Suicidados por la sociedad por Gonzalo Márquez Cristo *
Si el cielo ha sido un colosal negocio durante los últimos dos mil años y nos vendieron la aburrida opción de su gloria por sucesivas generaciones de una manera tan cruenta, con el terror de los diezmos, la inquisición y los laberintos insondables de la culpabilidad, hoy el mayor lucro consiste en traficar con el infierno. Si durante dos milenios el mercado del cielo fue muy rentable y despiadado, al comando de una iglesia que organizó las más funestas cruzadas en la Edad Media hasta terminar apoyando con el Papa Pio XII al exterminador Adolfo Hitler, durante este tercer milenio tal como se vislumbra, asistiremos al comercio gigantesco de nuestros avernos y miserias.
Somos los publicistas del infierno, los mercaderes de las vísceras, de la degradación. Pagamos por entrar a sus cavernas lúgubres o a los círculos desgarradores que soñó Dante. Con fruición nos hemos empeñado en vender lo peor que somos y las acciones más ignominiosas gozan de una ganancia sin precedentes. El edén y sus manifestaciones angélicas se ha devaluado hasta la obscenidad y la cursilería, y como consecuencia elevamos la cotización de nuestras desgracias, y subimos el precio a nuestros deshechos –y por supuesto a nuestra desolación.
¡Qué terrible época donde la armonía ha sido depuesta! Sólo lo sórdido goza de una simpatía y los medios de comunicación, e incluso las obras de arte más manifiestas, se convierten en un engranaje al servicio de una imaginación con grilletes y de una libertad redomada.
Cuando Arthur Rimbaud en las Iluminaciones exclamó: "A vender lo que los judíos no han vendido", no supuso que un siglo después íbamos a realizar su hipérbole, y que además refinaríamos esta vil destreza hasta comerciar con lo inaudito. Ya vendimos con habilidad nuestros dioses, nuestro cielo, nuestros fetiches, nuestros amigos, y lo que es más increíble: nuestras entrañas y excrementos. ¿Cuál sociedad ha ido tan lejos en su degradación?
El universo mediático es un supermercado de estiércol. Los programas televisivos se lucran con la humillación y han decidido expoliarnos hasta de la fantasía. El éxito de las películas de terror que se reproducen con fórmulas predecibles de violencia no es la única manifestación de una cultura adormecida y vulgar. La plástica con su propuesta conceptual y sus performances puerilmente escatológicos denuncia también el generalizado malestar. La música popular se reinventa con la misma despreciable ingenuidad, brutal, obscena, denigrante.
La sociedad estimula la usura que acecha en la decadencia del ser, y también ha creado una dialéctica perversa en sus idolatrías. La religión sigue produciendo oro, pero esta vez de una forma específica: ya no es la iglesia el ente que estructura el gran lucro del miedo, sino que el poder de la idolatría se posa sobre ciertos dioses y divas de existencia fugaz, los cuales son catapultados al relámpago de su gloria; y es entonces cuando la venganza se dispara contra ellos, pues hemos descubierto en forma vil que es más rentable escenificar su destrucción. No sólo el negocio está en la sagaz creación de las deidades, que misteriosamente ya no fungen como señores del miedo, sino en su destrucción metódica, lo cual genera un mercado más significativo, y es así como nos ha tocado padecer todos los deicidios.
La sociedad se ha especializado en crear dioses para luego demolerlos, siempre y cuando esto redite en altos dividendos. Los paparazzis alimentan un tinglado que se extiende sin control pese a causar muchas veces la muerte de sus víctimas. Para nadie es desconocido que la música popular goza de lucrativos escándalos cuando sus cantantes se ofrecen a la llamarada de la fama, de la cual nunca salen ilesos. La devoradora máquina no cesa de crear sus estrellas fugaces para inmediatamente emprender su exterminio.
Es desolador confesarlo, pero el hombre de la contemporaneidad habría sido incapaz de soñar el paraíso, pues le habría bastado con generar sus pesadillas múltiples, con usufructuar sus purgatorios, con generalizar su cena de excrementos, mientras la tradición edénica se encuentra herida de muerte.
Al "hombre" –si todavía es legítimo usar ese genérico eufemismo– no le basta con haber eliminado a músicos luminosos y atormentados como Edith Piaff, Elvis Presley, Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, para nombrar sólo algunos, sino que ahora se encargará –como podemos presentirlo– de destruir a la cantante británica Amy Winehouse, quien sólo sufre de talento y del asedio vil de una casta que se deleita con sus recurrentes visitas a psiquiátricos; como le ocurriera a Van Gogh y a tantos otros suicidados por la sociedad.
En febrero de 2008, corroborando la tesis hasta aquí sostenida, durante la ceremonia de los premios Grammy, cuando Amy Winehouse obtuvo cinco de las seis estatuillas a las que estaba nominada (Mejor nuevo artista, Canción del año, Grabación del año, Mejor interpretación femenina de pop y Mejor álbum pop), no pudo asistir a su consagración porque Estados Unidos le denegó la entrada acusándola de "uso y abuso de narcóticos", pues lo que le interesa a esa sociedad enferma es la explotación de su impronta maldita creada en torno a su carácter, más que el brillo de sus composiciones y su extraordinaria voz.
Son tantas las otras figuras del arte y el deporte que han padecido la persecución de un mundo que descubrió en la mierda el ansia de su usura, que no es relevante ahora mencionarlas. "Uno no se suicida solo", dijo lúcidamente Antonin Artaud, y por eso aquellos que padecen el estigma de la droga y el alcohol, y son morbosamente utilizados como productiva fuente de escándalos, constituyen en verdad la horda de víctimas de algo peor que una adicción a alguno de los duendes del olvido, pues la gloria, como decía Borges, es la peor de las incomprensiones, y habría que agregar: de las tiranías.
Las fauces de esa metodología infernal un día persiguen al cantante de Nirvana Kurt Cobain o al virtuoso baterista de Led Zeppelin John Bonham, y al siguiente van tras Britney Spears o Michel Jackson, quienes son reconocidos juguetes de esta conspiración mercantil.
En la era del post-hombre los valores cumplen su nefasta metamorfosis. Traficamos con la traición, la humillación y el dolor, pagamos el boleto más costoso para ingresar al infierno, y así multiplicamos las ganancias de unos insensibles monopolios de la información y el espectáculo. Es nuestra obligación estar advertidos, nuestra fortaleza no transigir con el cobarde hostigamiento que devora la intimidad de tantos individuos, condenados a una terrible vida de cristal. Y por ello –y como señal de resistencia– , quienes nos entregamos a los artilugios de lo imaginario, debemos comprender que es imperativo adherirnos al ensayista francés Maurice Blanchot cuando en su libro La escritura del desastre afirma genialmente:
"Existe un límite donde el ejercicio de un arte, sea cual fuere, se vuelve un insulto para la desgracia. No podemos olvidarlo."
*Poeta, narrador y ensayista colombiano
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lis milena B. -