ARBILLAGA, IDOIA (2012). PECIOS SIN NOMBRE MADRID: AMARGORD. REVISTA PARAISO NUMERO 9 DIPUTACION DE JAÉN POR CARMEN CAMACHO ARBILLAGA, IDOIA (2012)
ARBILLAGA, IDOIA (2012). PECIOS SIN NOMBRE MADRID: AMARGORD. REVISTA PARAISO NUMERO 9 DIPUTACION DE JAÉN
POR CARMEN CAMACHO ARBILLAGA, IDOIA (2012). PECIOS SIN NOMBRE (http://www.dipujaen.es/…/cult…/revista-paraiso/paraiso_9.pdf)
Tabla quemada, jirón, Ofelia: a veces, de pronto, emerge del fondo del tiempo algún resto de naufragio. Es como si la luz de un faro fenicio hundido en el mar se volviera a prender desde abajo y reverberara un momento, vivísima, en la superficie marina. Como el fuego fatuo que de súbito pasa y proyecta ante nuestros ojos la secuencia de un presente que creíamos pasado. O como un rescoldo, muy naranja, que a cuenta de vaya usted a saber qué viento se aviva bajo la ceniza. Es esa vivencia, íntima, del amor de ayer metido bajo nuestra piel de hoy, para la que casi no tenemos sustantivos que le venga bien: pecios sin nombre.
Porque no pudieran llamarse nostalgias, melancolía, ni sencillamente traza de poeta que canta sólo de lo negado, los timbres de las voces poéticas con las que está hecha esta colección de poemas que Idoia Arbillaga (Cartagena, Murcia, 1974) nos entrega bajo el título Pecios sin nombre, en la madrileña Editorial Amargord, 2012. Puestas a rebuscar en
la categorización que mejor le viene al asunto —tal vez la que recordar Jorge Riechmann al distinguir entre el poeta indagador, tipo Carlos Edmundo de Ory, y el elegíaco, estilo Gil del Biedma del «No volveré a ser joven»—, los textos de Pecios sin nombre son farrapos de otro tiempo que se conjugan en presente porque aquí-estoy-yo, y porque a ver si no quién es una, sino en mucho esa herencia o secuela, ese «baúl invisible» del que habla Arbillaga, y que pesa y forja a cada cual en proporciones distintas. «Te llevo dentro» (p. 17), dice la poeta, y es desde esas últimas habitaciones de la sangre desde donde la vida a veces se nos pone a hablar.
El prólogo de Ángel L. Prieto de Paula nos prepara en esta línea para lectura de Pecios sin nombre, y nos advierte con precisión de la va riedad formal que vamos a encontrar en esta andadura, desde sonetos con rigores consonantes, una serie casi al inicio, al verso libre y otras solturas que desanclan o aportan fresco al poemario. Como por ejemplo imágenes potentes, tales como la «madera de cuna crujiendo dentro de tu vientre azul» (p. 37), o el «columpio oxidado que arrojaremos al río»
(p.65), algunas de corte surrealista que nos interesan especialmente, como ese «peine enfermo de nácar» (p. 44), o «tu mujer de madera reverdecía pentagramas húmedos» (p. 61).
Varias constantes emergen junto a los pecios, dibujando el ambiente o fondo del poemario. Por un lado, todo lo náutico, también lo fluvial, lo húmedo, acuoso, azul y marino con su densidad; y por otro y a veces junto a aquél, la luz (y su negación presente, algunas duras veces), hecha de luna en alguna ocasión, pero que casi siempre es flama naranja, tórrida incluso, que si se mete bajo la piel, pica. Pica como pican o punzan el alacrán del poema que lleva ese nombre, las pinzas del cangrejo ya adelantado en la cita de Santos da Costa que da nombre a este libro, o las abejas de la Oda a Eros, quizá uno de los mejores poemas de su serie.
Esta entente anfibia «Contra el Bósforo», «Incendios», «Inmersión Atlántica», «Windsor arde en Madrid», «Semillas de Fuego», «Humedad de carbonera», por mencionar-contrastar algunos de los títulos) deja sal en las grietas de los labios; referencia continua ésta, la salinidad, para las diversas densidades donde reflotan, en forma de poemas, estos fragmentos ignotos.
