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TEMAS BLOG OFICIAL DE LA POETA Y ESCRITORA andaluza Carmen Camacho ©2017

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CERO QUE REMAL ME PLAGIA LA CAMACHO

CERO QUE REMAL ME PLAGIA LA CAMACHO

Tras disculparme procedí a informarle: Decia mi abuelo  todos los días hay que tomar media aspirina para prevenir el infarto y dos dedos de vino.

 lo felicite por haber obtenido el afecto de su amable vecina.

Y su corte de negros, espectros,  duendecillos,  hados del bosque.

juglares vividores de Sevilla y su corte de funcionarios de la Junta chupadores de tinta. Granujas de medio pelo¡

A modo de final le dije: cortas por aquí y ¡paf! Da cero.

©Carmen María Camacho Adarve

ERA JULIO

 

 Mirabas una hoja seca que había en el suelo. No es otoño, está seca porque hace demasiado calor, y algunas plantas se secaron, soltando hojas secas por todas partes -pensaste- Caminas por una calle con el soletón quemándote la piel, vas hacia la parada de autobús,  miras una hoja seca. Tienes mala memoria, olvidas las listas de las compras sobre la mesa de la cocina,  y las llaves de casa las dejas puestas en la puerta, tienes que hacer  carteles con las fechas de cumpleaños de tus hijos, no recuerdas los números de teléfono y a veces… hasta abres una interrogación y sigues escribiendo dentro de ella sin recordar cerrarla jamás.

 

©Carmen María Camacho Adarve

 

CARLA & CARLA

CARLA & CARLA

 

 

 

Todo empezó la tarde que recibí la llamada en mi teléfono móvil, de mi editor, cuyo nombre, por seguridad, prefiero mantener en el anonimato.  Me comunico de manera apresurada haber recibido en la editorial un manuscrito   mío y   los correos de respuesta para las correcciones, eran de otra autora que se llamaba como yo, poeta, y de la misma ciudad.

 

 No di mayor importancia al asunto.  Al poco tiempo de la extraña noticia comencé a observar a una mujer que vivía frente a mi casa y que se comportaba   como yo.

 

 En aquel momento no le di demasiada importancia, pero más tarde comencé a recelar de su comportamiento tan parecido al mío   y acabé convencida de que escondían algo oscuro.  Desgraciadamente estaba muy lejos de sospechar la auténtica verdad.  Si entonces hubiese sabido la gravedad de lo que se desarrollaba tan cerca de mí, tal vez habría actuado de otra forma.  Pero de haber contado a alguien mis sospechas, nadie me hubiese creído y habría hecho el ridículo más espantoso.

 

  Mejor empezaré por el principio:

 

Aparentaba mi edad el parecido a mi no dejaba ninguna duda al respecto.  Las dos éramos muy delgadas,   la nariz respingona, los ojos azules y la   estatura era aproximada ella un poco mas alta.  Llevaba siempre el pelo largo y suelto de color rubio.  Vestía ropas de colores oscuros   y se adornaba, bolsos o fulares igual a los míos.  Para cualquier observador habría pasado por mí.  Como ya he dicho, al verla la primera vez no le di importancia, pero tuve un presentimiento extraño que me hizo observarla cuando me cruzaba con ella, o al verla pasar bajo mi balcón.  Mis recelos aumentaron cuando comencé a coincidir con ella en la calle al salir a trabajar muy temprano o cuando volvía a casa de madrugada.  Una vez ella estaba dibujando un itinerario en el aire, como si realizase un ritual.  Cada noche salía y recorría las calles parloteando en una jerga extraña, sin ropas de abrigo, a pesar de las inclemencias del frió invierno.  A veces   se quedaba parada en una esquina mirando al infinito mientras; hablaba a gritos de esquina a esquina con su igual invisible (que era yo).  Las conversaciones parecían ser en castellano, pero nunca fui capaz de comprender lo que decían.  Daba la impresión de que esperaba la llegada de alguien que, noche tras noche, no llegaba.

 

Durante el día también salía, paseaban por el barrio mirando escaparates, charlando o discutiendo con mi fantasma, como si fuésemos dos vecinas más.  Y, desde aquel momento empecé a   ver   siempre a su lado al mi espectro.

 

Al verlas tan a menudo el presentimiento de que algo ominoso se cernía sobre mi se fue fortaleciendo la gente nos confundía.

 

  Poco a poco mis sospechas aumentaron cuando las llamadas para dar recitales, presentaciones de libros, conferencia, -que yo no había concertado-.  Comencé a vigilarlas en secreto.  Cuando me iba a trabajar salía un rato antes y me quedaba escondida escuchándolas, intentando comprender sus chácharas y anotando sus movimientos, a fin de encontrarle sentido a sus idas y venidas por las calles.

 

  Al poco tiempo creí descubrir su estrategia, un plan sutil y probablemente despiadado.  Fui madurando la teoría de que era una bruja y que realizaba encantamientos malignos.  Me la imaginaba añadiendo exóticos ingredientes a una gran olla hirviente, tal vez preparando una poción maligna para hechizar a incautos y atraerlos a su guarida y convencerlos que era yo.  Según leí una vez, se puede distinguir a una bruja por una marca que llevan en un ojo.  Todo eso me preocupaba tanto que comencé a padecer insomnio.

 

Durante lo poco que conseguía dormir soñaba que la mujer igual a mi invocaba un espíritu infernal, un ser aterrador que aparecía rodeado de sus diabólicos acólitos, un ejército de seres abominables horriblemente deformes.  Monstruos con terribles garras.  A una orden de su ama se abalanzaban contra los indefensos seres humanos, y después les borraba la percepción de las cosas.  Veía a los engendros saliendo de los infiernos y sembrando la Tierra de espíritus malignos, transformando nuestro mundo en un pandemonio de depravación ajustado a sus siniestras necesidades.  Luego, una vez aniquilado hasta el último ser humano, luchaban entre ellos en terroríficas batallas, en las que no había ninguna regla ni bandos definidos, sólo una orgía de destrucción.

 

Un tremendo dolor de cabeza me taladraba el cráneo al despertar, como si me hubiesen metido una barrena por la nuca hasta sacarla por la frente.  En el trabajo me desconcentraba debido a la falta de sueño; comencé a recibir las broncas de mi editor y el desprecio de mis coetáneos.  Mi familia empezó a preocuparse por mí, insistiendo en que fuese a ver al médico, pero no les hice caso,   me encontraba perfectamente.

 

Para evitar las pesadillas pasaba las noches apostada en el balcón con unos prismáticos, un micrófono direccional y una cámara con teleobjetivo, cargada con película de alta sensibilidad.  Después de un par de horribles catarros, debidos al frío nocturno, conseguí descubrir una pauta en sus movimientos.  Sus paseos siempre eran de noche y según la hora, la época del año, la fase de la luna y la humedad del aire, variaban su recorrido en un complejo patrón que sólo yo fui capaz de descifrar.  Estaba claro   era hechicera y que ejecutaba algún ritual mágico con aviesas intenciones.

 

Pedí   a mi editor tres meses para viajar en busca de investigación ara mi próximo libro y comencé a investigar por las bibliotecas, buscando antiguos libros de magia y ocultismo.  En uno de ellos el alquimista Paracelso explicaba la forma de crear un homúnculo.  La receta para crearlo consistía en colocar en una bolsa huesos, esperma, fragmentos de piel y pelo de cualquier animal.  Todo esto había de enterrarse rodeado de estiércol de caballo durante cuarenta días, tiempo en el cual el embrión estaría formado.  Deseché la idea al tener en cuenta la dificultad de encontrar estiércol de caballo en el barrio... aunque me quedó la duda de si para el diabólico experimento valían también los excrementos de perro que, abundan por las calles.

 

Después   estudié un tratado sobre esoterismo y adivinación de Hermes.  Había fallado en mis intentos de colocar cámaras ocultas en su casa y no podía verla para comprobar si echaba las cartas o leía los posos del café, por lo que tuve que probar otra cosa.

 

Lo intenté con la astrología.  Desconocía el signo zodiacal de mi doble pero, fuese cual fuese, procuraba evitar al cartero que era Cáncer y al barrendero, que era Libra.  En cambio, cuando hacían la compra en el supermercado, siempre se ponían en la cola de la caja número tres, atendida por un dependiente llamado Juan, que era Acuario.  Salvo la coincidencia con las fases de la luna, no le encontré ningún sentido.

También me fallo  el Feng Shui y la astrología china, pues tras muchos estudios, cálculos y cábalas, descubrí que estábamos en el año del la cabra loca.  Me pareció algo confuso y cambié la línea de investigación.  Busqué en la Biblia.  Tras leer el capítulo de las Revelaciones, también llamado Apocalipsis.

 

En ninguna biblioteca hallé el códice de bacón; querían hacerme creer que era un libro ficticio, pero estaba claro que mentían.  Inasequible al desaliento seguí buscando en librerías de ocultismo menos sospechosas de pertenecer a los Iluminati.  Mientras tanto mi vecina continuaban con sus recorridos y jaculatorias por el barrio.

 

Por fortuna todo acabó una noche de invierno, fría y lluviosa, en la que me encontraba apostada en la azotea, justo sobre mi casa, vigilándola.  Iba cubierta con un impermeable negro, para pasar desapercibida, y equipada con mi visor nocturno de gran resolución.  Me había costado más de tres mil euros y una espantosa discusión con mi pareja, pero valió la pena.

 

 Ellas se encontraban, paradas en la calle.  Miraban hacia lo alto, al cielo nubloso que comenzaba a descargar gotas de lluvia frías como   de hielo.  Nunca la había visto   tan quieta, y esta vez no parloteaba ni gesticulaba, simplemente permanecía en pie, con la vista clavada en el trozo de cielo que se divisaba entre los edificios.  Entonces levanté la mirada hacia las nubes y la vi.  A simple vista no hubiese podido distinguir nada, pero mi visor nocturno me permitió observar todos los detalles.

Era una nave espacial inmensamente grande y oscura, y no reflejaba la iluminación de las calles.  Fue abriéndose paso a través de las nubes negras con tal suavidad que no se vieron perturbadas por la intrusión.  Empezaba a comprender que la   mujer igual a mí, a pesar de su aspecto inofensivo, era la avanzadilla de un ejército invasor alienígena.  Esa era mi próxima línea de investigación, ya me había suscrito a varias revistas de parapsicología y había comprado las obras completas de Isaac Asimov.

Mi mente comenzó a funcionar a toda velocidad; no sabía que hacer. 

 

Desde mi atalaya esperé que, de un momento a otro, comenzase el ataque, que desatasen una lluvia de lenguas de fuego que fundirían los edificios con grandes explosiones.  La nave parecía no tener fin; mirase donde mirase ocultaba el cielo.  Debía tener más de 30 kilómetros de diámetro, en el caso de que fuera circular.  Estaba ensimismada con la majestuosa nave y en realidad me había olvidado del porqué de mi presencia allí arriba, cuando todo ocurrió muy deprisa.  Estuve a punto de perder el control de mis nervios cuando desde la parte   central   emergía un cegador rayo de luz.  Alcé el visor bruscamente y, cuando mi vista se acomodó de nuevo, pude observar anonadada como el haz iluminaba a mis dos vecinas.  No sé si en esos momentos dejé de respirar o tal vez fue la impresión, pero sentí un repentino mareo cuando, allí paradas en medio del círculo luminoso, se fueron desvaneciendo hasta desaparecer; como disueltas en el aire.

 

El brillante haz de luz se apagó, dejándome de nuevo en la oscuridad.  Abatí el visor ante los ojos y vi que la nave comenzaba a elevarse atravesando el mar de nubes con suavidad; luego desapareció entre las sombras.  El corazón me latía arrítmicamente, las piernas se me aflojaron y caí de rodillas en el suelo húmedo.  Al fin comprendí lo que había pasado.  Mi otra   cual gota de agua a mi era del planeta Marte perdida y sus idas y venidas eran la angustiosa espera del rescate.  Qué estúpida había sido al no darme cuenta; si lo hubiese sabido antes tal vez podría haberle ofrecido mi amistad; seguro que se sentía muy sola desdoblada en un   cuerpo que no le pertenecía para no llamar la atención.  En la misión de estudiar, la mente y su proceso creador   de una poeta terrestre.

 

Ya han pasado algunos meses y ha llegado otro invierno.  Mi familia, mi pareja, el mundo de la cultura, me han abandonado y los vecinos huyen de mí, dicen que estoy loca, pero no me importa.  Ya no trabajo, finjo tener una enfermedad mental y he conseguido una pensión vitalicia que me permitirá seguir vigilando.  Utilizo los prismáticos de día y el visor nocturno por la noche; busco otros extraterrestres entre mis vecinos.  Grabo en vídeos digitales los movimientos de la gente del barrio y luego estudio sus pautas.  Esta vez no me engañarán.  Empiezo a sospechar de un tipo de sorprendente parecido a George Bush pasa a menudo frente a mi casa.

 

 Tengo que dejar de escribir, ya casi es la hora a la que va al supermercado a contactar con otros seres de su especie.  Hoy probaré mi disfraz de presidente, el traje negro impecable me cae muy bien y la peluca blanca nívea me da un aire realmente intelectual.

Seguiré con mis investigaciones.

 

©Carmen María Camacho Adarve

LLAMADA TELEFÓNICA…

LLAMADA TELEFÓNICA…

 

No sé... Sabes? hoy me han llamado de una aseguradora porque, al parecer, me caducaba el seguro de la vivienda, pues bien, después de intentar explicarme lo maravilloso que era el que ella me ofrecía, lo hemos dejado por imposible con una frase que aún resuena en mi cabecica.

Vale, vale señor López, le dejo mi teléfono y que me llame la persona que le lleva las cuestiones prácticas. Y para más guasa, tiene su miga, me ha pedido una recomendación literaria.

Sí, la culpa ha sido mía, hemos hablado distendidamente más de la cuenta porque no sé colgar, ni decir que no pero... ¡pensándomelo bien!

Ha empezado muy formal y... después de carcajear un poquito, me ha dicho porque usted se dedica a...

anda, profe!!!! pues dime un título (dime, ha dicho) que esté bien.

 

dime dime dime... como si los libros fuesen la casquería de la diversión

Si te soy sincero (y no me prejuzgues) le he gastado una mala pasada. Utilizando su tono le he aconsejado que comprara (y hasta aquí he notado su reticencia) "San Manuel Bueno Mártir" de Unamuno con el pretexto absurdo de que hablaba de ella.

Porque Manuel es un cura que ha perdido la fe y sigue predicando y ella era una "cura" (vendedora de seguros, otros seguros distintos, pero seguros mal que nos pese) que también había perdido la fe (para muestra, su llamada) y seguía taladrando al personal.

 

 si se entera o no... No depende de mí. Me ha cogido sarcástico.

©Carmen María Camacho Adarve

MI PARAGUAS NEGRO

MI PARAGUAS NEGRO


Al  comprobar que había olvidado mi paraguas en el mostrador  del negociado de hacienda, monte en cólera y fui echando chispas  hasta la delegación, mostrador por medio, apoye las manos en el y comprobé que el funcionario que me atendió momentos antes era ahora el dueño de mi paraguas ya que colgaba de un extremo de su mesa bastante visible ¡mi paraguas negro¡ era el mismo y  me encare con un funcionario (ex compañero) bajo y grueso supo -es un modo de decir- quién era yo. La impaciencia es en mí congénita y con el correr de los años se fue perfeccionando hasta llegar a límites intolerables. Además, andaba con los minutos contados; quería reclamar el muy traidor de Rufino al que yo gritaba cuentas.

