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TEMAS BLOG OFICIAL DE LA POETA Y ESCRITORA andaluza Carmen Camacho ©2017

Unas gafas de sol

Unas gafas de sol

Unas gafas de sol para agosto

 

  

  Volví a mirar la calle, a izquierda y derecha, y por tercera vez estaba desierta.  Menos un viento fuerte y seco que quema y nadie más afuera, bajo el sol abrasador del verano.

"Me volvió a engañar otra vez" me dije para mi interior irritado, "el verano llegó temprano nuevamente y es cada vez mas largo".

 

Reuní un poco de coraje a paso largo para cruzar la calle adoquinada, al sol de oro que, desde arriba, parecía fundir en una amalgama gigantesca la vida.

 

Pequeñas nubes de polvo entraron por los ojos, la boca y mis ropas abiertas, con los ojos entornados llego hasta la acera opuesta y me oculto de un sol de justicia en la sombra del saliente de una casa.

 

"Este verano no me quedaré sin unas" me digo entre dientes, mientras el polvo busca alguna hendidura para colarse.

Me refiero a las gafas de sol con cristales oscuros, "especiales para el sol de el sur", como decía el tendero, Juan de la cruz.

 

Era el tendero un viejo flaco, que tenía una pequeña tienda en una callejuela que da al centro.  Se decía que era medio brujo, lo cual no significaba la pérdida de la clientela; siempre había algún comprador.

 

En la tienda se podían encontrar los más diversos objetos, desde jarrones de porcelana esmaltados hasta lápices y papel de carta, mezclados todos junto a algunas cosas para el hogar, como muebles pequeños,  mesillas, sillas, lámparas...  Y las lentes de crista les oscuros también.

 

 Aprieto el paso hasta llegar a la bocacalle desierta.  Respiro aliviado el aire de fuego que flota, pesadamente, imperturbable.

 

Nadie me ha visto aún.  Mejor así.

Anta, mi novia desde hace tres años, se llevara una sorpresa cuando me vea, con las gafas de sol de cristales oscuros bien pegados a la cara y una sonrisa burlona al polvo impalpable que penetra en los ojos de los demás.  La alegría que me produjo este pensamiento me hizo esbozar una sonrisa, que se apagó prontamente ante la oleada de polvo quemante que penetró en mi boca.

 

 Cuando llegué a lo de Juan de la Cruz era una caricatura de lo que fui momentos antes al salir de casa:  completamente empapado en sudor, lleno de tierra, de las obras, de la zanja,  el pelo desordenado en mechones abultados, mojados, caen por mi frente; ahora soy una figura cansada.

 

Golpeo suavemente el cristal de la puerta y esperó.  En seguida aparece Juan de la Cruz, cojeando como de costumbre por esa vieja herida de la guerra que le había acortado un poco su pierna izquierda.  Su cara aceitunada no se inmutó al ver a su posible cliente.  Abrió la puerta, que chilló sobre sus goznes resecos, me invitó a pasar.

 

Al entrar uno se encontraba sumergido en un mundo totalmente distinto, extraño, acechado desde los frascos de farmacia, llenos de líquidos viscosos, misteriosos.

No había en la pequeña habitación el más mínimo orden.  Podían verse mezclados los objetos más dispares.  Cualquier cliente se podría pasar horas y horas buscando lo que deseaba, pero era gracias a Juan de la Cruz que el trámite se hacía rápidamente:  él sabía en forma precisa dónde se encontraban los objetos requeridos.  Como en ese momento, antes de que yo abriera la boca, él desordenaba unos libros y traía una caja pequeña, rectangular, donde se encontraban las gafas de sol.

 

Una sonrisa de suficiencia le marcaba la cara angulosa al viejo.  Me sorprendí un poco, pero se me olvidó ante la vista del preciado objeto, que se encontraba en el fondo de la caja sobre un trozo suave de felpa azul.

 

—Pertenecían a un ciego— murmuró entre dientes el tendero huesudo.  Es lo mejor que hay para el sol.

 

—Son muy buenas le digo, sin apartar los ojos de el armazón de carey, del pulido cristal negro, de ese hálito de misterio que rodeaba a la caja de madera.  Y agregó:  Me las llevo.

 

- No sé...— murmura el tendero, que detrás de sus ojos vivos parece sopesar la situación de vender lo que según él era una reliquia para coleccionar y no para ser usadas.  Un poco angustiado, pongo sobre las manos del viejo un montón de billetes descoloridos y pregunto, con un dejo de esperanza:

— ¿Es bastante?

 

—Creo que sí...  Pero no sé si usted es el hombre indicado para usarlos.

 

Pero yo, que sólo había escuchado la respuesta afirmativa, estaba ya cerrando la puerta con una sonrisa y las gafas en la mano.

 

La luminosidad del exterior me indujo a probar las gafas de sol, y me las pongo como había imaginado:  muy cerca de la cara, de manera que el sol no pudiese llegar a los ojos.

 

La impresión que me produjo el cambio me hizo detener la marcha bruscamente y apoyarme en la pared de una casa.

Paulatinamente comenzó a ver los objetos comunes que momentos antes habían brillado bajo los efectos del sol como cosas apagadas, olvidadas, casi carentes de sentido.

 

Continuo caminando lentamente, con el entrecejo fruncido, mientras pienso qué era lo que me estaba ocurriendo.

 

Un grupo de niños se acercaba por la calle, corriendo y jugando entre ellos.  Casi no puedo verlos, tal el poder de los cristales negros.  El sol no llega hasta las pupilas dilatadas.

 

Los niños me miran un instante, y uno de ellos hasta tuvo el   tiempo de ayudarme a cruzar la calle.

 

 Continuó mi camino casi de memoria, porque sólo distingo algunas líneas vagas en esa semioscuridad que me rodea misteriosa, tangible, angustiante.

 

"Al menos el sol y el polvo no molestan ahora", pienso satisfecho.  Hasta casi podría decirse que ya no siento el calor, que mi cuerpo no suda, que mi cabello revuelto se ha aquietado, que la luz ya no existe.

 

Quiero durante un momento quitarme las lentes y llegar de esta manera más rápido a casa, pero un impulso insospechado, desconocido hasta ese momento, me hace desistir de la idea.

 

Mis pasos se hacen penosos en medio de la oscuridad creciente.  Otras personas se prestan para ayudarme, pero yo las alejo con firmeza, diciendo con voz fuerte que no necesito nada.  No me pueden reconocer detrás de los cristales negros.

 

Sin embargo, el sol declina ya su rumbo yo veo cada vez menos, y ya ni me acuerdo dónde queda mi casa.

Asustado quiero quitarme las gafas y noto con asombro que no puedo, que los brazos no responden a mi petición.  Sacudo entonces fuertemente la cabeza, pero los cristales están adheridos a los ojos, como me los había puesto horas antes.  ¿Habían pasado ya varias horas desde la compra?  Los cristales permanecen inmóviles.

 

Miro mis manos, que han desobedecido, y a pesar de la oscuridad reinante alcanzo a distinguir que estoy encadenado a un perro con la mano izquierda, y que la derecha se aferra fuertemente, con miedo y con angustia, a un bastón blanco.

 

 Me demoro mucho antes de llegar a casa, pero como ya es de noche no puedo reconocerla, y desde entonces camino a paso lento, incansable, buscando el sol.

  

    

  

  

    

1 comentario

Gafas sol carrera -

http://www.misgafasdemoda.com/gafas-carrera-c-23.html


Interesante historia refleja la importancia de los lentes y amabilidad de las personas.