado.
Si hubiera visto a su hijo atropellado por un coche, habría llorado, se habría enfurecido, habría golpeado al conductor, habría abrazado el cuerpo. Esto lo dejaba tan desconcertado que no sabía qué sentir. Pensaba que si Don Federico no hubiera insistido en arreglar ese televisor inservible, él habría regresado a tiempo para salvar a Nilo. Pensaba en las preguntas molestas y sin sentido alguno que le harían la policía, los médicos y los vecinos. Si no hubiera sido por ese estúpido televisor, se decía, habría llegado a tiempo. Un minuto, se repetía, un minuto.
Y por obra de esas palabras, el tiempo se contrajo y los días pasaron en un solo minuto, un minuto, solo un minuto. Cuando la policía recobró los restos, también le entregó la fotografía destrozada. Karin hizo cremar al chico y echó sus cenizas al mar, como había hecho con la madre. Los restos del retrato quedaron arrumbados en un rincón del garaje.
Apenas un minuto. Nilo se había ido y él no sabía cómo reaccionar. Tampoco supo cómo reaccionar a medida que transcurría el tiempo, a medida que los minutos volvían a estirarse y eran nuevamente horas y días y semanas.
Se pasaba el día encerrado en ese garaje, rumiando ideas que no eran ideas, pensamientos que no eran pensamientos sino jirones de la fotografía que se deshilachaban como la cuerda que la sostenía antes de la caída. Lo que pasa es que lo tuve de grande, lo que pasa es que no pude cuidarlo bien porque estaba solo, lo que pasa es que traigo mala suerte y todos se me mueren. Imaginaba que estaba encerrado dentro del viejo televisor de Don Federico, y que era una imagen borrosa y deformada por chispas de electricidad estática. Le pedía a Nilo que no usara la fotografía nunca para volar pero Nilo apagaba el televisor. O soñaba que el televisor estaba en el cuarto del chico, y él miraba el cuarto y no lo veía. Miraba por la ventana y veía la fotografía volando entre pájaros azules y trataba de salir del televisor, pero era una jaula. A veces despertaba de ese sueño en el cuarto de Nilo, preguntándose cómo había llegado allí. Se respondía que tenía que ordenar las cosas del niño. Apilaba cuadernos, juguetes en el escritorio, en la cama, en la casa, pero nunca se animaba a guardar nada, y mucho menos a tirar.
Después de la muerte de su mujer había perdido el trabajo y se quedo sin dinero, pero al menos había logrado conservar esa casa cerca del mar. Decidió vivir allí y mantenerse de la misma manera en que había construido la casa, con el esfuerzo de sus manos. Karin era un experto con las herramientas, y los vecinos apreciaban que hubiera alguien que supiera pintar, poner ladrillos, tapar goteras, cambiar tejas, colocar antenas, cambiar cerraduras, soldar cañerías y arreglar la plancha o el televisor, y encima cobrara barato.
Ahora se arrepentía. No tenía que haber ido a vivir ahí. No era lugar para un niño: pocos amigos, demasiada soledad. Y Karin, con sus fantasías, lo había llevado a la muerte.
Yo lo llevé a la muerte, se decía.
Tiró al mar los retratos, todos y cada uno de ellos, y también el grabado con la imagen del pájaro azul. Ese campesino hacía bien en seguir trabajando mientras el estúpido héroe alado se precipitaba hasta caer muerto con las alas rotas en la tierra. ¿A quién le importaban esos sueños de vuelos? Sólo a él, un perdedor, que sólo podía ganarse la vida haciendo chapuzas en el vecindario, que había perdido a su mujer y ahora también había perdido a su hijo. Sólo él podía hablar así del vuelo, la gravedad de la materia y otras tonterías. Tiró las fotos y al tirar las fotos trató de borrarse de la cabeza esas palabras que habían volado demasiado lejos sobre la elegancia de los pájaros y la recreación de la naturaleza. Aun así, no se animó a tirar los restos de la fotografía. Era el altar donde honraba la memoria de su único hijo. Todos los días le rezaba y le pedía perdón. A veces, después de pedirle perdón, le echaba en cara su imprudencia. Bajaba a la playa y se quedaba horas mirando el mar, pensando, en sus momentos más oscuros, que en ese mar había gotas de la sangre de Nilo, y buscaba en su mente aturdida algún modo de recobrar esas gotas.
Además de los trastos viejos, en el garaje fue acumulando latas de cerveza, botellas de güisqui y ginebra. La cara que veía en el espejo a amarillento que hacia aguas era una cara sin afeitar, cada vez más cenicienta y arrugada.
Dejó de soñar que estaba encerrado en el televisor. Ese sueño era innecesario. Ya estaba encerrado en el tubo catódico de la realidad.
Pensó en matarse. En un cajón tenía una vieja pistola que había pertenecido a su abuelo, y esa pistola tenía una historia. Su abuelo había peleado en el bando de la República en la Guerra Civil española y se la había quitado a un soldado extranjero. Había contado la historia muchas veces y con muchas variantes, hasta que la guerra civil se convirtió, en la imaginación de Karin, en un paisaje brumoso habitado por personajes oscuros.
Tal vez por eso Karin nunca había cuidado bien la vieja arma, a pesar de su afición por las máquinas y los mecanismos. La pistola, representaba una restricción y un obstáculo. Era como los aviones de motor, que permiten el vuelo pero también lo limitan.