 Dijo:

-A usted, a quien  le da por reclamarme mi propio paraguas  sepa usted ¡que no puede  quien no posee papeles  de el! , sin ton ni son, le va a venir.  Una deducía en forma de expediente...

Mi experiencia, la cara de ese hombre y sus irritantes palabras me dijeron que mi reclamación no me serviría para nada.

Yo sólo tenía una ambición: recuperar mi paraguas y  largarme, con la máxima velocidad de mis piernas.  Intenté decírselo. El funcionario, más allá de mis balbuceos, dijo:

-Resulta que yo tengo un gran sentido del humor. O, mejor dicho, tengo muy desarrollado el sentido del humor... y a pesar de su chiste este paraguas es ¡mío!

-Es lo mismo -lo interrumpí.

-Permítame, señor marques, permítame: no es lo mismo. Usted,  tendría que ser el primero en conocer y en manejar de modo adecuado la diferencia de matices existente entre los diversos paraguas que decoran nuestra  delegación de hacienda olvidados por gente sin escrúpulos.  Para ser más preciso, ya que, como usted sin duda sabrá (o, acaso, no lo sabe, y, siendo así, se lo digo ahora, ya que nunca es tarde para aprender) –probó-  era su oportunidad.

Lancé un ostentoso resoplido de impaciencia.

-Muy bien. Como le decía, yo tengo muy desarrollado el sentido del humor. Pues, en efecto, yo creo que todos nacemos con un cierto sentido del humor. Después, junto con el correr de los años (es una teoría mía), unas personas lo desarrollan más, y otras, menos. Yo, con toda modestia, creo contarme en el primer grupo, es decir, en el de las personas que desarrollan con más vigor. Menos vigor. ¿Me explico?  Espero que usted sepa perdonarme esta reserva: usted sabe que hay que obrar con prudencia. ¿Usted se ofende si le digo que el paraguas es mío?  ¿Me guardo el nombre de la paragüera donde lo compre?

-¿No  iba a  devolvérmelo? -la transpiración me corría por el cuello.

-A eso iba. Resulta que, momento, mencionar), me paso  la vida me la paso gastando bromas. Bromas de buen gusto, se entiende. Porque yo aborrezco las bromas subidas de tono, las bromas soeces… Como me la paso gastando bromas. Y no quiero incurrir en más digresiones, voy a ir directamente a la cafetería… A propósito, hay mucha gente que, de modo que tengo que ser puntual a la hora de irme a por mi café con leche y media tostada de aceite, como es lo correcto… Para su tranquilidad, le diré que usted no se cuenta en el número de esos que se abalanzan hacia el bar como muchos creen…

 Efectué un rápido pataleo de irritación.

-Vamos ya mismo  ¡enséñeme la factura donde consta la compra del paraguas! Me la paso gastando bromas…

Pensé que esta impertinencia lo haría cambiar de estilo.

-En efecto, señor marques: cuyo nombre prefiero, por el momento, no mencionar -replicó, agraviado-. Y le ruego que respete las razones que me llevan a adoptar estas prisas en asunto tan delicado como es mi media hora para desayunar. Pero debo decirle, asimismo, que no pensaba ahora repetir ese concepto, pues tenía la idea, ahora veo que errada, de que dicho concepto había quedado bastante claro. Por eso, es ágil y rápida, razón por la cual odio las repeticiones, los circunloquios y las digresiones de personas   poco avezadas,  no tengo ahora más opción que reiterar aquella idea: así es, mi estimado señor marques, prefiero, por el momento, me atrevo a conjeturar que con eficacia,  que este paraguas no es de usted, gracias a mi gran dominio de mi trabajo.

En casos así adopto actitudes teatrales:

-Si es necesario -gemí-, se lo suplicaré de rodillas y con lágrimas en los ojos: por lo que más quiera, ¡desvuélvame de una buena vez  mi paraguas!

-Es lo que haré de inmediato  (aunque no sea suyo) cuando regrese de desayunar. No hablaré más, no diré que prefiero no mencionar su nombre, no diré que me desempeño con eficacia en mi función ya mencionada. Y más aún me guardaré de decir el nombre de la paragüera Todas estas útiles informaciones dejaré, con dolor, en el tintero (metáfora, por otra parte, nada original, pero que puede emplearse lícita, aunque paradójicamente, en la lengua oral). Y relataré, sin permitirme la menor reflexión acerada ni el mínimo juicio lapidario.

 Consideré prudente guardar silencio.

 

(Cuentos del Marques de Posadas Ricas)

©Carmen María Camacho Adarve

 

UN MARQUES QUE SE HIZO A SI MISMO

UN MARQUES QUE SE HIZO A SI MISMO

 

 

 

 Era un hombre  corriente, una vida común,   amante  de las mujeres; alto  corpulento poseía una hermosa voz de flauta cierta sonrisa sardónica y mefistofélica  funcionario de hacienda; trabajaba sus horitas… y a pasear y siempre que terminaba sus paseos…intrigantes, a saber,  regresaba a su casa. Una vida común.

 

Aquella mañana mientras acudía a su trabajo, algo paso por su cabeza deshizo lo andado y regreso a su apartamento de soltero. Entro en el y corrió a su dormitorio abrió el armario y busco sumergido en el, mas bien engullido, por el desorden de ropas.

Emergiendo de el, con varios pantalones vaqueros,  un par de jerséis, y cazadora gastada, se colgó a la espalda una mochila con algo de víveres y una vieja manta. En el ascensor toco el botón del parking, cuando estuve en el, desempolvó su moto Houston 125

Arranco…  carretera y manta.  Durante días condujo por pueblos perdidos de la mano de Dios, solo paraba para reponer el combustible, viandas y a dormir en cualquier Fonda. Hasta que una tarde…

 

  Sus deseos de verse coronado   con  arrestos aristocráticos habían concluido  considero  que su abuelo lo nombro a los seis años marques y   fundador de Posadas Ricas ¿cosa menos noble?  En la Ermita pidió   fuera atendida su petición con escudo, cimera y lambrequín y de nombre  Don Florencio Macias hincando la rodilla frente al Altar – dijo- este marquesado no reconocerá más dignidad ni dará más honores que aquellos que brotan de mi virtud y  mérito. No podrán usarse otros títulos, so pena de inmersión en pasta de celulosa hasta el mismísimo morir, e introducción oral de lambrequín al rojo vivo.

 “ por los siglos de los siglos amén".

 

©Carmen María Camacho Adarve

 

(Cuentos del Marques de Posadas Ricas)

FALSAS APARIENCIAS

FALSAS APARIENCIAS

 

FALSAS APARIENCIAS

 

Yo no estaba buscando  al gatillo de  la mendiga. Que pide sentada en la acera junto al banco.  Tenía otras preocupaciones y caminaba un poco cabizbajo. Me dirigía, bajo el frío de enero  y por la calle alcantarilla, hacia el centro, al banco donde debería realizar trámites molestos y hasta inquietantes. Se que  en los últimos tiempos ha caído en una especie de manía repetitiva.

 

 

 

Lo reconocí al instante -¿cómo no iba a reconocerlo? Hemos forjado una sólida amistad (la mendiga y yo) y, a veces, con sólo nuestras miradas nos entendemos, siempre y sobre todo por el frío le doy algo de dinero para gastos del gatillo. Me pregunta –todas las mañanas- si vale la pena seguir viviendo, así, sola en el mundo,   sin congéneres. No tiene manera de morir por su propia voluntad, y yo no tengo manera -y, aunque la tuviera, jamás lo haría-  no suelo dar consejos-


Mi mala suerte quiso que, ese día con el frío la mendiga  lo tenia resguardado en el centro del pecho, y tuve que meter la mano para acariciarlo, desde fuera parecía otra cosa…  más allá de la percepción del ser humano-  la gente se agolpo  en circulo mirándonos, y el barullo rompió a  gritarme insultos ensordecedoramente. Yo explique… era demasiado tarde la avalancha humana cayo sobre mi intentado arrancarme la piel.  Pude librarme de la estentórea pesadilla.


 Me fui directamente al banco para concluir el maldito trámite que había quedado postergado por culpa del gatillo de la mendiga.

 
Por estas razones, mientras perduran los  fríos de enero, converso con ella  y continúo acariciando al  gatillo distraídamente.

 

(Cuentos del Marques de Posadas Ricas)

 

©Carmen María Camacho Adarve

 

Leanlo hasta terminar les servira de mucho Pato o águila tu decides...Por Oscar Lopez

 





 
  
Muy buen mensaje realmente hay que cambiar de aptitud y levantarse de las tempestades, seguro llegaremos a ser como un aguila si mejoramos todos nuestros aspectos diarios..
 
 
 
 
Con mucho cariño

 
 
 
Leanlo hasta terminar les servira de mucho Pato o águila tu decides... 

 


Rodrigo estaba haciendo fila para poder ir al aeropuerto. Cuando un taxista se acercó, lo primero que notó fue que el taxi estaba limpio y brillante. El chofer bien vestido con una camisa blanca, corbata negra y pantalones negros muy bien planchados, el taxista salio del auto dio la vuelta y le abrió la puerta trasera del taxi.  

Le alcanzo un cartón plastificado y le dijo: yo soy Willy, su chofer. Mientras pongo su maleta en el portaequipaje me gustaría que lea mi Misión.

Después de sentarse, Rodrigo leyó la tarjeta: Misión de Willy: “Hacer llegar a mis clientes a su destino final de la manera mas rápida, segura y económica posible brindándole un ambiente amigable”

Rodrigo quedo impactado. Especialmente cuando se dio cuenta que el interior del taxi estaba igual que el exterior, ¡¡limpio sin una mancha!!  

Mientras se acomodaba detrás del volante Willy le dijo, “Le gustaría un café? Tengo unos termos con café regular y descafeinado”. Rodrigo bromeando le dijo: “No, preferiría un refresco” Willy sonrío y dijo: “No hay problema tengo un hielera con refresco de Cola regular y dietética, agua y jugo de naranja”. Casi tartamudeando Rodrigo le dijo: “Tomare la Cola dietética”

Pasándole su bebida, Willy le dijo, “Si desea usted algo para leer, tengo el Reforma, Esto, Novedades  y Selecciones…”

Al comenzar el viaje, Willy le paso a Rodrigo otro cartón plastificado, “Estas son las estaciones de radio que tengo y la lista de canciones que tocan, si quiere escuchar la radio”  

Y como si esto no fuera demasiado, Willy le dijo que tenia el aire acondicionado prendido y preguntó si la temperatura estaba bien para él. Luego le avisó cual seria la mejor ruta a su destino a esta hora del día. También le hizo conocer que estaría contento de conversar con él o, si prefería lo dejaría solo en sus meditaciones. ...    

“Dime Willy, -le pregunto asombrado Rodrigo- siempre has atendido a tus clientes así?”  

Willy sonrió a través del espejo retrovisor. “No, no siempre. De hecho solamente los dos últimos dos años. Mis primero cinco años manejando los gaste la mayor parte del tiempo quejándome igual que el resto de los taxistas. Un día escuche
en la radio acerca del Dr. Dyer un “Gurú” del desarrollo personal.  El acababa de escribir un libro llamado “Tú lo obtendrás cuando creas en ello”. Dyer decía que si tu te levantas en la mañana esperando tener un mal día, seguro que lo tendrás, muy rara vez no se te cumplirá. El decía: Deja de quejarte. Se diferente de tu competencia. No seas un pato. Se un águila. Los patos solo hacen ruido y se quejan, las águilas se elevan por encima del grupo”.

“Esto me llego aquí, en medio de los ojos”, dijo Willy. “Dyer estaba realmente hablando de mi. Yo estaba todo el tiempo haciendo ruido y quejándome, entonces decidí cambiar mi actitud y ser un águila. Mire alrededor a los otros taxis y
sus chóferes… los taxis estaban sucios, los chóferes no eran amigables y los clientes no estaban contentos. Entonces decidí hacer algunos cambios. Uno a la vez. Cuando mis clientes respondieron bien, hice más cambios”.  

“Se nota que los cambios te han pagado”, le dijo Rodrigo.   “Si, seguro que si”, le dijo Willy. “Mi primer año de águila duplique mis ingresos con respecto al año anterior. Este año posiblemente lo cuadruplique.
Usted tuvo suerte de tomar mi taxi hoy. Usualmente ya no estoy en la parada de taxis. Mis clientes hacen reservación a través de mi celular o dejan mensajes en mi contestador. Si yo no puedo servirlos consigo un amigo taxista águila confiable para que haga el servicio”.

Willy era fenomenal. Estaba haciendo el servicio de una limusina en un taxi normal.  

Posiblemente haya contado esta historia a mas de cincuenta taxistas, y solamente dos tomaron la idea y la desarrollaron. Cuando voy a sus ciudades, los llamo a ellos. El resto de los taxistas hacen bulla como los patos y me cuentan todas las razones por las que no pueden hacer nada de lo que les sugería.  

Willy el taxista, tomo una diferente alternativa:  

El decidió dejar de hacer ruido y quejarse como los patos y volar por encima del grupo como las águilas.  

No importa si trabajas en una oficina, en mantenimiento, eres maestro, Un servidor publico,"político", ejecutivo, empleado o profesionista, ¿Cómo te comportas? ¿Te dedicas a hacer ruido y a quejarte? ¿Te estás elevando por encima de los otros?

Oscar Lopez 

 

CAJAS BLANCAS NEGRAS Y ROJAS

CAJAS BLANCAS NEGRAS Y ROJAS


Trabajo en el archivo general, mi nombre es Florica, no me quejo tengo un buen cargo y con unos haraganes que son supuestos trabajadores a mi cargo, a saber. Aunque las normas de la casa lo prohibía, cada tanto visitaban la oficina algunos vendedores o de cajas de diversos productos. Los jefes solían ser tolerantes y les permitían la entrada, de modo que ya era costumbre que yo  comprara a esas personas. Cajas para archivar…

De esta manera conocí a Leandra, una mujer bastante extraña. Llego con cajas preciosas y me encandilo su melena salvaje rubia  vestía siempre el mismos colores, blanco, negro y rojo  lo que le daba el aire de una actriz a lo Marilyn Monroe, escapada de alguna película  de la época del cine de rosas, vino y lujo, que las llamo yo.

 No solo vendía cajas: además, libros y diccionarios, al contado. Me convertí en  la clienta de Leandra, pues la relación me resultaba muy cómoda: yo le pedía tal caja de tal color,  una caja bonita y unos días más tarde  Leandra regresaba, escrupulosa,  mi caja y al mismo precio que el  mayorista.

No tardé mucho en darme cuenta de que Leandra no sólo era extravagante en su aspecto, sino también en sus acciones y en su manera de hablar. Empleaba un vocabulario propio y exclusivo; no caminaba por la calle sino por la vía pública; no viajaba en tranvía,  ni trenes, sino en el  transporte público. Jamás decía «No sé»: si no “depende” y casi siempre preferiría no hacerlo.

