LA CASA Por Luis Antonio Rodríguez
—Buenas tardes —saludamos.
—Buenas tardes —nos contestan ellos.
La llovizna, como ceniza gris, se acomoda sobre nuestras ropas. El camino, la cerca de piedras, los árboles, los guijarros, son nuestros viejos conocidos. Salvo el Buenas tardes dirigido a los ocasionales viajeros, el silencio modula nuestros pensamientos. El viento y uno que otro frailejón nos dan la bienvenida. Leves gotas heladas caen sobre nuestros rostros. Enfundado en su abrigo, él camina a mi lado.
—Llegamos —digo.
—Llegamos —afirma él.
Sin embargo, la casa queda todavía como a tres cuadras.
Las cuadras son, en la ciudad, una forma de medir las distancias. En estos lugares, en cambio, las distancias son una cuestión de tiempo. Y al tiempo lo miden los acontecimientos. Y en estos parajes en donde casi nunca pasa nada, acontecimiento es cualquier cosa: el chapoteo de nuestros pies, el temblor friolento de las hojas, el cercado de piedra que —de alguna manera— fracciona el tiempo en segundos, en minutos, en horas... en siglos.
La llovizna persiste. Una llovizna penetrante pero con casa al fondo, que la hace tolerable.
Nos parece que nada ha cambiado desde la última vez. Entonces también llovía. La llovizna empapaba los campos. El frío. Había gritos y risas y era otro el chapotear de nuestros pies descalzos en el barro del camino.
Nos frenamos. Por un instante recobramos nuestro espíritu de niños escondido largo rato en estos riscos, entre los pajonales. Las cabras, idénticas a aquellas cabras ágiles que nosotros correteábamos, mordisquean los arbustos que crecen aquí y allá. El silencio imprime su huella, otra vez.
Al fondo la casa de tejas de barro, con ventanas pequeñas, cuadradas y simétricas, con su corredor de baldosas rústicas, con sus columnas de madera inmunes a los años. Su chimenea, hace tanto sin humo, está sumergida en la niebla.
—Llegamos —digo.
—Llegamos —repite él.
Pero la casa queda todavía como a dos cuadras
Entonces la casa nos parecía enorme. No sé por qué no recuerdo mucho a nuestros padres ni puedo ubicarlos en la perspectiva de la casa. A mi lado, él permanece absorto. Dice:
—Yo sí recuerdo a mamá, en la cocina, junto al fogón de leña.
La nostalgia de la llama chisporroteando en el fogón, pone un poco de calor en mis manos. Evoco a mamá alimentando el fuego del hogar con su aliento cansado. Pero... ¿En dónde está papá? ¿Y la niña?
Ahora evoco a papá. La llovizna deja su ceniza gris sobre su abrigo. Es papá que regresa. Vuelve del pasado. Yo, a la derecha de nuestro padre y él a su izquierda, cada uno aferrado a una de sus manos. Lo miro y está contento. Es él, no hay duda. Es papá que regresa.
—Buenas tardes, chicos —dice.
—Buena tardes, pa... —hacemos cabriolas a su lado.
Yo y él, seguimos el compás de sus pasos y no cabemos en nosotros de la pura alegría.
—¡Qué nos trajiste, pa! —gritamos, al unísono.
Papá señala la casa, bajo la llovizna no puede enseñarnos sus presentes. Saltamos de alegría, correteamos a su lado, brincamos frente a él, apretamos sus manos y limpiamos las gotas de lluvia que empapan las mangas de su abrigo.
—Llegamos —digo.
—Llegamos —dicen papá y él, al unísono.
La casa, de todas maneras, queda todavía como a una cuadra.
El mismo duraznero y las mirlas picoteando el frío en las cerezas.
¿Invierno?, en estos riscos durante todo el año es invierno. Quizá por eso él y yo, tenemos un carácter huraño. Por eso las voces se quedaron congeladas en el tiempo. Por eso —y no por otra cosa — la voz de papá acompañó a la de él cuando dijo Llegamos. Por eso no voy a repetir que papá es sólo un recuerdo.
La casa no. La casa está allí, frente a nosotros. El jardín de frailejones, dalias, jazmines y otras flores, milagrosamente se conserva. Las hortensias moradas forman tupidas masetas a lado y lado del camino. La casa tiene nuestras voces pegadas a sus piedras. No las oigo, pienso. Y él, como dando respuesta, replica:
—Oigo las voces...
—¿Las oyes?
—Las oigo y las distingo con claridad. Tú, yo, la niña...
—Papá y mamá... —agrego, sin mucha convicción.
—Papá y mamá... —dice él y suena convincente.