Pero hay ocasiones a lo largo del libro en las que la memoria y el olvido se suceden por el método contrario: no es el pecio lo que emerge sino la voz la que se abisma, y baja a pulmón cayendo toda y arrastrando con ella a su cuerpo de ahora. «Caes. / Caes. / Caes./ 60 pies de océano aprietan mis caderas. / El fondo te aguarda / con su danza que agita las mareas del alma.» (p. 50). Así también, hay gradientes temporales para cantar más cerca o lejos del presente. Me explico: aunque la mayoría de los poemas hablan de un amor de ayer, están dichos en presente —algunos incluso en un presente absoluto—, en algunas ocasiones pareciera que la voz poética intenta que el pasado vuelva a ocupar su tiempo para conjugarse con distancia desde el hoy, o incluso desde un futuro implacable. Esto no evita el dolor ni la presencia, pero algo es algo. Tal vez sea eso, el manejo de unos tiempos verbales que no son de reloj sino que ocuparon las filosofías de Bergson o María Zambrano, una de las técnicas clave del poemario.
Las referencias mitológicas recorren el libro y acompañan a ese ambiente de luz y mar que traen los textos. Las mitologías de cuño bíblico dan nombre a las mitades del conjunto. Por un lado la Eva genésica, traída en tacones junto a una cita del Apocalipsis; y por otro el Adán, segunda mitad de la cosa, portador de ciertos puñales. Completa un epílogo que deja abierto el costillar vivo.
Redondea la ambientación de algún poema cierto halo orientalizante, que ayuda en sensualidades que del tirón ya tienen de por sí los amores lesbianos e imposibles. Estoy pensando en el texto «Despedida en santa Sofía». En el Estambul de las pasiones, sobre fondo de algo que suena a viernes de oración, las dos mujeres trasunto de la novela de Alberto Ruy Sánchez, hablan voluptuosidades como si lo hiciera la misma Safo del «me parece igual a los dioses/ el hombre que frente a ti se sienta».
Hay en Pecios sin nombre dos elementos que, pudiendo ser solamente figuras retóricas de vitrina, en mi opinión pueden cobrar entidad de poética, de —me atrevo a decirlo— vivencia. Pudiendo quedarse en la hipérbole, Arbillaga parece optar por lo tremendo. Pudiendo hacer metáforas, Arbillaga parece apostar por la mutación. Dicho de otra manera, la gracia consiste en que esto no ataña sólo a la expresión sino al conjunto de lo real, en el sentido más garciacalviano del término. Y que tanto sea así, que una ya no distinga entre todo y fragmento; y un amor, concreto y que se refiere a lo íntimo, pase sin lucha a formar parte de lo más grande, de la majestad del Uno. «Mi espíritu se llenará de soledad interestelar» (p. 55), «el amor ha borrado los contornos del mundo»
(p. 57), son algunos de los versos que hacen pensar que esta voz poética intuye que el [des]amor puede arrasar ciudades.
Importa, por último, dejar apuntada una interrogación que nos hace/se hace Arbillaga, casi-casi terminando el libro: «¿Cuánto miedo cabe en un solo minuto?» (p. 70). Ese, señala la poeta, en la que «viejas zozobras apalean mi puerta» (p. 70). Sara Castelar Lorca (Hannover, 1975) acaba de publicar La hora sumergida (Turandot ediciones, 2013).
La hora sumergida de Castelar es ese minuto u hora única, íntima, sola y propia donde emergen los Pecios sin nombre de Arbillaga. Hay algo —la moral de la memoria y su vino profundo, lo llama Félix Grande— que nos convoca y ante lo que comparecen algunas voces poéticas. Lo celebramos, mientras continuamos esperando, sin perder «nunca el ansia o la ocasión de navegar» (p. 71) —ni de naufragar, añado— «otro amor más fiero y entregado» (p. 65).
171
(http://www.dipujaen.es/…/cult…/revista-paraiso/paraiso_9.pdf)
0 comentarios