En una ocasión, ante cierto diálogo, me costó dar crédito a mis sentidos. Desde mi mesa, mientras prestaba atención a detalles de mi trabajo, oí que Lola -una de las empleadas más veteranas, a punto de jubilarse- le preguntó:

-Dígame, Leandra, ¿usted nunca pensó en casarse?

La curiosidad me obligó a levantar la vista y a mirarla ella.  Esbozó una sonrisa comprensiva y, si se quiere, compasiva e indulgente:

-Pero, señorita Lola, su pregunta tiene fácil explicación-hizo una pausa de efecto-. Yo no me puedo casar por tres razones: una, ando escasa de dinero; dos, carezco de dinero; y, tres, no tengo dinero.

La respuesta de Leandra y, sobre todo, el estupor en el rostro de Lola me produjeron un ataque de risa, que disimulé lo mejor que pude. “vale”, me dije, “es una comedianta genial.”

El hecho fue que me acostumbré a las visitas periódicas de Leandra, durante las que, además de concretar las compras –a veces- de libros y siempre de cajas, me divertían sus excentricidades, anécdotas, razonamientos y disparates.

Llegaba con un carro de la compra azul, viejo hasta ser grisáceo, donde guardaba facturas, recibos,  libros, tarjetas personales..., en fin, diversos papeles de índole comercial a los que llamaba,  y vaya uno a saber por qué, elementos de juicio. Pero, además del carrito, cargaba siempre cinco o seis bultos: cajas de cartón arrugado o cajas de cartón rígido y  las publicaciones que le habían pedido.

Llegó el día en que el jefe del negociado,  fue ascendido y trasladado a la  central. Su reemplazante, el señor Roberto, no era mala persona, pero sí hombre de habla barroca, amante de circunloquios y devoto de normas y reglamentos: apenas asumió el cargo, aplicó la ley que no se cumplía, y entonces ni leandra ni los demás vendedores pudieron franquear los umbrales de la delegación.

Fue un problema menor, rápidamente resuelto: Leandra y yo intercambiamos nuestros números de teléfonos, de modo que mis compras y sus ventas siguieron realizándose, ahora con un solo cambio: en lugar de entregarme los libros  y las cajas en la oficina, Leandra me los llevaba a casa. A mí, lo de las cajas me apasiona ya que trabajo en archivos. ¡OH! que bellas son: les escojo un rincón de mi piso y les pongo encima un pañuelo bonito. Me gusta contemplar sus formas, sus colores… claro que he empezado a tener problemas mi marido y mis dos hijas me han abandonado les irritaba todo de mi, a saber, comentaban entre ellos mi forma de vestir absurda, con una cajita brillante a modo de tocado en un lateral de mi melena, mi ropa brillante de colorines, o estampados chillones florares, que remataba con un espléndido lazo de raso en la cintura. Escuchaba sus comentarios burlescos, cuando salía toda esplendida y divina rumbo a mi puesto de trabajo.  Hicieron bien, lo reconozco en su alocada estampida aquella tarde de verano de calor insufrible.

Y de espacio ya no me quedan rincones, pero si habitaciones, pasillo…Terraza mucho espacio por llenar con mis cajas.

En un momento dado, tomé conciencia de que ya hacía un año que trabajaba en el nuevo archivo rodeada de cajas, que no me podía llevar que, por lo tanto, también hacía un año que conocía a Leandra y que, a intervalos más o menos regulares, le compraba libros y cajas. En ningún momento  ella se llamó a sí misma “vendedora de libros”: decía que era portadora  de cultura.

En efecto, la portadora  de cultura llegaba, entorpeciendo con su carrito ruinoso, sus paquetes y cajas de cartón, a mi piso, me entregaba los libros, y cajas solía enhebrar una sarta de sorprendentes soliloquios y, después de unos veinte  minutos, se marchaba.

Recuerdo  bien su última visita; en ella Leandra había hecho fluir un discurso especialmente raro y muy extenso, en aquel idioma difícil de seguir en el que me ilustró con una absurda charla de un abecedario de su invención.  El café era una poción, el té un caldo y la menta-poleo  hervido una pócima; sin embargo, no logré que me explicara los fundamentos de tal clasificación.

Cosa extraña: sus argumentos, que al principio me habían causado gracia, de repente me irritaron, sin duda por el rechazo que siento hacia la irracionalidad y el error. Y, a pesar de que disimulé mi fastidio, vi con alegría el momento en que, por fin, Leandra se retiró, con su ajado carrito y sus cajas y sus paquetes a su planeta. Ya conseguiría yo, mis cajas, por mi cuenta.

Como la puerta de la planta baja está permanentemente cerrada con llave, tuve que acompañarla para permitirle la salida del edificio. Al volver al piso, advertí que sobre una de las sillas  Leandra había olvidado uno de sus bultos.

Era una caja de cartón, redonda, bastante parecida a las que se usaban para guardar sombreros de hombre. Dos cintas malva, nacidas en el borde y ahora caídas a su costado, servirían para trasladarla con comodidad.

Levanté la tapa y un horroroso gritito –se escucho en el interior- mire con mas detalle y horrorizada: descubrí dentro de una cajita transparente, a un espeluznante hombrecillo verde que prorrumpía en un discurso de improperios, aunque aún no habría podido llegar a su casa, llamé inmediatamente a Leandra con el propósito de avisarle del olvido. El tono de llamada  sonó cinco veces y atendió el contestador automático: dejé un mensaje  -aunque cortés, perentorio- no dejaba lugar a dudas.

Esa noche Leandra no me devolvió la llamada. Tampoco al día siguiente. Volví a llamarla y a dejarle mensajes en el contestador durante varios días y en distintos horarios.

Al llamarla una semana más tarde, el tono sonó no sé cuántas veces, pero no respondieron ni Leandra ni el contestador. “Estará desconectado”, me dije.

Unas horas después mis llamadas fueron respondidas por una voz femenina que recitaba: “siete telefonía informa que el número solicitado no pertenece a ningún usuario”. Más adelante, el número de Leandra siguió  en absoluto silencio, como si ya no existieran ni su número ni su terminal.

Cuando comenté en la oficina el suceso, Cari, cuyo escritorio está pegado al mío, se ofreció a venir a casa:

-Siempre que no te moleste –dijo-.

-Al contrario –respondí-, te agradezco la ayuda.

De manera que, al concluir el horario de trabajo, Cari visitó -por primera y última vez- mi piso. Al destapar la caja, esbozó un gesto de contrariedad:

-¡Por Santa Genoveva! –dijo-. El asunto parece complicado.

-Claro que sí: yo te lo tengo dicho.

Después Cari perdió todo interés en la caja y se distrajo mirando en derredor. En pocos segundos, logró ponerme nerviosa. Es inquietante y se lanzó a recorrer todo el piso y a expresar diversas críticas o sugerencias cuando chocaba con alguna de mis cajas, que yo no le había pedido, como, por ejemplo, “Aquí te vendría bien poner un espejo” o… ¿solo tienes esas cajas por todas partes? Parece que hubiera corrientes de aire.

Se detuvo ante el portarretrato de mi ex, sonriente, lo sostuvo unos momentos en la mano, lo cambió ligeramente de lugar y comentó:

-¿Así que ésta es tu ex? Es guapo chica, que pena que te dejara y lo peor que se marcharan tus hijas con el. Estas muy sola Florica y ellos tan a gusto en el norte.

Me dije que podría haberse ahorrado los comentarios y la recomendación: mi idilio con mi ex y mis hijas se hallaba ya muy deteriorado y varias veces había sentido la tentación de quitar el retrato, pues su sola presencia me perturbaba.

Luego investigó la biblioteca y aprovechó para pedirme prestada un libro de cuento de Bolaño. Aborrezco prestar libros (y también pedir prestados) pero, como había sido tan gentil en venir a casa para ayudarme, no me atreví a decirle que no.

 Cari ya dije que es inquieta. Unos días más tarde verifiqué que, asimismo, le gusta hablar de más. En efecto, el viernes el señor Roberto me convocó a su despacho y, tras mi entrada, cerró la puerta. Por el dictáfono ordenó:

-Fernanda, por favor hasta nuevo aviso no me pase ninguna llamada.

Me hizo sentar frente a su escritorio y, con una sonrisa que pretendía ser cordial pero que era tensa, me dijo:

-No es que a mí me guste meterme en la vida del prójimo, mi querida Florica, pero, en cierto modo, siendo usted una veterana funcionaria,  y siendo...

“Ahora va a arrojarme en el laberinto de su prosa con vericuetos.”

-... yo un hombre algo mayor que usted, con más experiencia vital, y también su director, una especie de padre dentro del archivo, ¿no?, tengo como una especie de, cómo diré, de obligación moral de ayudarla. ¿No es así...?

Como  esperaba una respuesta, asentí en seguida, movida por el deseo de que terminase de hablar lo antes posible.

-De manera –continuó- que, si usted me lo permite, mañana, que es sábado y que tenemos tiempo, voy a hacerme una escapadita a su casa, a ver qué podemos hacer...

No pude menos que aceptar su propuesta. Al volver a mi mesa, Cari rehuyó mi mirada. Sin embargo, unos minutos más tarde, se acercó y me musitó al oído:

-No vayas a creer que se lo conté yo. Él ya lo sabía: no es fácil ocultar esas cosas.

Me pregunté cómo sabía Cari que Roberto lo sabía.

El sábado tuve que levantarme temprano, pues no podía recibir al señor Roberto con las cajas llenas de polvo ya que no se barría desde hacía por lo menos dos semanas. Dediqué gran parte de la mañana a la detestable tarea de hacer correr la aspiradora por las habitaciones y entre las cajas, repasarlas  con un trapo del polvo, limpiar el baño y la cocina... En fin, a eso de las once, mi casa ya estaba presentable para recibir al señor Linares.

No llegó solo, sino acompañado por  López   -el ordenanza aficionado al bingo- y por un caballero -para mí desconocido- de traje, corbata y gafas.

-El doctor Amancio -el señor Roberto lo presentó- es el escribano, también llamado notario, que va a levantar el acta. En cuanto a     López  -agregó, de forma afable-, no necesita presentación. ¿Quién no le debe algún favor a López, no es cierto?

López, vestido con el uniforme de ordenanza, sonrió con timidez.

-López  sólo está aquí en calidad de testigo, para que el doctor Amancio pueda asentar su firma en el acta.

-Está bien –dije-. De acuerdo.

El señor Roberto destapó la caja y, con la tapa en la mano derecha, miró con atención el contenido; lo mismo hicieron en seguida el doctor Venancio y el ordenanza López.

Ósea,- me dije-  que ahora me creen han visto al horripilante hombrecillo verde dentro de su cajita transparente…

-¿Todo en orden, López? -preguntó Roberto.

-Sí, señor, ningún problema.

El doctor Venancio desplegó el acta sobre la mesa del comedor. Eran tres hojas; firmó en los márgenes de las dos primeras y luego al pie de la tercera. En seguida le indicó a López  que debía hacer lo mismo; éste firmó con alguna lentitud: se veía que no era hombre avezado a papeles ni escrituras.

-¿Yo debo firmar? -pregunté.

-No es necesario -contestó el escribano-, pero tampoco es inconveniente. Lo dejo a su criterio.

-Voy a firmar, por las dudas.

Aproveché para leer el acta, y comprobé que su contenido se ajustaba rigurosamente a la verdad. Entonces firmé.

-Y usted, Roberto, ¿desearía firmar?

-No, doctor, no me parece imprescindible. Ni tampoco prudente.

Tras algunas palabras anodinas sobre el estado del tiempo, mis visitantes se retiraron.

Tenía planeado concurrir esa noche al cine con Marina. Pero a eso de las seis de la tarde me llamó para cancelar la salida:

El problema está en mi marido -me explicó-. Si es que puede llamarse problema. A mí no me parece que tenga nada que ver, pero a él sí: cree que, en el actual estado en que te encuentras – ya sabes- lo de las cajas, tu situación puede hacerme perder la realidad.

Tuve ganas de mandarla al demonio, junto con su distinguido marido, pelafustán entregado a los enredos de la política, pero me limité a decirle:

—Está bien, de acuerdo.

Y pensé: “Mejor así, ya me tiene harto.”

Busqué en una guía de Internet el número telefónico de Leandra y averigüé que vivía en la calle  sal si puedes. El domingo por la mañana me dirigí a la casa en cuestión; encontré una tapia de madera y un cartel que decía: DEMOLICIÓN TOTAL Y OBRA NUEVA. NUEVO COMPLEJO RESIDECIAL. CON JARDINES Y PISCINA.

Exceptuadas algunas circunstancias muy específicas, mi vida siguió sus cauces normales.

No pasó demasiado tiempo hasta  me ingresaron en un psiquiátrico por vía judicial.  En el que había una ventaja y un inconveniente. La primera consistía en un aumento de amigos   momento. El inconveniente radicaba en que debería cumplir mis nuevas tareas en el psiquiátrico y los terapeutas, por cierto bastante alejado de la ciudad, vamos en mitad del campo y de difícil acceso.

Sopesé los pros y los contras, y finalmente acepté el papel de  “la loca de las cajas”, resignándome  a las exhaustas sesiones de terapias y medicación que me hacia caminar con mi pijama azul con un pijama azul y la baba caída. Isidro era mi mejor amigo padecía síndrome de Diógenes y me comprendía le parecía muy injusta nuestra situación, imprescindiblemente tendría que vender antes mi piso de la avenida de los naranjos, -decían- los profesionales-

Sin buscarla mi afición al coleccionismo de las cajas, alcancé también cierta notoriedad, y me di cuenta de que experimentarla no era desagradable. Recibí cronistas y fotógrafos de los diarios mas importantes, y de las revistas Hola y Gente; fui sometida a reportajes y retratada -ya sonriente, ya adusta- junto a la caja redonda. También me invitaron a varios programas periodísticos de la televisión, a los que concurrí con cierta vanidad. Y no rechacé invitaciones a presentarme en programas frívolos de  chismes.

En el ámbito hospitalario sufrí algunas preguntas, tan ingenuas como esperables, y distintos inconvenientes de algunos pacientes leves, que no impidieron mi continuo ascenso entre los demás locos.

Más aún: diría que, en este aspecto, no puedo quejarme. Cada nuevo éxito generaba un nuevo progreso, y mi carrera seguía creciendo en jerarquía y en dinero.

Un viernes a la tarde (el mejor momento de la semana) fui citado a la oficina central. El mismísimo administrador jefe me congratuló y me manifestó que, sin el menor asomo de duda, antes de un año me -Así que, estimada Florica, le conviene ir arreglando sus cosas con tiempo.

“Entre jarales y un rosal” es un magnifico centro psiquiátrico que, sin embargo, obligará  Isidoro a renunciar a su plaza de loco y acompañarme a la nueva casa  y, a nosotros, a cambiar. Una vez allí,  no resultará difícil conseguir el alta.

Isidoro y yo nos hemos vuelto tacaños hasta el extremo de la más ruin avaricia: queremos tener suficiente dinero como para poder comprar, en Madrid, un piso relativamente espacioso, y creo que vamos a lograrlo. Es el único modo: ahorrar y ahorrar y ahorrar servicios: electricidad, teléfono, gas, agua... También dejé de pagar  los impuestos municipales.