Sopesando esa valiosa arma, comprendió que él soñaba otra vida como Nilo soñaba otra África: para él y su hijo España y África en sus sueños eran fascinantes porque los sueños son inalcanzables adonde no podían llegar aunque vivieran en esos lugares reales. Esa comprensión lo rescató del suicidio, lo impulsó a salir más de su casa.
La muerte del hijo se había convertido en leyenda en el vecindario. Karin lo sabía, porque había oído al pasar, en el almacén o el mercado, que todos hablaban del. Para algunos era una burla o un insulto, para otros un homenaje.
—Nilo era un soñador —le dijo un día Don Federico, mientras le arreglaba el televisor por enésima vez.
Karin lo miró de reojo, sin saber cómo reaccionar.
—Hablé con él un par de veces —continuó el anciano—. Un niño muy especial.
Karin guardó silencio, concentrándose en el televisor, preguntándose por qué ese armatoste inútil se negaba a morir de una vez por todas.
—Muy especial —insistió su vecino.
—El tubo —dijo.
Don Federico lo miró sin entender.
—Se puede arreglar, pero está gastado. No le va a durar mucho.
Don Federico miró la pantalla: la imagen turbia de un personaje turbio que hacía declaraciones turbias sobre el gasto público y los presupuestos anuales.
—Es la imagen adecuada —dijo Don Federico con una sonrisa, señalando el televisor—. ¿Para qué mejorar a ese tipo?
Karin quiso sonreír...
—Haga una cosa —dijo—. Déjelo así. No la arregle.
—No cobro por lo que no hago —respondió- con rigidez.
—Hágalo por Nilo —dijo el vecino—. A mí me hubiera gustado tener un hijo así.
Karin le estudió la cara, buscando sorna o lástima. Encontró franqueza y calidez. Tras un instante de vacilación, dejó que el hombre lo abrazara con ternura y sollozó en silencio.
Ese día decidió reparar la fotografía. Con sus colores brillantes, rutilantes azules naranjas y amarillos. Tiró las botellas y latas acumuladas, y decidió limitar la bebida. Se puso a trabajar metódicamente, aprovechando el invierno una época del año en que había menos vecinos y menos chapuzas, y poco a poco reconstruyó la fotografía.
Al terminarla, la colgó en la misma pared donde Nilo la había visto por primera vez. Había tomado una decisión. Clavaría un poste en el jardín de la casa e izaría la fotografía todos los días, como una bandera. Esa bandera representaría el sueño de su hijo, el sueño por el que su hijo había muerto. Sería el globo cautivo con el que detendría los vientos del mal.
Esa noche durmió apaciblemente. Soñó con su hijo, como de costumbre, pero era un sueño agradable. También soñó con su mujer. Los tres eran pájaros azules, siluetas luminosas que temblaban en el aire como reflejos en el agua, Nilo repetía las palabras que había dicho un instante antes de su muerte, pero ahora se oían con claridad, como si el viento del sueño fuera más benigno que el viento de ese día fatídico.
Karin despertó de madrugada, sabiendo que no izaría la fotografía en el jardín. Aún oía las palabras del hijo con claridad, pero no atinaba a entenderlas. Había una sola manera de comprender lo que decía su hijo.
Aprovechando que a esas horas no había gente, se cargó la fotografía a la espalda y se puso en marcha. Bajó por el camino de tierra, cruzó la ruta desierta, se internó en el suelo pardo y arenoso de la cima del acantilado. Llevó la foto hasta la orilla, la amarró a una raíz firme, aspiró el viento salobre hasta sentir en los pulmones la turbulencia de ese mar encrespado. Se acercó al borde sujetando la cuerda de la fotografía.
Saltó.
El viento lo sujetó, embolsó el papel, lo sostuvo en el aire. La soga se tensó con un chasquido.
Karin se elevó, remontándose a una altura que parecía mucho mayor de la que permitía la soga. Una ráfaga de brisa le humedeció la cara. El cielo era una bruma incandescente. Una visión se recortó en esa bruma, Nilo flotando al viento antes de estrellarse. La expresión del hijo no era de angustia sino de júbilo.
Y el padre entendió las palabras:
— ¡Veo el África!, ¡veo el África! —gritaba Nilo.
Miró hacia abajo.
La bruma incandescente se disipó.
Vio el oleaje, sueños de olas, un mar verde, azul y turquesa, olas rodando en una playa de arena blanca. Más allá de la playa había una selva brillante donde parloteaban monos y pájaros de colores chillones, y más allá de la selva una sabana árida y cuarteada, con elefantes, cebras y jirafas.
Sintió un tirón en los brazos, oyó un crujido y vio que se partía la cuerda. Caía en picado hacia el acantilado como si cayera desde una altura de miles de metros.
Cerró los ojos, pero veía el África, el África. Rió carcajadas de felicidad. Caería al mar, y el agua donde flotaba la sangre de Nilo le inundaría los pulmones. La sangre de ambos y las cenizas de ella rodarían gozosamente en las olas que lamen las blancas playas del África.
© 2008 Carmen María Camacho Adarve
1 comentario
Té la mà Maria -
tranquila que siempre pienso en ti, tenia un ratito y me he impregnado de tus sabios relatos
una fuerte abrazada de tu amigo de Reus