PARADA SESENTA Y OCHO
Entraste en la cocina, en tus manos la botella de tequila y un bote de tranquilizantes, te giraste hacia el dormitorio. Sentada en la cama bebiste la mezcla amarga del tequila y las pastillas. De inmediato cerraste los ojos pusiste en el equipo de música aquel disco de Jazz de Woody Allen, entonces comenzaste a idear la manera de hacerlo; como un gran poema, si hubiera de morir esta noche, como sería la vida, te reíste un poco de esa ocurrencia.
Después de un par de horas, el dormitorio estaba impregnado del olor del tabaco rubio; te levantaste de la cama pusiste la silla bajo la lámpara del techo, colocaste cuidadosamente el cinturón de tu albornoz alrededor de la lámpara, escribiste unas líneas en la hoja de recetas, miraste al espejo, sin verte, subiste a la silla, metiste la cabeza entre el círculo del cinturón y tiraste de una patada la silla:
Mientras perdías la vida, tus ojos se secaban, comenzaban los mareos y el cuerpo te pesaba cada vez menos; pusiste una mano sobre tu corazón y la otra entre los dientes...
Mirabas una hoja seca en el suelo. No es otoño, está seca porque hace demasiado calor para enero, y algunas plantas se secaron, soltando hojas muertas por todas partes. Caminas por una vereda, soleada, vas hacia la parada de autobús, pisas una hoja negra y rota al sentarte en el banco de la marquesina y luego cruzas las piernas. Tienes mala memoria, olvidas las listas de las compras sobre la mesa, y las llaves de casa, haces carteles con las fechas de cumpleaños, no recuerdas los números de teléfono y a veces, hasta abres una interrogación y sigues escribiendo dentro de ella sin recordar cerrarla jamás.
©Carmen María Camacho Adarve
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