-Van a hacerte juicio y te rematarán el departamento —suele comentar Guillermina.

Indefectiblemente respondo:

—Pero no van a encontrar comprador.

—Es verdad —responde Guillermina todas las veces—, pero ése no es problema nuestro.

©Carmen María Camacho Adarve

VIDAS AJENAS

VIDAS AJENAS

  

 

        Estando esa mañana calurosa de Julio, en una pequeña ciudad, en el interior de la iglesia donde se celebra la ceremonia  de la boda de mi hermana, sentado en un banco de madera, con los pies apoyados en el reclinatorio, cerca de la puerta de salida,  de pronto, una «enorme»  mancha negra bajo el talón de mi zapato derecho. No había terminado de pensar que ésa era la mancha negra mas rara y más grande que había visto en mi vida de un simple tacón de madera, ¡horror carcoma! cuando, abandone bruscamente el zapato, los animalillos se  introdujeron, por el bajo, entre la pierna y el pantalón. Mi novia no paraba de darme codazos y pellizcos para que atendiera al cura, en ese momento hablaba sobre la creación –me pareció entender- la que nada entendía era Juana.

         Yo estaba «petrificado». Jamás me  ocurrió  nada tan desagradable. En ese instante recordé  cosa leídas en -revistas de naturaleza –, al recordar: que, no hay excepciones, a-todas las carcomas se lo come todo, aun las más pequeñas, poseen un liquidillo destructor,  b-y la posibilidad de darme golpes era lejana en aquella situación, y que la carcoma hacen su trabajo con limpieza y rapidez.  Con  evidencia, esa era una carcoma descomunal tendría,  abundante liquido, y con alto grado de destrozarme todo lo que llevaba puesto en pocos minutos. Aunque bueno en realidad, las más currantes son las  más pequeñas. Pensé que lo más sensato era quedarse inmóvil, pues, al menor estremecimiento mío, la carcoma  inyectaría una dosis de líquido en mi pantalón para empezar su festín.

 

        De manera que permanecí tieso, andaba tieso, hasta en el restaurante, cinco o seis horas, con la razonable esperanza de que la carcoma terminaría por abandonar el sitio que había ocupado sobre mi tibia derecha: por lógica, no podría quedarse demasiado tiempo en un lugar donde jamás encontraría qué comer. Ante esta predicción optimista, sentí que, en efecto, los visitantes se ponían en marcha.  Sobre la erizada piel de la pierna.

  Saltaron de mi tibia derecha a mi zapato izquierdo, hizo su trabajo limpio, en unos segundos en vez de zapatos tenia dos  manoletinas de torero

 

         Esta es -fundamental- parte de  la historia. Luego  siguieron variantes poco significativas: el hecho básico era, en el temor de ser desnudado, estaba empecinado en quedarme estático todo el tiempo que fuere necesario ya se comió los dos  tacones de mis zapatos, pese a las exhortaciones en sentido contrario mi novia, mi madre, y mi hermana en el restaurante. Llegaron, de este modo, a un punto muerto en que ningún progreso fue posible.

 

Yo  estaba inmóvil, si bien en una postura no demasiado forzada, parecida a la del descanso en la instrucción militar;  ellas  lloraban.

         Mi novia me dijo que  había pensado un plan b. 

        -¿Qué plan?- musite- para evitar daños colaterales

 

         Con un cuter cortare  verticalmente, de abajo arriba, la pernera derecha del pantalón hasta descubrir a la carcoma grande. Una vez realizada esta operación, daré  un golpe de  papeles de periódico enrollado  para, precipitarla al suelo y, entonces, darle muerte.

 

        -No, no, -balbucee-  en contenida desesperación—. La tela del pantalón va a temblar, y la  carcoma terminara con todo mi traje, quedare desnudo en mitad del salón de restaurante y con manoletinas. –Los comensales- tras dar algunos puntos de vista sobre mi rigidez se olvidaron de mi, y apuraban sus platos y las botellas de vino, con una gran algarabía muy festiva dando grandes risotadas.

 

- No, no: ese plan no sirve para nada.

 

        A la gente cabezota no la soporto y mi novia cada vez estaba mas empecinada casi fuera de si, con los ojos llorosos y desencajados, dispuesta a desarrollar su plan b.

 

        -Entonces no sé qué diablos vamos a hacer –dijo Juana. Justamente este domingo que estamos celebrando la boda de tu hermana, ¡además tu me has metido en este lió! Estoy pasando un calvario de vergüenza…

 

        -Felicidades  -dije, y besé a  mi hermana  acababa de acercar.

 

        -… ¿y no puede ser que los invitados vean a Serafín? ¿ así como si fuera una estatua –pregunto-mi hermana a mi novia y mi madre.

 

       -Además, ¿qué va a decir mi marido y mi suegra?

 

      - ¿Qué van a decir?  -dije- repitiendo su pregunta.

 

        -¡Tengo una idea!  -exclamó mi madre-. Llamemos a  Sebastián...

 

        Me apresuro a dejar sentado que el plan de mi madre no me deslumbró y que, por lo tanto, no me cabe ninguna responsabilidad en su ejecución. Más aún: me opuse a él con energía. Sin embargo, fue aprobado calurosamente  por las tres.

 

        De manera que se presentó Sebastián  y, de inmediato, pues era hombre de escasas palabras y de muchos hechos, puso manos a la obra. Rápidamente preparó argamasa y, ladrillo sobre ladrillo, erigió en torno a mi  un cilindro alto y delgado que concluyo en una cúpula. La estrechez del habitáculo, lejos de ser una desventaja, me permitiría  dormir de pie, sin temor a caídas que me hicieran perder la posición vertical. Sebastián  revocó prolijamente la construcción, le aplicó cemento y la pintó de color verde césped, para que armonizara con el alfombrado y los sillones.

 

        Sin embargo, Juana —disconforme con el efecto general que esa pequeña cúpula producía en  el recibidor del restaurante -probó sobre el techo un jarrón con flores y, en seguida, una lámpara con arabescos. Dubitativa, dijo:

 

        -Que por ahora quede esta porquería. Cuando lo llevemos a casa compro algo como la gente.

 

        Para que  no me sintiera tan solo, pensé en colarme en la fiesta cada vez estruendosa, pero la perspectiva de afrontar la música a que son aficionados en los bailes de boda  me amedrentó. De cualquier modo, Sebastián  había tenido la precaución de confeccionar una diminuta ventana rectangular frente a mis  ojos  para que  pudiera  divertirme contemplando ciertas irregularidades  en la pintura de la pared.

 

 

        Tras varias semanas sigo habitando en mi pequeña cúpula  y con la novedad de que, en torno de ésta, ha estrechado ramas y hojas una espléndida enredadera de flor de pasion. Aparté un poco el exuberante follaje  logré ver a través de la ventanita. Juana me informó que, por  suerte  para mi estaba adaptado a las nuevas circunstancias, la naturaleza  me había  eximido  de necesidades físicas de toda índole.

 

         Mi madre –me dijo- que fuera razonable; que, tras veintidós meses de encierro, sin duda la famosa carcoma habría muerto; que, en consecuencia, podríamos destruir la obra de  Sebastián  y... que…

 

         Mi voz ya no se percibe: me limitó a negar desesperadamente con los ojos.

 

        Pero, después de estos estallidos, prevalece el respeto por el prójimo, y nos hemos dado cuenta  que no tenemos ningún derecho a entrometernos – en la  vida de los demás. Ajenas y a despojarme de una ventaja que yo mucho valoro.

 

©Carmen María Camacho Adarve.

 

 

SUSPENSO

SUSPENSO


En el aula,  de la facultad de químicos, mientras tomábamos notas, de interminables formulas.   Apostó  el cretino de Juan cincuenta euros, Conmigo –si tienes narices dijo-  me quite la camiseta ¡pero que tontería te va a salir cara la apuesta –le dije con cierto aire socarrón- Juan enmudeció.

Eres tonto Juan ¡por cincuenta euros! Me pongo en pelotas. Y cuando estaba con mi torso al descubierto se volvió, Don Andrés, del encerado para comentar algo. Señor Damas –dijo- ¿se ha dado cuenta que no lleva la camiseta puesta?

-Si respondí Don Andrés, me la he quitado yo.

- ¿Y, por que?

- Tengo mucho calor.

-Pues salga usted a la calle.

- Afuera hace mucho calor.

-¡levántese de la silla!  -me ordenó-

-No me apetece.

-Bien, bien, -ya un poco crispado- salga al encerado y desarrolle la ultima formula que he dado.

-Me puse la camiseta,  pedí los cincuenta euros a Juan, en el encerado escribí la formula del agua.

-vale  vuelva a su asiento – reconozco su nivel- Mañana ya me lo demostrara en el examen.

Dos días después, entro al aula Don Andrés, con las notas del examen, fue recitándolas en voz alta… cuando llego a mí casi arrastrando las palabras -dijo-  usted Señor Damas, tiene la nota mas alta nueve, como comprenderá esta usted suspenso, no me creo el examen a debido copiar.

-No es justo –dije-no he copiado.

Pues sepa usted, que desde ahora no pienso aprobarle ningún examen, por mucho que copie esta ya todo el curso suspenso.

Los exámenes que vinieron después, traían todos sobresalientes, pero… Señor Damas  esta suspenso por copiar. Jamás copie Don Andrés.

 Es verdad, que desarrollo las formulas por pura intuición, se que poniendo unos valores, sale la formula que sea, no se como pero lo hago.

 

 

El claustro de profesores estaba interesado en el resultado final de mis trabajos. Y seguían de cerca de Don Andrés, formando grandes peloteras el los claustros por lo injusto de su proceder conmigo el decía –aja- siempre copia mi asignatura nunca la va a aprobar. En el último le propusieron que me llevara al sitio más lejano e inhóspito de la facultad, sin previo aviso, donde hubiese un aula cerrada, sin ventanas, solo unas sillas y un encerado.

   Don Andrés, cada poco tiempo me hacia preguntas -yo le respondían- y eran correctas mis respuestas –suspenso- me daba trabajos  para casa formularios casi imposibles  se los llevaba resueltos con regularidad el me devolvían con nuevas cuestiones que yo a mi vez integraba en mi investigación. ¡Esta usted suspenso! –aullaba-

Eso no es problema para mí: yo no he copiado.

Mi único problema estaba muy relacionado con el tiempo, precisamente, el tiempo que duraría la presión psicológica de mi profesor si entendemos que el tiempo es como una formula  que debe ir a parar a algún sitio. Eso tampoco es problema para mí: soy un científico bien orientado en el tiempo.

La perplejidad —que no me molestaba- de Don Andrés ya solo es una sombría costumbre, el hábito de asombrarse, y no un vicio— me empezó a inquietar cuando me di cuenta de que a cada nuevo descubrimiento mío el respondía con una nueva pregunta -¡suspenso¡. Cada vez que yo, honradamente, daba por terminado mi examen, el  reiniciaban con nuevos objetivos, nuevas formulas, a veces absurdas o infantiles, como si quisieran prolongar  indefinidamente aquella situación, y sólo por gusto, porque sí —lo confieso— me fui percatando de que el objeto de las formulas era yo: mis reacciones, mis entusiasmos, mis decepciones.

Hasta que una buena mañana, me llevo a todo lo alto de la Universidad, pasamos, por pasillos desconocidos y  un ascensor tras otro. Llegamos a una sinistra aula sin ventilación, solo unas sillas y un encerado –aquí señor Damas no puede copiar- Yo no copio profesor –respondí- cállese -dijo- pegando su rostro desencajado al mío, nunca, nunca, vuelva a decir esa palabra Señor Damas.

Cada vez que yo le resolvía formulas cada vez mas surrealistas,  el anotaba sus observaciones sobre mis estados de ánimo. Es posible que el mismos me haya facilitado las formulas que llegué a hacer, sólo con el fin de estudiar su frágil psicología. –aja- para mi esta suspenso

Tuvo que renunciar a su plaza, ante que aprobarme.

¿Qué debo hacer ahora?  ¿Denunciarlo?

 Lo estuve dudando. Por una parte me vencía la indignación. Por otra parte el juego psicológico era divertido,  y no me faltaba prestigio.

Ahora ya sé lo que voy a hacer. Seguiré observando. Seguiré anotando (soy un científico que no sabe ser otra cosa).

A partir de ahora, mi campo de estudio es infinito: además de mis viejos objetos de investigación me incluye a mí, incluye a los que me estudian a mí, e incluirá algún día. Un punto central desde el que todos los observadores son observados por alguien que a su vez es observado...

 Cuentos del marqués de Posadas Ricas

©Carmen María Camacho Adarve

Lían y la belleza de las rosas

Lían y la belleza de las rosas


 

Aquella madrugada de verano, tal vez las cosas, hubiesen variado las cosas. Lían subió  a prisa las escaleras antes de ir al trabajo tenía que resolver un asunto con Fran algo así como una justificación al porque ella lo abandonaba. Durante la noche se le ocurrieron, justificaciones, respuestas…ahora estaba hueca pero era el momento de afrontar. Abrió con cautela la puerta del piso, cuarto derecha, donde hasta un tiempo atrás, Fran y ella vivieron unos años de felicidad, se arreglo el vestido, alboroto su melena larga, dejo los tacones a la entrada para no molestar a los vecinos. Entro serena, hermosa, bella, Fran la esperaba sentado en el sofá del pequeño cuarto de estar, tomando un trago.

-¿Lían…eres tu? –Pregunto- arrastrando las palabras.

-Si, -dijo ella- ya sabes que tengo prisa no quiero llegar tarde al trabajo.

-Tranquila, mi rosa bella, siéntate sobre mis rodillas, que te voy a dar una azotaína por mala.

-Mira Fran esas tonterías tuyas siempre me molestaron. Lo que vengo a decirte es que ya no hay más oportunidades, se termino, no estoy enamorada de ti.

-De acuerdo, la vida cambia y a ti te va a cambiar mucho sin mí.

-Cansada, harta de tus trapicheos de droga en nuestro piso. La gente con el mono, los gritos, a cualquier hora del día o de la noche.

-Bueno, lo voy a dejar por ti muñeca, en el dormitorio esta el “conejo” recogiendo lo que queda, poca cosa.

-Me dijiste que estaríamos solos. Fran sigues mintiéndome, ese tipo me repugna.

-¡Va! solo es un pobre enfermo que trabaja para mi. Fran se acercó a ella intento  besarla, Lían retiro la cara, la abrazo, -ella grito-

-No, mi bella rosa no grites, abrió su boca la boca introduciéndole  algodones hasta la garganta. Y le mordió el cuello, ella se movía asustada.

-No tengas miedo, muñeca, nunca te haría daño. Mientras la empujaba contra el sofá. No se sabe quien disparo  contra Lían mas de cuatro tiros. Ella quedo inerte en medio de un gran charco de sangre.

- Tu, conejo te vas a encargar de limpiar el cadáver y llevarte la pistola y sus ropas.

-¿Yo, por que?, eres mi camello, necesitas tu dosis de coca, si no lo haces te la quitare.

-Eso no, Fran, bueno actuaremos con rapidez.

