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TEMAS BLOG OFICIAL DE LA POETA Y ESCRITORA andaluza Carmen Camacho ©2017

Cuentos por Sergio Gaut vel Hartman

Cuentos por  Sergio Gaut vel Hartman

 

SIN HILO DE ARIADNA

Sergio Gaut vel Hartman

 

Jorge Luis Borges terminó recibiendo, de parte de la impiadosa Caissa, un merecido castigo por aquel poema que hablaba de torres homéricas y reyes tenues, postreros. Por eso, en los clubes lúgubres y mohosos de las barriadas periféricas, cuando los aficionados juegan interminables partidas, es común ver una pieza fantasmal, que no es caballo ni alfil, y tal vez sí minotauro, tambaleando ciega y sin lógica entre las laberínticas casillas.

 

 

El vuelo de la bestia – Sergio Gaut vel Hartman

Después de la muerte de Jorge anduve un tiempo juntando los recuerdos, como si fueran ropa sucia, y guardándolos en un canasto con la falsa promesa de sacarlos un día, lavarlos, plancharlos y usarlos, como una vieja camisa, gastada pero cómoda.

No funcionó. La tristeza era tan fuerte que terminé prefiriendo la fatal intimidad de los lugares que habíamos visitado juntos. Cerré la casa y partí hacia la playa, en busca de aquel instante de mágica zozobra, cuando sentados en las gradas de un improvisado anfiteatro, asistíamos a las acrobacias de la joven pareja. Acunados por la música perfecta y desolada del Indio Solari, aquellos chicos brillaban y volaban en torno a un armazón metálico, enredándose en lienzos de colores, cayendo hacia los abismos y ascendiendo de nuevo, como pájaros neuróticos. Así había sido aquel verano. Y ambos nos enamoramos un poco de aquellos acróbatas, rozando con los dedos los cuarenta años destejidos de la trama del tiempo. Así quería volver a verlos y recuperar un fragmento de mi querido muerto.

Tampoco funcionó. En la plaza había payasos, idiotas con guitarras y armónicas, jugadores de ajedrez, pero ellos no estaban. Tonta de mí, pensé. ¿Qué me hizo suponer que estarían en este mismo lugar, tantos años después, volando en pos de la misma bestia invisible? ¡Hay tantas playas!

Abandoné la plaza y caminé hacia el mar. El verano declinaba. Pronto comenzaría el éxodo; el desierto y el silencio ganarían la batalla. Me moví hacia el puerto, alejándome del centro, tratando de hallar a mi fantasma en la penumbra y tardé un momento en advertir al abrumado malabarista que revoleaba sus clavas con pericia pero sin voluntad. Nadie observaba su acto, y me pareció raro que siguiera lanzando y recogiendo, lanzando y recogiendo, en una repetición mecánica de la rutina. Pero de pronto se detuvo, recogió las clavas y me encaró directamente.

—La estaba esperando —dijo.

—¿A mí? —Mi perplejidad era genuina. Nunca habíamos cruzado una palabra, no podía recordarme, yo era una más, perdida entre el público, hipnotizada por los giros y la música.

—Sí, a usted —dijo—. La bestia se llamó a silencio, ¿sabe? No logré sujetarla y ella cayó desde siete metros. Yo también me quedé solo, ¿se da cuenta?

 

DEDOS DE ACERO

Estaban en el lecho, desnudos, disfrutando la blanda pausa que sigue al amor clandestino. El Líder Carismático deslizó el dedo por la curva del seno de la Baronesa Candente y se detuvo en el pezón. Una corriente eléctrica circuló de piel a piel, recorrió el brazo y bajó por el pecho, pero se detuvo en el ombligo… y emprendió el camino inverso. El Líder abrió desmesuradamente los ojos cuando advirtió que sucedía algo anormal. Y se aterró cuando la corriente se resolvió en su cabeza con un estallido de hielo y fuego. La mano abandonó la divina región y aleteó como un halcón desesperado para aferrarse a la densa mata de cabello rojo.

—¡No! —exclamó el Líder.