Cuando llegó la niña, hubo algarabía. Papá estaba en casa. Era necesario que estuviera en casa ese día y, tal vez él, sabía medir con precisión el tiempo de los alumbramientos, pues siempre estuvo allí para nosotros, y para cuidar a mamá. Nos miró, nos alargó las caucheras y dijo:
—No vuelvan sin por lo menos una tórtola.
En la habitación del centro mamá se quejaba. Papá, sin agregar más nada, regresó a la habitación.
¿Tórtolas en estos pajonales?, habría que ir muy lejos. Pero las órdenes de papá no se discutían. Volvimos por la tarde, extenuados, pero con una tórtola cada uno. Mamá descansaba en el lecho, radiante. Su brazo derecho acunaba un pequeño envoltorio al que, desde entonces, llamábamos la niña.
Lo que dijo mamá, no lo recuerdo. Ella estaba muy contenta y bastaba. Entonces vino Encarnación y preparó la cena. Y volvió muchos días más, no recuerdo cuántos. Llegaba con sus pies descalzos llenos de lodo, aparecía de no sé dónde, no sé cómo. Las magias de papá.
—Las tórtolas serán para la cena de esta noche —dijo mamá.
—¿Recuerdas?, no comprendo cómo se te pueden olvidar unas palabras tan sencillas —dice él y agrega—: estuvimos alegres porque lo que habíamos cazado contribuía a la felicidad.
—Sí —dije yo, apenado.
Hubo algarabía en la casa. Las paredes nos lo cuentan también ahora, pero sus voces no se entienden. No importa, la algarabía no tiene por qué ser inteligible. Basta que la produzca la alegría. Y la alegría en la casa era notoria, como sólo podría serlo en estos riscos. Está grabada ahí, en el viejo y carcomido alféizar de la ventana.
Después de nosotros (los hombres no se quedan en casa, decía papá), la niña era una bendición.
La casa aparecía ahora en un primer plano. Los guijarros del camino se nos hacían cada vez más conocidos. No éramos nosotros, era la casa la que resistía en su lugar de siempre. Silenciosa, sombría. Mamá estaba allí, sentada en su rincón en la cocina. Atenta al crepitar de la llama y de cuando en cuando alimentaba el fuego. Papá estaba allí, sus canas hacían juego con las minúsculas gotas de lluvia sobre su abrigo. Padre y madre se miraban, no sabemos decir si con ternura o con tristeza. Las viejas baldosas del corredor reconocieron nuestras pisadas. Repitieron nuestros nombres. Recitaron nuestros adioses y nuestras despedidas. Recordaron nuestras ausencias y nos saludaron dejando escapar un chirrido que sonó bajo nuestros pies.
—Llegamos —digo, y ahora sé que es cierto, porque la casa está aquí, encima de nosotros, protegiéndonos como antes del frío y de la lluvia y del viento.
—Llegamos —dice él.
Padre y madre nos miran y con un gesto nos indican la habitación vecina. Cada adobe, cada grieta cuenta una historia, repite un grito infantil. Nuestras risas, los cuentos contados por papá y por mamá, los cantos de la niña.
Ahora recuerdo por qué estábamos allí. Todos, menos la niña. Ahora, al posar nuestros pies en la habitación que nos indicó el gesto de nuestros padres, siento el frío que se adueña para siempre de la casa y de nosotros. Allí está ella. Su ataúd atrapado por el silencio y la penumbra, apenas alumbrado por los cirios.
Recuerdo que la niña se quedó en casa con papá y con mamá, cuando nosotros nos marchamos (los hombres no se quedan en casa, decía papá). Pero ella se fue primero. Luego ellos. Nosotros no volvimos, hasta ahora. En realidad nunca volvimos y ahora, por supuesto, tampoco.
Sólo queda la casa.
Luis Antonio Rodríguez. (Junín – Cundinamarca, 1950). Narrador. Premio departamental para libro de Cuentos CEAB—2009. Seleccionado en la separata Para leer en vacaciones, Revista Cambio (diciembre 2009). Ingeniero Electrónico y de Telecomunicaciones de la Universidad del Cauca, Especialista en Telemática de la Universidad de Boyacá, con estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Santo Tomás. Radicado en Boyacá desde hace varias décadas. Trabajó en la antigua Empresa Nacional de Telecomunicaciones de Colombia – TELECOM. Ejerció la docencia en varias universidades de la región, como la Universidad de Boyacá, la Universidad Santo Tomás y la Universidad Antonio Nariño. Forma Parte del Taller de narrativa “R.H. Moreno Durán” RENATA Boyacá.
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