-Te repito que actuaras tu solo, me largo.

Fran, entro al baño,  se vistió de limpio y bajo tranquilamente las escaleras. No había, nadie, ni gente, ni coches de policía, no tardarán en llegar pensó y se cubrió el rostro con un pañuelo y en su cabeza puso en sombrero grande de paja, para que las cámaras de la calle no lo reconocieran nunca.

Solo eran las seis y media, pero es mejor salir de aquí. Ese idota sabrá como torear a los polis. Ya se escuchaban sirenas, cuando doblo a la derecha y desaprecio.

De lo que hizo “el conejo”y Fran se sabe poco,  se sabe poco, los periódicos que fue espeluznante lo que se hizo con el cuerpo de Lían.

 Estaba terminando de intentando limpiar todo, hoy pasos de botas escalera arriba, derribaron la puerta, ¡alto policía! “el conejo se metió bajo de la cama sin soltar la bolsa y algo de dinero que había robado del bolso de Lían, pero lo descubrieron, el abrió la ventana intentando escapar, quiso saltar por los aparatos de aire, y los cables, se le escurrieron las chanclas y callo verticalmente y pegado a la pared. Estampándose contra el suelo, y muriendo en el acto. Aun sujetaba con fuerza la bolsa.

El comisario dijo –muchachos- caso cerrado, este asesino psicópata no volverá a matar, se ha hecho justicia.

 Llamaron a las dos familias, la de Lían gritaba de dolo, la madre, se desgarraba para siempre. La familia del “conejo” reconoció el cadáver, si es nuestro hijo.

En posteriores declaraciones, al comisario la madre del “conejo” –sentenció- y declaro ante el comisario y un policía.

 Mi hijo esta muerto, ya lo mismo nos da, sabemos que nadie velara su cuerpo. Pero sepan ustedes que el asesino anda suelto.

©Carmen María Camacho Adarve

 

 

 

 

PRIMO CRUEL CUENTO DE DELFINA ACOSTA

PRIMO CRUEL  CUENTO DE DELFINA ACOSTA


 

 
Cuando Narcisa Ibáñez enviudó, y luego de una breve enfermedad sus  ojos asustados se  cerraron, en una tarde en que  un jilguero picoteaba nerviosamente los vidrios de  la ventana de su habitación, Clementina, su hermana, supo que debía traer a sus tres sobrinos, Juan, Marta y Manuela, a vivir en su casa.
Eran mellizos de siete años, la niña, Marta, con una cara que parecía robada de una muñeca pues  sus pecas abundantes, sus bucles rubiáceos,  sus ojos como  botones azules, y su rubor encendido cual brasa, resultaban   parecidos  a la colección de juguetes “mami, mami”, que desde los escaparates conseguían que las niñas aplastaran sus narices, sus caritas enfermas de amor maternal  contra los vidrios. El mellizo, Juan, era ligeramente distinto a su hermana. Las pecas no cubrían su rostro. Una pizca de bondad, propia todavía de una edad desconcertada, cruzaba su rostro, en especial, cuando parpadeaba.  Ambos coincidían en las  ganas de jugar sin fatigarse.
Manuela, la mayor, sufría de alergia. El polvo de las cortinas, la cubertería de los aparadores, el hollín de los quinqués, los ácaros de las enciclopedias,  la errante fragancia de las rosas que delineaban como una raya  de tiza roja, donde terminaba el jardín, y donde comenzaban los hierbajos que rodeaban una pequeña naciente de agua, le hacían daño. Sin embargo, le gustaba ser la “enfermiza” de los tres, debido a una confusa idea de santidad que tenía sobre su persona desde la primera crisis de asma.


   Clementina instaló a los mellizos Carolina y Juan, y a Manuela, en la habitación de Carlos, su único hijo.
Era el mes de agosto.

En el patio, junto a la muralla pintada con cal, un sauce cabeceaba sobre su silencio, pero su sombra, regada por migas de pan, parecía volar ruidosamente cuando los gorriones, una vez saciados, emprendían el vuelo hacia el viejo  alambrado de los postes del telégrafo.

Carlos sacó del armario, para dispersar la tristeza y la penosa desorientación de sus nuevos compañeros de cuarto,   sus mariposas, las   doncellas de la centaurea y las blancas  del majuelo, clavadas en un cartón. No les contó que las cortejaba, celoso de su amor,  primeramente,  hasta que ellas entraban en confianza y caían  en sus manos para ser llevadas - entonces -  a su “sitio de trabajo”. O “el laboratorio” instalado en el altillo. Allí, a la hora en que la luz del día se filtraba por la ventana despertando una vida  fingida en el  polvo del aire,   las contemplaba en la belleza de su sufrimiento, en su inútil pero heroico esfuerzo por recuperar su libertad atravesada por alfileres. Se preguntaba entonces, qué sería de grande. Nunca abogado, por supuesto, como su padre pretendió cierta vez cuando leyó una composición escolar suya “La inocencia  de la criminalidad”.     Acaso, si viajaba al extranjero, científico como el tío Miguel, quien cada vez que aparecía con su olor  a formol por la casa, mortificaba  a sus padres cuando contaba, víctima de su pasión, aquellas  historias sobre las disecciones de batracios y de calamares, historias que a  él le sumían en la necesidad de saber alguna página más, algún capítulo todavía  oscuro o desconocido  sobre el dolor. Lástima  las vacilaciones,  la vuelta a la cordura, el repentino  respeto  del hombre de ciencia  a la mesa familiar  donde los pocillos exhalaban sus vapores de té verde, que llevaban al tío  a cambiar de conversación   y a él lo dejaban maldiciendo por dentro.

   Un pájaro cantó tres veces. Luego guardó silencio.

Carlos, con el cartón de mariposas en las manos,  aguardaba  exclamaciones y preguntas cruzadas   de sus primos, pero ellos estaban muy cansados, y  por otra parte, sólo entendían del sufrimiento las palizas  que su madre les daba cuando no aprendían   las lecciones de catecismo. Así pues, se quedaron callados. Y su silencio se sumó al del ave.
Parpadeaba bastante  Manuela; para disimular su tic, buscó una tos que no le vino como hubiera deseado, sin embargo no se desanimó, y pidiendo perdón al primo, siguió tosiendo, tosiendo. 
 - Esto me va a matar - dijo, mientras hundía su pecho como si el aire se le hacía difícil.

Los mellizos se cruzaron miradas sombrías, pero luego de que la cuerda del juego  se hubiera activado mecánicamente  en ellos, se reclinaron en un lecho cubierto por un edredón de plumones,  y jugaron a piedra, papel y tijera. Era tan previsible que Juan sacaría la tijera, pero Carolina no caía en la intención, y le mostraba, con el rostro desafiante, su puño cerrado, y así seguía esa ñoñería, que era una función obligada  para  Manuela.  Después  de un rato ella  se hartó, y  colocó en el piso la lámina con la casa en forma de hongo pintada con crayola marrón, y el camino rectilíneo que llevaba a la puerta cerrada,  y las tres golondrinas perdiéndose en el cielo mitad tormentoso y mitad soleado.  De cuando en cuando  volvía los ojos en dirección a Carlos, aguardando una actitud que equivaliera a un interés, y él se la daba, pero juraba vengarse cuando ella, complacida, sonreía con sus dientes desparejos.


 El viento movía las hojas de los árboles callejeros. Agosto transcurría a paso de animal herido.
El primo hubiera querido que se largaran ya de su habitación, que  se fueran a jugar con  Toby, total ese perro pulgoso también tenía su diablo aparte, y no tanto porque giraba sobre la idea fija de querer morder   su  cola, sino porque además pasaba la pata y hacía otros fingimientos, pero allí estaban los mellizos, rostro contra rostro, jugando a mirarse fijamente y no reír, porque el primero que reía, la regla era la regla,  perdía. Y ambos perdían y reían hasta toser mientras Manuela se las daba de víctima  con su voz catarrosa llamándolos a silencio.
 - Chicos..., la tía se va a enojar, miren... - decía y traía una tos que no existía.
Ah... si lo dejaran solo, para mirar a gusto ese lejano punto verde en la colina, donde comenzaba un bosque en que la vegetación de cañas, cipreses,  fresnos y árboles espinosos, cuyos troncos parecían querer desprenderse de su rebaño de hormigas rojas al caer el viento,  se erguía desafiante. Ese bosque le daba de comer a él, Carlos alias “El lobo”, de sus propias manos. Aquel sitio    alimentaba  su imaginación de implacable cazador de animales desde muy pequeño.

El bosque  era peligroso, lo sabía. Pero iba día tras día  a él, con sólo cerrar los ojos, y  se sentía  irremediablemente destinado  a morir bajo las garras de un hermoso tigre salido  de un  telón verdoso del follaje, hasta que recuperaba el facón con mango de guampa  caído sobre una piedra, y lo clavaba  en el vientre, revolviendo sus vísceras.


 Ahora los mellizos jugaban a pegarse, y Manuela les pedía que se quedaran quietos, que dejaran de gritar, pues no podía concentrarse en su arco iris.
- ¿Cuántos son los colores, primo?
- Siete - contestó Carlos, y  nada más porque era una prima huérfana le pidió que le mostrara el dibujo.
- ¿Está quedando bien? Fíjate en el pasto...
- Pues sí, es muy bonito. Y las aguas... - contestó. Esas palabras alegraron a Manuela quien redobló el esfuerzo por acentuar el color rojo del arco y  terminó rompiendo la crayola. Una gran risa entonces  le vino a la boca, mientras observaba a su primo.
El día domingo se presentó gris.

El viejo Mariano Álvarez, que solía caer por la casa en ausencia de los “señores”, apareció a las diez de la mañana con su botella de vino bajo el brazo. Como sus pasos no eran firmes, Toby le gruñía. Estaba a punto de dar una patada al animal, cuando apareció Adelfa, la cocinera, y lo llevó muy enojada  hasta el comedor.
En algunas ocasiones, cuando  estaba de buen humor, ella le preparaba un café rápido, y sentaba a escuchar sus historias.
El viejo decidió contar, con la  resignación de los que  dicen sus secretos porque saben que van  a morir, aquella verdad que desde hace tiempo deseaba que supiera Adelfa, por lo menos. Y ella, después de pedir perdón por sonarse  las narices, juró ser toda oídos.
Y él dijo:
Veníamos caminando horas y horas. Éramos seis. Siete, contando con un pájaro negro, que venía saltando, de rama en rama, adelantándose a nuestros pasos. Se pasaba chistando el infeliz.  Un sol abrasador nos sumía en vértigos y la sed nos devoraba. Los árboles de troncos rugosos y resecos   eran trajinados por  hormigas rojas  y el hormigueo en nuestras cabezas no nos dejaba pensar ni un segundo. Mario Vargas se sentó en la tierra, y nosotros hicimos lo mismo. Era el líder natural. Y cuando  hizo girar una botella sobre el piso y el cuello de la misma  apuntó hacia Horacio, entendimos la decisión fatal de aquel juego que negociaba nuestras vidas, pero la verdad es que ya nos daba igual. Así fue como cada uno de los que nos salvamos  bebió un poco de la cantimplora, y Horacio, maldiciéndonos, nos advirtió que no llegaríamos lejos. El pájaro chistó. Después de un instante  de furia, nos rogó que le diéramos una ración, la mitad siquiera de la nuestra, pero ya no lo escuchábamos. Nos sentíamos miserables.
Yo tenía miedo de que la suerte no me acompañara en la próxima estación, cuando nos sentáramos a observar, temblando,  a quién mandaría al infierno aquella  botella vacía. Pero ya ves, aquí estoy. Y el pájaro negro...
Carlos, detrás de la puerta, se comía las uñas, oyendo.
Imaginó la escena y su corazón empezó a latir con fuerza.
Había  barullo en la habitación de arriba.
 Una bronca fingida de la hermana mayor, quien llamaba a la paz, encendió repentinamente su ira, y subiendo los escalones de dos en dos, se presentó ante ellos.
Los rayos del sol dominguero  hacían que las más delicadas flores del jardín agacharan las cabezas. Un colibrí se entregaba al placer de libar con su trompa el néctar de las flores.
Los primos lo observaron  durante un largo rato. Y él les dijo, con una voz inflada por el entusiasmo, que estuvieran listos pues irían  a dar un paseo. Mientras escuchaba  al mellizo dar gritos de Tarzán ( la alegría extrema solía  llevarlo al estado de un mono o del rey de la selva)  sentía en su interior el llamado misterioso de una última aventura.
Cuando emprendieron la caminata en dirección al bosque Carlos sólo llevaba en su mochila dos cantimploras con agua y una botella vacía.

©DELFINA ACOSTA

DE CRUCERO A ÁFRICA (HISTORIAS DEL MARQUÉS DE POSADAS RICAS)

DE CRUCERO A ÁFRICA  (HISTORIAS DEL MARQUÉS DE POSADAS RICAS)


Nos encontramos sobre las once de la noche vieja del año dos mil ocho en la plaza de la catedral de Burgos. Antes de las campanadas.

-        ¡vamos!  -dije- tenemos que llegar a la plaza de la Catedral a comernos las uvas de la suerte. Andrés estaba desorientado con la mirada en otra parte  apenas se le entendía adopto desde pequeño un lenguaje, lleno de monosílabos y algunas palabras sueltas, vivía en una residencia apartada de la ciudad.

-        ¡nooo uva! –repuso

-        no importa llevo tres mandarinas en un bolsillo del abrigo.

-        Pof vale ¡capitán!

-        ¿por qué me llamas capitán? Sabes que soy el marques de posadas ricas

-        Fueno

-        Llegamos a la plaza unos minutos antes de las campanadas, rápidamente pele las naranjitas las conté apresuradamente; doce para cada uno y les di las suyas.

-        Venga deprisa Andrés, empieza a tomar un gajo por cada campanada hasta contar doce ¿me entiendes?

-        Ufff , siii  trago  gajos

-        Andrés se metió del tirón las doce…

Aquel hombre se esta ahogandooo ¡un medico! Gritaban los que teníamos cerca con rapidez metí mi manaza en su garganta y saque aquella bola naranja, Andrés se le estaba poniendo la piel de color morado, Un hombre de mediana edad se abría paso entre la multitud hacia nosotros, yo no quería problemas, lo aparte de un empujón ya esta solucionado y echamos a correr

-¿A dónde vamos mi casspitan?

-no se a donde iras tu, yo me voy a tomar un bus para la costa, tu no, ya has empezado a crearme problemas

-zoy tu yo grumete

-haz lo que quieras, pero sin ruido ni me molestes ¿tienes dinero para el viaje?

-tu prestar   zacar de un cajero, no ze

-Da lo mismo -tenia prisa por si perdía el bus- ya  pago el billete luego veremos la forma de sacar de tu dinero.

-bieeeen caspitan ¡alegre!  Alegre.

Con su cara flaca Andrés  me mostró una enromé sonrisa sin un diente mientras daba unos pasos de baile. Llegamos a una estación de autobuses, lúgubre, casi sin luces, sin gente, solo algunos mendigos dormitaban en los asientos de la sala. Me acerque a una de las pocas ventanillas que permanecían abiertas y pregunte al hombre que vendía los billetes

-        ¿a que hora sale un bus para la costa?