—¡No! —chilló la Baronesa, y siguió chillando cuando supo que él estaba muerto, y chilló con mayor intensidad cuando advirtió que no podía desenredar aquellos dedos de acero de su pelo. Y siguió chillando cuando recordó que la puerta estaba cerrada con llave—. ¡Auxilio! ¡Venga alguien! ¡Está muerto, oh, Dios! ¡Está muerto!

—¡Abra la puerta! —gritó desde el pasillo el Fiel Senescal.

—¡No tengo la llave! —clamó desolada la Baronesa—. ¡Tiren la puerta abajo!

Hubo una pausa, seguramente destinada a orientar los hombros, y luego uno, dos, tres, cuatro, cinco empellones bien aplicados que hicieron saltar la puerta de sus goznes. Tres caballeros, precedidos por el Senescal, irrumpieron a los tumbos en la habitación. La Baronesa sonrió, sin tratar de cubrir su gloriosa desnudez. El Senescal tasó la situación y concluyó que lo mejor sería que el final de la historia fuera otro.

—No me suelta —dijo la Baronesa con inocencia.

—Eso veo —dijo el Senescal. Dio tres pasos, se situó junto a la cama e intentó desengarfiar los dedos que mantenían sujeto el cabello de la mujer; no lo logró, por supuesto.

—¡Por favor! —suplicó la Baronesa.

—Me estoy ocupando —dijo el Senescal con severidad. Buscó la mejor solución y cuando la halló estiró el brazo hacia atrás. Un objeto se posó en su mano, pero él la movió de un modo ostentoso y sin dejar de mirar con fijeza el punto de contacto, la mantuvo abierta hasta que el asistente puso en ella la pistola. Luego de disparar, casi sin apuntar, dijo—: Ahora sí, dame la tijera.

 

ACCIDENTE PICTÓRICO

Accidente pictórico – Sergio Gaut vel Hartman

 

Era el único ladrón de cuadros auténtico, el único verdadero, capaz de meterse en las grandes obras para robar faisanes, mandolinas, cartas y hasta sonrisas. Lo malo es que pocas veces encontraba cosas valiosas y demasiadas se perdía en los desconcertantes paisajes de los cuadros de Dalí o Van Gogh, cuando no quedaba enganchado en las aristas de los Picassos o los Duchamps. Sin embargo, lo peor de todo ocurrió el día en que se le dio por meterse en un Kandinsky. Convertido en un punto sobre el plano, fue perseguido por una jauría de triángulos y rombos que le dieron alcance y lo devoraron sin piedad.

 

 

Remake de la Creación – Sergio Gaut vel Hartman

 

Orson Welles filma la vida de Dios. Pero le cuesta mucho conseguir financiación. Empieza el rodaje. Dios se interpreta a sí mismo, pero es más caprichoso que Greta Garbo. La película queda inconclusa. Dios no quiere estar involucrado en un film maldito. Echa a Orson del paraíso, pero el Diablo se niega a recibirlo. Está en su derecho. Dios, acorralado, resucita al cineasta. Le da el cuerpo de Arnold Schwarzenegger, que acaba de quedar desocupado. Welles se sobrepone a eso y empieza a filmar su propia vida. El vino no alcanza. También queda inconclusa. Dios se apiada y desciende a la Tierra. Decide adelantar la Segunda Venida con la condición de que Él dirija y Orson haga de Jesús II. Orson acepta. Toda el agua del océano se convierte en vino. Dios y Orson se emborrachan y resucitan sucesivamente a Rita, Marilyn, Brigitte y Claudia. Dios, finalmente, empieza a entender un poco de qué va la cosa. Cancela la Segunda Venida y redecora el universo. Contrata a Farmer como asesor para resucitar a todos los que alguna vez vivieron. ¡Es espectacular! ¡La historia más fabulosa jamás contada! Welles se pone celoso del éxito de Dios, se junta con Terry Gillian y dan un golpe de estado. Queda inconcluso.

 

 

EL AMOR CHATERO

Sergio Gaut vel Hartman

 

—¡Catorce años! ¡Embarazada! ¡Dios! —La madre se mesa los cabellos. Parece Ana Magnani en una película de Rossellini.