-        ¿A que costa? –pregunto- hurgándose los dientes con un palillo y levantado la vista de una revista de crucigramas

-        pues... dude a ¿Cádiz?

-        Vaya ha tenido suerte a las una de la madrugada sale uno ¿quiere un billete?

-        Que sean dos –dije- pague los billetes

  Nos fuimos al anden el bus estaba ya para salir, mire a Andrés de soslayo, canturreaba algo y daba pases de manoletinas al aire. El conductor abrió el bus sentado al volante nos dijo que podíamos subir nos pico los billetes y tomamos asientos en la parte de delantera. Vimos subir a los viajeros; un magrebí, tres negros, una pareja de borrachos de los que viven en la calle y una mujer musulmana, éramos todo el pasaje ya en año nuevo. Sin hablarnos y fruto del cansancio y el sopor del alcohol nos quedamos dormidos.

Al llegar a Cádiz el conductor nos despertó. Bajamos del bus dimos una vuelta por la estación estábamos tan cansados que decidimos tomar otro bus.

-¿Andrés ¿tienes mas sueño? –Le pregunte- mientras jugaba como un niño saltando por los andenes-

-lo que tu decir caspitan, a sus oldenes

- tomaremos otro bus para Almería

-sus ordenes –dijo- poniéndose firme y haciéndome el saludo militar- espera aquí voy a la taquilla a por los billetes.

Saque dos billetes, el coche de línea para Almería salía en unos minutos, eran las seis de la mañana.

Subimos al coche, entregamos los billetes al conductor y tomamos asiento uff hambre –dijo Andrés- espera a que lleguemos a Almería y comeremos algo mientras duerme ¿llevas tu medicación? –Dije- ja,ja,ja  ¡nooooooo! Bueno ya que más da duérmete. Al llegar a Almería desperté a Andrés, a zus ordenez  -venga déjate de tontadas y vamos a conocer la ciudad ¡hambreee!, ¡muzcha! Buscamos un bar de pescadores y allí estabamos junto al mar. Andrés, abrió todo lo que daban de si sus ojillos azules, la boca abierta… ¡zzzcuenta aguaaaaa! ¡Mira  cazpitan un bagco mu grandeeee!  un bagco, yo zubir con mi cagpitaan  si tu quieres subiremos al barco, pero antes vamos a comer algo, ¡zzzi! , jambreee.

Entramos al local, olía a mar y sardinas tras la barra un viejo marinero se quejaba de la humedad de la mar con un cliente, eran todos marineros retirados, tomaban orujo, otros cerveza con sardinas, ¿van a tomar algo? Parecen de tierra a dentro –dijo- bueno si estamos viajando –respondí- mi amigo no conocía el mar, eso esta bien uno no debe morir sin conocer la mar aunque es mas hermosa en verano pero el mar…toda la vida estuve trabajando en ella –dijo- bueno ¿Qué pongo?... pues una ración grande de sardinas y unas cervezas. Pague las consumiciones y salimos del local, fuimos caminando por el paseo marítimo, buscando el banco donde Andrés tenia su cuenta, después de largo tiempo y preguntado por el centro de la ciudad al fin Andrés grito –allí enzfrente la perte azzu es banco. Saco su carne de identidad de un bolsillo del pantalón y nos entendimos con el cajero haciendo yo de traductor  ¿Cuánto quiere sacar?  -pregunto el banquero- dresmil ¿Qué dice? –me pregunto el hombre Dice que tres mil euros –respondí- ¿esta bien? Si, si,si, perfectamente solo que no habla bien, estamos de vacaciones –repuse- nos miro con desconfianza antes de darnos el dinero –bueno todo parece legal-  tome sus tres mil euros. Nos encaminamos al puerto, Andrés contaba las baldosas sin ningún orden.   compramos dos billetes ¡azhora pagar yo ziempre caspitan! ¡Pues adelante¡ me dio cien euros. ¡Vamos a África!  Zi,zi, zi yo no ze … ¡a zus ozdenes! Embarcamos hasta Melilla que era donde terminaba la ruta el barco ya pensaría hasta donde llegaríamos. Subimos a bordo  en cubierta, mientras zarpábamos, vi como Andrés hizo tiras el carne de identidad y no pude evitar que lo lanzara al mar ¡Estas más loco de lo que pensaba! ¡Ahora que vas a hacer sin identificación para pasar las aduanas! Ja,ja, ja ja ja no ze zoy libre zengo mucho zinero. Tu veras y te pido por favor que en el barco me llames Miguel no capitán ya hay un capitán en este barco mejor que no llamemos mucho la atención –pos vale Miguez.

Embarcamos, sin ningún problema cuando llevamos unas horas de navegación vi a Andrés que corría nervioso por la cubierta de repente y sin que me diera tiempo a reaccionar, estaba lanzando al aire y al mar billetes de cincuenta euros, todos los pasajeros  que paseaban o reposaban en sus hamacas, pacíficamente, se convirtieron en temidas fieras, que se mordían, se empujaban, por pillar al aire los billetes, algunos agarre yo  que vamos a hacerle se armo tal follón de gritos y golpes que con suma rapidez acudió la policía  del barco. Esposando a Andrés acusándolo de un delito de contaminación del mar, en el momento de su detención me tiro mil euros a la cara a la vez que me dio una patada. La policía me invito a que los acompañara. En una especie de camarote-comisaría junto con el capitán del barco. Lo sometieron a algo parecido a un interrogatorio ya que Andrés daba grandes risotadas hablando en su extraño idioma. Del golpe todas las miradas se fijaron en mí.

-Veamos caballero, ¿este señor viaja con usted?   - lo negué-

-¿entonces, que es un loco, un subversivo? ¿Uno de esos integristas?  hemos visto que a usted lo ha tratado como a un perro, lanzándole mil euros a la cara con desprecio y propinándole una patada, tenemos que proceder a poner la denuncia -¡caraba¡ pensé si es tratar como a un perro lanzarme mil euros a la cara… ya me gustaría que esto me ocurriera todos los días.

- bueno realmente no veo motivos para denunciarlo

-usted, ¡se calla para eso somos policías es nuestro trabajo! pues adelante –dije- tras firmar aquella rara denuncia insistieron que de donde era (ya que carecía de documentación) cayo al mar con algunos billetes.

-Muéstrenos la suya, les di mi cartera y todo estaba en orden, bien –dijeron- a usted no lo podemos detener puede volver al barco, ya nos ocuparemos de el Andrés se quedo sentando bajo la luz de un flexo, gritándome improperios que solo yo entendía.

Subí a cubierta y pensé que la había liado  parda no podía aparecer en Burgos sin el, se me echarían todos encima. Algo tenía que hacer y rápido estábamos llegando al puerto de Melilla. A Lo lejos pude ver en el puerto esperando a nuestro barco; varias ambulancias, coches de policía, y de  guardia civil. Cuando bajamos del barco, esposaron a Andrés y empezó una disputa entre las distintas fuerzas de seguridad y los médicos de la ambulancia. ¡Este hombre ha cometido delitos de contaminación de las aguas marinas, además esta indocumentado¡ sospechamos que ha pasado tres aduanas sin documentación ¡se hace el loco! Pero un loco no lleva tanto dinero encima ¡-Andrés daba saltitos como si no fuera la cosa con el- entonces esos delitos de aduanas indocumentado nos pertenece al cuerpo de la guardia civil –decían-  ¡de ninguna manera el reo nos pertenece por delitos contra la naturaleza y alboroto! –Añadían- el cuerpo de la policía, ¡pero señores míos! –Gritaban- los médicos de salud mental, no ven que se trata de un enfermo psiquiátrico al borde de un ataque ¡tenemos que ingresarlo el hospital psiquiátrico! A una distancia prudencial yo contemplaba la escena pensando con rapidez, ante todo no podía dejarlo solo, debía regresar con el a Burgos. Finalmente acordaron ingresarlo en el hospital, cuando ya lo llevaban para la ambulancia actué con rapidez llamando la atención de los médicos dando risotadas, empecé a romper billetes y a bailar sobre los trozos de papel. ¡Mirad el tipo que lo acompañaba esta  en pleno ataque de euforia tendremos que llevarlo con nosotros y me subieron a la ambulancia rumbo a un desconocido psiquiátrico.

©Carmen María Camacho Adarve

REFLEJO PLATA POR CARMEN MARIA CAMACHO

REFLEJO  PLATA POR CARMEN MARIA CAMACHO

 

 

 

Una lenta sombra oscureció la aldea era la luna; una redonda negritud, superpuesta sobre ella, minutos mas tarde y muy lentamente, fue desplazándose hasta mostrar su luz cilíndrica con sus cicatrices y sus cráteres marcados sobre su piel.

 

No, no era un fenómeno extraño, ya, que de tiempo en tiempo, surgía una luz opaca produciendo sensaciones llenas de misterio    que esperaban con curiosidad, los habitantes de la aldea el abrirse de sus anillos en un guiño, en un abrir y cerrar del ojo celestial y entonces los aldeanos se marchaban en silencio, como si el acontecimiento ocultase un  mensaje críptico.  Algo que pudiesen ver    y no  comprende porque sucede cada verano, ni de donde nace las sombras ni tampoco hacia donde van.  El movimiento del infinito; cargado de cometas, destellos de astros, y Venus en las auroras, figuras táuricas, la osa mayor, y a veces diurnas lunas, un sol burlón, todos espectáculos normales en el firmamento; sin embargo, los aldeanos, ante  un eclipse total de luna, ellos miraban  las formas de comportamiento hurañas  en el cielo.  Se extendía por la aldea una impresionante tristeza matizada de melancólicas señales de soledad, que dejaba una estela  fragmentada de dolor.  Su luz no desparece en su totalidad, vive dentro de lo oscuro,  esta en nosotros, en la aldea, en la tierra, como un reflejo de plata vieja y el mensaje puede,   leerse en la luna: lo brillante puede tornarse en opaco para volver a brillar. En el silencio de la noche todos los habitantes de la aldea volvían a sus casas con esperanzas renovadas. Mañana cuando despertaran los días de nuevo tendrían el brillo, la transparencia de la felicidad.

 

  ©Carmen María Camacho  

 

LA CASA Por Luis Antonio Rodríguez

LA CASA Por Luis Antonio Rodríguez

 

 

—Buenas tardes —saludamos.

—Buenas tardes —nos contestan ellos.

La llovizna, como ceniza gris, se acomoda sobre nuestras ropas. El camino, la cerca de piedras, los árboles, los guijarros, son nuestros viejos conocidos. Salvo el Buenas tardes dirigido a los ocasionales viajeros, el silencio modula nuestros pensamientos. El viento y uno que otro frailejón nos dan la bienvenida. Leves gotas heladas caen sobre nuestros rostros. Enfundado en su abrigo, él camina a mi lado.

—Llegamos —digo.

—Llegamos —afirma él.

Sin embargo, la casa queda todavía como a tres cuadras.

Las cuadras son, en la ciudad, una forma de medir las distancias. En estos lugares, en cambio, las distancias son una cuestión de tiempo. Y al tiempo lo miden los acontecimientos. Y en estos parajes en donde casi nunca pasa nada, acontecimiento es cualquier cosa: el chapoteo de nuestros pies, el temblor friolento de las hojas, el cercado de piedra que —de alguna manera— fracciona el tiempo en segundos, en minutos, en horas... en siglos.

La llovizna persiste. Una llovizna penetrante pero con casa al fondo, que la hace tolerable.

Nos parece que nada ha cambiado desde la última vez. Entonces también llovía. La llovizna empapaba los campos. El frío. Había gritos y risas y era otro el chapotear de nuestros pies descalzos en el barro del camino.

Nos frenamos. Por un instante recobramos nuestro espíritu de niños escondido largo rato en estos riscos, entre los pajonales. Las cabras, idénticas a aquellas cabras ágiles que nosotros correteábamos, mordisquean los arbustos que crecen aquí y allá. El silencio imprime su huella, otra vez.

Al fondo la casa de tejas de barro, con ventanas pequeñas, cuadradas y simétricas, con su corredor de baldosas rústicas, con sus columnas de madera inmunes a los años. Su chimenea, hace tanto sin humo, está sumergida en la niebla.

—Llegamos —digo.

—Llegamos —repite él.

Pero la casa queda todavía como a dos cuadras

Entonces la casa nos parecía enorme. No sé por qué no recuerdo mucho a nuestros padres ni puedo ubicarlos en la perspectiva de la casa. A mi lado, él permanece absorto. Dice:

—Yo sí recuerdo a mamá, en la cocina, junto al fogón de leña.

La nostalgia de la llama chisporroteando en el fogón, pone un poco de calor en mis manos. Evoco a mamá alimentando el fuego del hogar con su aliento cansado. Pero... ¿En dónde está papá? ¿Y la niña?

Ahora evoco a papá. La llovizna deja su ceniza gris sobre su abrigo. Es papá que regresa. Vuelve del pasado. Yo, a la derecha de nuestro padre y él a su izquierda, cada uno aferrado a una de sus manos. Lo miro y está contento. Es él, no hay duda. Es papá que regresa.

—Buenas tardes, chicos —dice.

—Buena tardes, pa... —hacemos cabriolas a su lado.

Yo y él, seguimos el compás de sus pasos y no cabemos en nosotros de la pura alegría.

—¡Qué nos trajiste, pa! —gritamos, al unísono.

Papá señala la casa, bajo la llovizna no puede enseñarnos sus presentes. Saltamos de alegría, correteamos a su lado, brincamos frente a él, apretamos sus manos y limpiamos las gotas de lluvia que empapan las mangas de su abrigo.

—Llegamos —digo.

—Llegamos —dicen papá y él, al unísono.

La casa, de todas maneras, queda todavía como a una cuadra.

El mismo duraznero y las mirlas picoteando el frío en las cerezas.

¿Invierno?, en estos riscos durante todo el año es invierno. Quizá por eso él y yo, tenemos un carácter huraño. Por eso las voces se quedaron congeladas en el tiempo. Por eso —y no por otra cosa — la voz de papá acompañó a la de él cuando dijo Llegamos. Por eso no voy a repetir que papá es sólo un recuerdo.

La casa no. La casa está allí, frente a nosotros. El jardín de frailejones, dalias, jazmines y otras flores, milagrosamente se conserva. Las hortensias moradas forman tupidas masetas a lado y lado del camino. La casa tiene nuestras voces pegadas a sus piedras. No las oigo, pienso. Y él, como dando respuesta, replica:

—Oigo las voces...

—¿Las oyes?

—Las oigo y las distingo con claridad. Tú, yo, la niña...

—Papá y mamá... —agrego, sin mucha convicción.

—Papá y mamá... —dice él y suena convincente.

Cuando llegó la niña, hubo algarabía. Papá estaba en casa. Era necesario que estuviera en casa ese día y, tal vez él, sabía medir con precisión el tiempo de los alumbramientos, pues siempre estuvo allí para nosotros, y para cuidar a mamá. Nos miró, nos alargó las caucheras y dijo:

—No vuelvan sin por lo menos una tórtola.

En la habitación del centro mamá se quejaba. Papá, sin agregar más nada, regresó a la habitación.

¿Tórtolas en estos pajonales?, habría que ir muy lejos. Pero las órdenes de papá no se discutían. Volvimos por la tarde, extenuados, pero con una tórtola cada uno. Mamá descansaba en el lecho, radiante. Su brazo derecho acunaba un pequeño envoltorio al que, desde entonces, llamábamos la niña.

Lo que dijo mamá, no lo recuerdo. Ella estaba muy contenta y bastaba. Entonces vino Encarnación y preparó la cena. Y volvió muchos días más, no recuerdo cuántos. Llegaba con sus pies descalzos llenos de lodo, aparecía de no sé dónde, no sé cómo. Las magias de papá.

—Las tórtolas serán para la cena de esta noche —dijo mamá.

—¿Recuerdas?, no comprendo cómo se te pueden olvidar unas palabras tan sencillas —dice él y agrega—: estuvimos alegres porque lo que habíamos cazado contribuía a la felicidad.

—Sí —dije yo, apenado.

Hubo algarabía en la casa. Las paredes nos lo cuentan también ahora, pero sus voces no se entienden. No importa, la algarabía no tiene por qué ser inteligible. Basta que la produzca la alegría. Y la alegría en la casa era notoria, como sólo podría serlo en estos riscos. Está grabada ahí, en el viejo y carcomido alféizar de la ventana.

Después de nosotros (los hombres no se quedan en casa, decía papá), la niña era una bendición.

La casa aparecía ahora en un primer plano. Los guijarros del camino se nos hacían cada vez más conocidos. No éramos nosotros, era la casa la que resistía en su lugar de siempre. Silenciosa, sombría. Mamá estaba allí, sentada en su rincón en la cocina. Atenta al crepitar de la llama y de cuando en cuando alimentaba el fuego. Papá estaba allí, sus canas hacían juego con las minúsculas gotas de lluvia sobre su abrigo. Padre y madre se miraban, no sabemos decir si con ternura o con tristeza. Las viejas baldosas del corredor reconocieron nuestras pisadas. Repitieron nuestros nombres. Recitaron nuestros adioses y nuestras despedidas. Recordaron nuestras ausencias y nos saludaron dejando escapar un chirrido que sonó bajo nuestros pies.

—Llegamos —digo, y ahora sé que es cierto, porque la casa está aquí, encima de nosotros, protegiéndonos como antes del frío y de la lluvia y del viento.

—Llegamos —dice él.

Padre y madre nos miran y con un gesto nos indican la habitación vecina. Cada adobe, cada grieta cuenta una historia, repite un grito infantil. Nuestras risas, los cuentos contados por papá y por mamá, los cantos de la niña.

Ahora recuerdo por qué estábamos allí. Todos, menos la niña. Ahora, al posar nuestros pies en la habitación que nos indicó el gesto de nuestros padres, siento el frío que se adueña para siempre de la casa y de nosotros. Allí está ella. Su ataúd atrapado por el silencio y la penumbra, apenas alumbrado por los cirios.

Recuerdo que la niña se quedó en casa con papá y con mamá, cuando nosotros nos marchamos (los hombres no se quedan en casa, decía papá). Pero ella se fue primero. Luego ellos. Nosotros no volvimos, hasta ahora. En realidad nunca volvimos y ahora, por supuesto, tampoco.

Sólo queda la casa.

 

Luis Antonio Rodríguez. (Junín – Cundinamarca, 1950). Narrador. Premio departamental para libro de Cuentos CEAB—2009. Seleccionado en la separata Para leer en vacaciones, Revista Cambio (diciembre 2009). Ingeniero Electrónico y de Telecomunicaciones de la Universidad del Cauca, Especialista en Telemática de la Universidad de Boyacá, con estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Santo Tomás. Radicado en Boyacá desde hace varias décadas. Trabajó en la antigua Empresa Nacional de Telecomunicaciones de Colombia – TELECOM. Ejerció la docencia en varias universidades de la región, como la Universidad de Boyacá, la Universidad Santo Tomás y la Universidad Antonio Nariño. Forma Parte del Taller de narrativa “R.H. Moreno Durán” RENATA Boyacá.

 

 

 

 

Cuentos por Sergio Gaut vel Hartman

Cuentos por  Sergio Gaut vel Hartman

 

SIN HILO DE ARIADNA

Sergio Gaut vel Hartman

 

Jorge Luis Borges terminó recibiendo, de parte de la impiadosa Caissa, un merecido castigo por aquel poema que hablaba de torres homéricas y reyes tenues, postreros. Por eso, en los clubes lúgubres y mohosos de las barriadas periféricas, cuando los aficionados juegan interminables partidas, es común ver una pieza fantasmal, que no es caballo ni alfil, y tal vez sí minotauro, tambaleando ciega y sin lógica entre las laberínticas casillas.

 

 

El vuelo de la bestia – Sergio Gaut vel Hartman

Después de la muerte de Jorge anduve un tiempo juntando los recuerdos, como si fueran ropa sucia, y guardándolos en un canasto con la falsa promesa de sacarlos un día, lavarlos, plancharlos y usarlos, como una vieja camisa, gastada pero cómoda.

No funcionó. La tristeza era tan fuerte que terminé prefiriendo la fatal intimidad de los lugares que habíamos visitado juntos. Cerré la casa y partí hacia la playa, en busca de aquel instante de mágica zozobra, cuando sentados en las gradas de un improvisado anfiteatro, asistíamos a las acrobacias de la joven pareja. Acunados por la música perfecta y desolada del Indio Solari, aquellos chicos brillaban y volaban en torno a un armazón metálico, enredándose en lienzos de colores, cayendo hacia los abismos y ascendiendo de nuevo, como pájaros neuróticos. Así había sido aquel verano. Y ambos nos enamoramos un poco de aquellos acróbatas, rozando con los dedos los cuarenta años destejidos de la trama del tiempo. Así quería volver a verlos y recuperar un fragmento de mi querido muerto.

Tampoco funcionó. En la plaza había payasos, idiotas con guitarras y armónicas, jugadores de ajedrez, pero ellos no estaban. Tonta de mí, pensé. ¿Qué me hizo suponer que estarían en este mismo lugar, tantos años después, volando en pos de la misma bestia invisible? ¡Hay tantas playas!

Abandoné la plaza y caminé hacia el mar. El verano declinaba. Pronto comenzaría el éxodo; el desierto y el silencio ganarían la batalla. Me moví hacia el puerto, alejándome del centro, tratando de hallar a mi fantasma en la penumbra y tardé un momento en advertir al abrumado malabarista que revoleaba sus clavas con pericia pero sin voluntad. Nadie observaba su acto, y me pareció raro que siguiera lanzando y recogiendo, lanzando y recogiendo, en una repetición mecánica de la rutina. Pero de pronto se detuvo, recogió las clavas y me encaró directamente.

—La estaba esperando —dijo.

—¿A mí? —Mi perplejidad era genuina. Nunca habíamos cruzado una palabra, no podía recordarme, yo era una más, perdida entre el público, hipnotizada por los giros y la música.

—Sí, a usted —dijo—. La bestia se llamó a silencio, ¿sabe? No logré sujetarla y ella cayó desde siete metros. Yo también me quedé solo, ¿se da cuenta?

 

DEDOS DE ACERO

Estaban en el lecho, desnudos, disfrutando la blanda pausa que sigue al amor clandestino. El Líder Carismático deslizó el dedo por la curva del seno de la Baronesa Candente y se detuvo en el pezón. Una corriente eléctrica circuló de piel a piel, recorrió el brazo y bajó por el pecho, pero se detuvo en el ombligo… y emprendió el camino inverso. El Líder abrió desmesuradamente los ojos cuando advirtió que sucedía algo anormal. Y se aterró cuando la corriente se resolvió en su cabeza con un estallido de hielo y fuego. La mano abandonó la divina región y aleteó como un halcón desesperado para aferrarse a la densa mata de cabello rojo.

—¡No! —exclamó el Líder.

—¡No! —chilló la Baronesa, y siguió chillando cuando supo que él estaba muerto, y chilló con mayor intensidad cuando advirtió que no podía desenredar aquellos dedos de acero de su pelo. Y siguió chillando cuando recordó que la puerta estaba cerrada con llave—. ¡Auxilio! ¡Venga alguien! ¡Está muerto, oh, Dios! ¡Está muerto!

—¡Abra la puerta! —gritó desde el pasillo el Fiel Senescal.

—¡No tengo la llave! —clamó desolada la Baronesa—. ¡Tiren la puerta abajo!

Hubo una pausa, seguramente destinada a orientar los hombros, y luego uno, dos, tres, cuatro, cinco empellones bien aplicados que hicieron saltar la puerta de sus goznes. Tres caballeros, precedidos por el Senescal, irrumpieron a los tumbos en la habitación. La Baronesa sonrió, sin tratar de cubrir su gloriosa desnudez. El Senescal tasó la situación y concluyó que lo mejor sería que el final de la historia fuera otro.

—No me suelta —dijo la Baronesa con inocencia.

—Eso veo —dijo el Senescal. Dio tres pasos, se situó junto a la cama e intentó desengarfiar los dedos que mantenían sujeto el cabello de la mujer; no lo logró, por supuesto.

—¡Por favor! —suplicó la Baronesa.

—Me estoy ocupando —dijo el Senescal con severidad. Buscó la mejor solución y cuando la halló estiró el brazo hacia atrás. Un objeto se posó en su mano, pero él la movió de un modo ostentoso y sin dejar de mirar con fijeza el punto de contacto, la mantuvo abierta hasta que el asistente puso en ella la pistola. Luego de disparar, casi sin apuntar, dijo—: Ahora sí, dame la tijera.

 

ACCIDENTE PICTÓRICO

Accidente pictórico – Sergio Gaut vel Hartman

 

Era el único ladrón de cuadros auténtico, el único verdadero, capaz de meterse en las grandes obras para robar faisanes, mandolinas, cartas y hasta sonrisas. Lo malo es que pocas veces encontraba cosas valiosas y demasiadas se perdía en los desconcertantes paisajes de los cuadros de Dalí o Van Gogh, cuando no quedaba enganchado en las aristas de los Picassos o los Duchamps. Sin embargo, lo peor de todo ocurrió el día en que se le dio por meterse en un Kandinsky. Convertido en un punto sobre el plano, fue perseguido por una jauría de triángulos y rombos que le dieron alcance y lo devoraron sin piedad.

 

 

Remake de la Creación – Sergio Gaut vel Hartman

 

Orson Welles filma la vida de Dios. Pero le cuesta mucho conseguir financiación. Empieza el rodaje. Dios se interpreta a sí mismo, pero es más caprichoso que Greta Garbo. La película queda inconclusa. Dios no quiere estar involucrado en un film maldito. Echa a Orson del paraíso, pero el Diablo se niega a recibirlo. Está en su derecho. Dios, acorralado, resucita al cineasta. Le da el cuerpo de Arnold Schwarzenegger, que acaba de quedar desocupado. Welles se sobrepone a eso y empieza a filmar su propia vida. El vino no alcanza. También queda inconclusa. Dios se apiada y desciende a la Tierra. Decide adelantar la Segunda Venida con la condición de que Él dirija y Orson haga de Jesús II. Orson acepta. Toda el agua del océano se convierte en vino. Dios y Orson se emborrachan y resucitan sucesivamente a Rita, Marilyn, Brigitte y Claudia. Dios, finalmente, empieza a entender un poco de qué va la cosa. Cancela la Segunda Venida y redecora el universo. Contrata a Farmer como asesor para resucitar a todos los que alguna vez vivieron. ¡Es espectacular! ¡La historia más fabulosa jamás contada! Welles se pone celoso del éxito de Dios, se junta con Terry Gillian y dan un golpe de estado. Queda inconcluso.

 

 

EL AMOR CHATERO

Sergio Gaut vel Hartman

 

—¡Catorce años! ¡Embarazada! ¡Dios! —La madre se mesa los cabellos. Parece Ana Magnani en una película de Rossellini.

—Es un castigo del cielo —dice el padre, atormentado, reflexivo; se muerde los labios hasta sacarse sangre, como en una de Bergman, ya que estamos.

—Pendeja boluda —recrimina el hermano mayor, que estudia computación—. ¿Tenías que encamarte con el tipo?

—Chateábamos —se defiende la niña—. Era amor virtual, y él usaba preservativo.

—¡Desgraciada! —dice la madre alzando un puño. El muchacho la detiene con un gesto.

—¿Te mandó adjuntos?

—Sí.

—¡Vos los abrías! ¡Los archivos de un desconocido!

—¡Es mi novio!

—Abrió un exe —dice el hermano mayor—. ¡Hay que ser boluda!

 

 

Empotrando – Sergio Gaut vel Hartman

—¿Puede correr el día?

—¿Hacia dónde quiere que lo corra?

—¿Ayer? ¿Puede hacer que hoy sea ayer?

—Puedo; esto es un cuento.

—A las tres de la tarde, en Las Violetas. Dejé plantado al señor Robles.

—Todo muy vegetal —sonreí. Corrí el viernes hasta empotrarlo en el jueves. Jacinto Robles estaba, en efecto, plantado.

—¡Ay, señor Robles, qué mala fui! Lo dejé plantado.

—No es nada —dijo Jacinto—. No hay mal que por bien no venga: florecí.

—¿Floreció? —La muchacha estaba perpleja.

—Fructifiqué, en rigor a la verdad. —Robles sacudió las ramas, de las que colgaban voluptuosos racimos de uvas.

—¿Uvas?

—Si algunos les piden peras a los olmos no veo nada de malo en que los Robles demos uvas; ¿no le parece, señor...?

—Boj, Narciso Boj. –Estuve a punto de extender la mano para estrechársela; me detuve a tiempo.

—¿Y ahora? —dijo la muchacha, decepcionada.

—¿Cómo se llama usted?

—Paola.

—¡Perfecto! —corrí el viernes y lo empotré en el sábado 8 de julio de 2014, donde estaba seguro de que mi mujer no me encontraría. En ese tiempo, Paola y yo vivimos un tórrido romance cuyos pormenores no pienso describir en este cuento. 

 

CABALAH

Sergio Gaut vel Hartman

 

David Ben Yehuda no estaba loco. Oía voces, pero no estaba loco. Había afinado ese sentido hasta tal punto que podía detectar el momento en que una hoja, amarilla y quebradiza, se desprendía del roble e iniciaba su lento descenso, meciéndose en el aire, acunada por el viento.

Por eso digo que no estaba loco. Él oyó los caballos mucho antes de que fueran visibles sobre las colinas, mucho antes de que cruzaran el río. Supo quienes eran los que los montaban y a qué venían. Y cuando lo supo corrió y corrió y entró a la carrera a la casa del maestro, sin tocar la mezuzá más que con el pensamiento, y se llevó las sillas y las personas por delante y atropelló e hizo rodar por el suelo al rabbi.

—¿Estás loco? —dijo el maestro cuando pudo ponerse de pie. Contempló al flaco y desgarbado David, su alumno preferido, instalado tras una severa sonrisa. Sabía que David no estaba loco, pero de alguna forma tenía que moderar los arrestos del muchacho. Aunque esta vez, lo supo de inmediato, no se trataba de un tema menor. Naum Ben Simon leía en el rostro de David como si se tratara de un rollo de la Torá: algo muy grave estaba sucediendo, muy grave.