—Es un castigo del cielo —dice el padre, atormentado, reflexivo; se muerde los labios hasta sacarse sangre, como en una de Bergman, ya que estamos.

—Pendeja boluda —recrimina el hermano mayor, que estudia computación—. ¿Tenías que encamarte con el tipo?

—Chateábamos —se defiende la niña—. Era amor virtual, y él usaba preservativo.

—¡Desgraciada! —dice la madre alzando un puño. El muchacho la detiene con un gesto.

—¿Te mandó adjuntos?

—Sí.

—¡Vos los abrías! ¡Los archivos de un desconocido!

—¡Es mi novio!

—Abrió un exe —dice el hermano mayor—. ¡Hay que ser boluda!

 

 

Empotrando – Sergio Gaut vel Hartman

—¿Puede correr el día?

—¿Hacia dónde quiere que lo corra?

—¿Ayer? ¿Puede hacer que hoy sea ayer?

—Puedo; esto es un cuento.

—A las tres de la tarde, en Las Violetas. Dejé plantado al señor Robles.

—Todo muy vegetal —sonreí. Corrí el viernes hasta empotrarlo en el jueves. Jacinto Robles estaba, en efecto, plantado.

—¡Ay, señor Robles, qué mala fui! Lo dejé plantado.

—No es nada —dijo Jacinto—. No hay mal que por bien no venga: florecí.

—¿Floreció? —La muchacha estaba perpleja.

—Fructifiqué, en rigor a la verdad. —Robles sacudió las ramas, de las que colgaban voluptuosos racimos de uvas.

—¿Uvas?

—Si algunos les piden peras a los olmos no veo nada de malo en que los Robles demos uvas; ¿no le parece, señor...?

—Boj, Narciso Boj. –Estuve a punto de extender la mano para estrechársela; me detuve a tiempo.

—¿Y ahora? —dijo la muchacha, decepcionada.

—¿Cómo se llama usted?

—Paola.

—¡Perfecto! —corrí el viernes y lo empotré en el sábado 8 de julio de 2014, donde estaba seguro de que mi mujer no me encontraría. En ese tiempo, Paola y yo vivimos un tórrido romance cuyos pormenores no pienso describir en este cuento. 

 

CABALAH

Sergio Gaut vel Hartman

 

David Ben Yehuda no estaba loco. Oía voces, pero no estaba loco. Había afinado ese sentido hasta tal punto que podía detectar el momento en que una hoja, amarilla y quebradiza, se desprendía del roble e iniciaba su lento descenso, meciéndose en el aire, acunada por el viento.

Por eso digo que no estaba loco. Él oyó los caballos mucho antes de que fueran visibles sobre las colinas, mucho antes de que cruzaran el río. Supo quienes eran los que los montaban y a qué venían. Y cuando lo supo corrió y corrió y entró a la carrera a la casa del maestro, sin tocar la mezuzá más que con el pensamiento, y se llevó las sillas y las personas por delante y atropelló e hizo rodar por el suelo al rabbi.

—¿Estás loco? —dijo el maestro cuando pudo ponerse de pie. Contempló al flaco y desgarbado David, su alumno preferido, instalado tras una severa sonrisa. Sabía que David no estaba loco, pero de alguna forma tenía que moderar los arrestos del muchacho. Aunque esta vez, lo supo de inmediato, no se trataba de un tema menor. Naum Ben Simon leía en el rostro de David como si se tratara de un rollo de la Torá: algo muy grave estaba sucediendo, muy grave.

—Es terrible —articuló David—. El conde. Emich de Leisingen.

Algunas palabras son fuego, son ácido, son veneno. Ningún judío de Renania ignoraba quién era Emich de Leisingen, el conde bandido. Él y sus hombres habían asolado la región en repetidas ocasiones. Sus cuadrillas tomaban lo que querían, siempre de mal modo. Pero esta vez era peor. El rabbi vio las cruces fulgurando en los ojos de David, percibió el olor de la sangre y oyó los gemidos; él también había sido un joven arrebatado e imprudente. Pero esta vez era otra cosa. Los rumores habían circulado y todos sabían que los nobles se preparaban para recuperar Jerusalem. ¿Su Jerusalem? ¡Nuestra Jerusalem! ¿Acaso la van a recuperar para nosotros? El rabbi volvió a mirar a David.

—¿Adónde iríamos? —gimoteó el maestro—. Ellos estarán en todas partes y dirán que matamos a su Señor y que somos culpables. No hay ningún lugar adónde ir.

Fue el turno de David. Miró al rabbi como si no lo conociera y escupió las cuatro palabras casi con rabia.

—¿Me ha enseñado mentiras? —Había madurado diez años en dos minutos. David señaló los libros apilados sobre la mesa, colmando las estanterías. —¿Son todas mentiras? ¿La sabiduría es un perro sarnoso? ¿La Cabalah es un sueño, un delirio? —Respiró profundo, como si se estuviera ahogando. —¿Me ha estado mintiendo todo este tiempo?

Naum Ben Simon comprendió lo que pretendía David y respondió lo único que podía responder. —No puede hacerse porque sí. Dios debe quererlo, Él debe inspirarnos. ¿Estás hablando de eso?

—Hablo de eso —dijo David, y envejeció otros diez años—. ¿Dios quiere que seamos masacrados, que los hombres del conde nos degüellen y beban nuestra sangre?

—Si lo permitiera... sería su Voluntad, y nosotros debemos acatarla. —El rabbi miró el techo, pero David supo que su mirada podía atravesar las vigas y las tejas.

 —Si me permitiera salir de aquí —dijo David, furioso, apretando los dientes— también sería su voluntad.

—No lo harás —dijo el rabbi, desfalleciente.

David le dio la espalda. Naum Ben Simon comprendió que era su deber respetar el deseo del muchacho y salió de la habitación, dejándolo solo. No sería él quien le decapitara la esperanza, aunque no hubiese futuro para los judíos de Speyer.

La puerta se cerró y el sonido de los pasos del rabbi se apagaron en el corredor, David envejeció todos los años que le faltaban para alcanzar la sabiduría y se abismó entre los pliegues del conocimiento. Permitió que su fino oído lo guiara hasta las encrucijadas en las que crepitaban los mandatos y las proporciones; olió las cifras y saboreó los signos, dejándose llevar hasta las profundidades del mecanismo que cimenta la armonía del cosmos y le da vida. Finalmente lo vio y lo palpó: ahí estaba, absorto, casi indiferente, jugando con seres y soles. Y él, David, el insignificante aprendiz de Speyer, pudo acercarse y localizar sus propias marcas. No sabría nunca si lo había engañado o si el Manipulador se limitó a permitir la intrusión.

Pero David abrió los ojos y ya no estaba en el estudio del rabbi, ya no estaba en Speyer; su fino oído no captaba los movimientos de los asesinos del conde que venían a degollar a los judíos, amparados en una cruz sin caridad ni compasión.

El atardecer había dejado paso a una luminosa mañana. A lo lejos, detrás de las colinas, se divisaban esbeltas columnas de humo. Avanzó hasta la cima y divisó el valle. Era un poblado, un extraño poblado rodeado por un muro de fino metal tejido. Aguzó el oído y escuchó las voces. Gritos y gemidos. Órdenes y pedidos. Pero no entendía las palabras. Sólo se parecían vagamente a lo que él solía hablar. Empezó a bajar la colina y las formas se resolvieron en personas, mayoritariamente vestidas con trajes a rayas verticales, y otros, robustos y autoritarios, que usaban ropas oscuras y sombreros de metal. David no era tonto y supo de inmediato que algo estaba mal en ese lugar. Sacudió la cabeza y sonrió. No podían ser peores que el conde Emich de Leisingen y sus bandidos. Apuró el paso y se dirigió resueltamente hacia el portón de entrada, donde con grandes letras de extrañas formas habían escrito en reconocible alemán: “el trabajo te hará libre”.

 

Sergio Gaut vel Hartman

 

 

http://es.wikipedia.org/wiki/Sergio_Gaut_vel_Hartman

 

 

1 comentario

whennthy vhennus -

esa familia estaba muy loca a la señora
la confundian que era una niña,etc