—Es terrible —articuló David—. El conde. Emich de Leisingen.

Algunas palabras son fuego, son ácido, son veneno. Ningún judío de Renania ignoraba quién era Emich de Leisingen, el conde bandido. Él y sus hombres habían asolado la región en repetidas ocasiones. Sus cuadrillas tomaban lo que querían, siempre de mal modo. Pero esta vez era peor. El rabbi vio las cruces fulgurando en los ojos de David, percibió el olor de la sangre y oyó los gemidos; él también había sido un joven arrebatado e imprudente. Pero esta vez era otra cosa. Los rumores habían circulado y todos sabían que los nobles se preparaban para recuperar Jerusalem. ¿Su Jerusalem? ¡Nuestra Jerusalem! ¿Acaso la van a recuperar para nosotros? El rabbi volvió a mirar a David.

—¿Adónde iríamos? —gimoteó el maestro—. Ellos estarán en todas partes y dirán que matamos a su Señor y que somos culpables. No hay ningún lugar adónde ir.

Fue el turno de David. Miró al rabbi como si no lo conociera y escupió las cuatro palabras casi con rabia.

—¿Me ha enseñado mentiras? —Había madurado diez años en dos minutos. David señaló los libros apilados sobre la mesa, colmando las estanterías. —¿Son todas mentiras? ¿La sabiduría es un perro sarnoso? ¿La Cabalah es un sueño, un delirio? —Respiró profundo, como si se estuviera ahogando. —¿Me ha estado mintiendo todo este tiempo?

Naum Ben Simon comprendió lo que pretendía David y respondió lo único que podía responder. —No puede hacerse porque sí. Dios debe quererlo, Él debe inspirarnos. ¿Estás hablando de eso?

—Hablo de eso —dijo David, y envejeció otros diez años—. ¿Dios quiere que seamos masacrados, que los hombres del conde nos degüellen y beban nuestra sangre?

—Si lo permitiera... sería su Voluntad, y nosotros debemos acatarla. —El rabbi miró el techo, pero David supo que su mirada podía atravesar las vigas y las tejas.

 —Si me permitiera salir de aquí —dijo David, furioso, apretando los dientes— también sería su voluntad.

—No lo harás —dijo el rabbi, desfalleciente.

David le dio la espalda. Naum Ben Simon comprendió que era su deber respetar el deseo del muchacho y salió de la habitación, dejándolo solo. No sería él quien le decapitara la esperanza, aunque no hubiese futuro para los judíos de Speyer.

La puerta se cerró y el sonido de los pasos del rabbi se apagaron en el corredor, David envejeció todos los años que le faltaban para alcanzar la sabiduría y se abismó entre los pliegues del conocimiento. Permitió que su fino oído lo guiara hasta las encrucijadas en las que crepitaban los mandatos y las proporciones; olió las cifras y saboreó los signos, dejándose llevar hasta las profundidades del mecanismo que cimenta la armonía del cosmos y le da vida. Finalmente lo vio y lo palpó: ahí estaba, absorto, casi indiferente, jugando con seres y soles. Y él, David, el insignificante aprendiz de Speyer, pudo acercarse y localizar sus propias marcas. No sabría nunca si lo había engañado o si el Manipulador se limitó a permitir la intrusión.

Pero David abrió los ojos y ya no estaba en el estudio del rabbi, ya no estaba en Speyer; su fino oído no captaba los movimientos de los asesinos del conde que venían a degollar a los judíos, amparados en una cruz sin caridad ni compasión.

El atardecer había dejado paso a una luminosa mañana. A lo lejos, detrás de las colinas, se divisaban esbeltas columnas de humo. Avanzó hasta la cima y divisó el valle. Era un poblado, un extraño poblado rodeado por un muro de fino metal tejido. Aguzó el oído y escuchó las voces. Gritos y gemidos. Órdenes y pedidos. Pero no entendía las palabras. Sólo se parecían vagamente a lo que él solía hablar. Empezó a bajar la colina y las formas se resolvieron en personas, mayoritariamente vestidas con trajes a rayas verticales, y otros, robustos y autoritarios, que usaban ropas oscuras y sombreros de metal. David no era tonto y supo de inmediato que algo estaba mal en ese lugar. Sacudió la cabeza y sonrió. No podían ser peores que el conde Emich de Leisingen y sus bandidos. Apuró el paso y se dirigió resueltamente hacia el portón de entrada, donde con grandes letras de extrañas formas habían escrito en reconocible alemán: “el trabajo te hará libre”.

 

Sergio Gaut vel Hartman

 

 

http://es.wikipedia.org/wiki/Sergio_Gaut_vel_Hartman

 

 

EN LA CASA DE LOS LOCOS

EN LA CASA DE LOS LOCOS

 

 

 

Todas las mañanas, Ana, va a limpiar en la casa de los locos. La espera en la escalera, María, que camina a pasitos cortos, es delgada, en sus ojillos negros,  baila la risa, y hace pucheros si se enfada… es una niña de cincuenta años. Va siguiendo a Ana por los cuartos, mientras ella limpia, le hace siempre las mismas preguntas.

 

Niña ¿Cuándo es mi santo? ¿Falta mucho?

-Unos meses.

-Niña, niña, ¿Cuándo es mi santo?

-en agosto.

María, se pasea por el pasillo, con su sonrisa infantil. María no quiso crecer. Esa  mañana tocaba ir  al mercadillo, María compró una maceta de margaritas mustias.

-Niña, niña, ven niña, llamaba con la puerta de su cuarto abierta, sentada en la cama y sujetando con las dos manos sobre su regazo la maceta de margaritas mustias.

-Niña, niña ¿Dónde pongo la maceta?

- la puedes poner en la estantería

-¡pero niña¡ no puedo que moja a las muñequitas.

-Niña, niña ¿Cuánto falta para mi santo?

-Poco falta poco.

-¿tu vas a venir niña?

-Si, claro que si.

-Sabes niña te voy a invitar a tarta ¿me vas a traer cositas? peluchines, pinturitas, colorete para la cara, y muñecas que hablan… niña, niña pronto es mi santo.  Sabes niña cuando sea grande dejare esta casa ya lo tengo pensado me iré a una  muy grande con un jardín que tenga muchas flores donde pasare a todas mis muñecas.

 

©Carmen María Camacho Adarve

 

LLAMADAS TELEFONICAS

LLAMADAS TELEFONICAS

 

A veces, Tomás, salía a la terraza y veía pasar a la gente, se movían en planos fijos como en una película ante sus ojos,

La  gran avenida;  el ímpetu  de las personas lejanas  lo llenaban de pánico, como si  pudiesen arrastrarlo en el vértigo de sus prisas, a pesar de las puertas cerradas que lo protegían. Tomás,  tenía un miedo atroz a la acción y al movimiento. Era en extremo frágil y vulnerable. No se atrevía a aventurarse por las calles: Le daba mareo ver a la gente, los coches, y  los altos edificios. Solo confiaba en Alfredo, el valor de la amistad, el amigo que jamás lo traicionaría, con la única persona que mantenía llamadas telefónicas.

 Llevaba mucho tiempo haciendo  vida solitaria, sufría un enorme miedo a los cambios levantarse de su sillón le parecía una acción peligrosa cada movimiento parecía ser un calculo complicadísimo  y no carente de riesgo. Un viaje en el bus urbano le hubiese producido el mareo de una  gran travesía. Solo estaba seguro en su cuarto,  ningún intruso podía  franquearlo. Y en el pasaba los días, leyendo viejos libros, ajeno a la realidad y a la vida.  Quería olvidarlo todo hasta olvidarse de el, recordad  su juventud le daban vértigo, como si se trasladara a alturas imposibles. A sus treinta y tres años le asustaba la vejez que el  intuía cercana, cualquier idea de juventud le asustaba en retrospectiva, como un asesinato que tuviera que expiar; y a veces recordando que en otro tiempo fue loco joven  e imprudente, como todas las personas, se decía:” ¿Cómo pude yo hacer aquello?”. Y en el momento sentía un miedo indecible a la vida, encastillado en aquel piso, cerrado a todo. Los murmullos y susurros y el ronroneo de voces  y pasos que llegaban de la escalera o través de los tabiques, que aumentaban cuando se abría o se cerraba una puerta. También le producía pánico: No podía establecer una distinción clara entre sonidos, olores, formas y sensaciones: unas y otras se prestaban a interpretaciones complicadas y no siempre inequívocas o coherentes.

Descolgó el teléfono y marco:

-Alfredo dime  ¿Qué significa ese ruido que oigo?  ¿Qué  es ese martilleo constante?  Y su fantasía lo transportaba vertiginosamente por un espacio sin límites y lo depositaba en algún momento perdido de su juventud y esta visión le resultaba turbadora y dolorosa. Luego el ruido se desvanecía y solo quedaba en su  conciencia el terror que le inspiraba la certeza de la muerte.

- Dime amigo, ¡no me cuelgues¡ escúchame  ¿Cómo es posible que no pueda hacer nada para evitar una cosa tan terrible? , como  es mi muerte, y sin remedio rompía a llorar con la desesperación de un recién nacido.

-Alfredo, por favor, tu eres lo único que tengo, mi único amigo, tu, solo tu, puedes ayudarme.

No notaba, indicios de decrepitud. Ningún síntoma, Solo aquel ruido poco claro, que en su encierro crecía y aumentaba en el silencio de su cuarto, nacía de su pecho y subía hasta las sienes. Lo escuchaba aterrado: vibrando dentro de el golpeándole el pecho y las sienes, y temblaba presa de un miedo  invencible, como si cientos de martillos le golpearan el cuerpo. A veces, cuando andaba distraído en sus lecturas, conseguía no oír el ruido, en cuanto recobraba la atención, en el silencio de sus pensamientos, volvía a escuchar y a sentir el martilleo  como el pálpito de una herida abierta. Comenzaba a temblar esperando la muerte inevitable, muerte que no llegaba, como si los martillos careciesen de fuerza para matarle.

 -¡es muy raro, continuaba,  hablando por teléfono; seguro que es una aprensión, ya que no me muero!”. Alfredo tengo que dejarte, decía, de forma repentina y colgaba el teléfono  entregándose a sus lecturas. Mas tarde cuando el silencio era perceptible, regresaba el ruido y la angustia y sentirse morir… marcaba el numero de teléfono de su amigo.

-Debería ir a un medico ¿tu crees  Alfredo?; esto no es ya por azar… Pero tendría que atravesar calles llenas de gente cruzar semáforos entre cientos de vehículos o lo que es peor tomar un taxi que me llenaría de vértigo… esta idea me aterroriza y  sabes disiento de ella. Es preferible luchar solo con la angustia y el pavor, -continuaba- distraer al miedo sumido en la lectura para evitar pensar.  “Tal vez  Alfredo, esto es una idea, una idea por azar que se ha apoderado de mi, estoy tan alejado de la vida que las ideas me dominan.”Combatía sus aprensiones,  oponiéndolas a la razón. Pensaba que un azar no podía ser funesto, ya que  todo el mal viene de la vida, de la realidad, de la acción…

Estos pensamientos tampoco lograban dominar su nerviosismo e inquietud

-¡el suplicio de los martilleos amenazan aplastarme como una mosca! ¡El sufrimiento  al que me llevaban los golpes graves y violentos, en el silencio de mi cuarto!... Es preciso ir a un doctor, si consultar a un doctor, perdóname Alfredo, mas tarde te telefoneo.

 En uno de aquellos brotes delirantes se decidió. Tomó un taxi, cerró los ojos, como si estuviese en el sillón de su despacho, dio la dirección de la primera consulta medica que encontró en la guía…

- Mire usted… vera… siento algo muy raro… una cosa extraña…un martilleo en las sienes, un ruido fuerte en el pecho…, lo peor de todo que solo lo noto en silencio… el tacto de la mano del doctor, la blancura de su bata, su rostro inquisitivo cerca del suyo formaban un todo difícil de desentrañar.

El médico lo miraba con frialdad, no había  trazos de animadversión; solo curiosidad y cautela,  lo auscultó en los costados,  y en el corazón.

-¡Ahora,  lo oigo , aquí… en el silencio de la consulta volvía a sentir los golpes mortales y conspiradores.

El médico lo auscultó con más cuidado. Y solo escuchaba, los latidos  de un corazón joven y fuerte.

 

- Todo dentro de la normalidad; nada extraño noto…

-¿No escucha usted los martilleos que acabaran, sin duda, por matarme?

El médico lo miro como si pretendiese en el un paranoico, le dijo con frialdad insultante:

-Tiene un corazón sano y fuerte.

-¿Y, ese ruido? esos martillazos.

-Si,  a eso que le teme –dijo el médico- lo que le asusta, ¡es  lo que mueve vida!

-¡La vida¡ La vida balbuceo.

Y  un miedo casi delirante lo invadió.

Volvió a atravesar calles llenas de gente, camino presa del pánico entre los coches hasta dar con un taxi que lo llevo de regreso a su piso. Sin quitarse el abrigo, descolgó el auricular y marco el número de teléfono de su amigo.

-Alfredo, ¿me oyes? ¿Estas hay? ¡Tengo miedo!

-No te preocupes, Tomás, si te escucho…todo va a ir bien he arreglado todo, no tardara en recogerte una ambulancia, ahora mismo he firmado la hoja de ingreso en el psiquiátrico, y con brusquedad colgó el teléfono.

 

©Carmen María Camacho Adarve

 

 

PARADA SESENTA Y OCHO

PARADA SESENTA Y OCHO

 

 


Entraste en la cocina,  en tus manos la botella de tequila y un bote de tranquilizantes, te giraste  hacia el dormitorio.  Sentada en la cama bebiste   la mezcla amarga del tequila   y las pastillas.  De inmediato cerraste los ojos pusiste en el equipo de música aquel disco de Jazz de Woody Allen,  entonces  comenzaste a idear la manera de hacerlo; como un  gran poema, si hubiera de morir esta noche,  como sería la vida,   te reíste un poco de  esa ocurrencia.
Después de un par de horas, el dormitorio estaba impregnado del  olor del tabaco rubio; te  levantaste de la cama pusiste la silla bajo la lámpara del techo, colocaste cuidadosamente el cinturón de tu albornoz alrededor de la lámpara, escribiste unas líneas  en la hoja de recetas, miraste al espejo,  sin verte, subiste a la silla, metiste la cabeza entre el círculo del cinturón  y tiraste de una patada la silla:
Mientras perdías la vida, tus ojos se secaban, comenzaban los mareos y el cuerpo te pesaba cada vez menos; pusiste una mano sobre tu  corazón y la otra entre los dientes...

 Mirabas una hoja seca  en el suelo. No es otoño, está seca porque hace demasiado calor para enero, y algunas plantas se secaron, soltando hojas muertas por todas partes. Caminas por una vereda, soleada, vas hacia la parada de autobús,  pisas una hoja negra y rota al sentarte en el banco de la marquesina y luego cruzas las piernas. Tienes mala memoria, olvidas las listas de las compras sobre la mesa,  y las llaves de casa,  haces  carteles con las fechas de cumpleaños, no recuerdas los números de teléfono y a veces, hasta abres una interrogación y sigues escribiendo dentro de ella sin recordar cerrarla jamás.

 

©Carmen María Camacho Adarve