Blanco y Negro
BLANCO Y NEGRO
Ocurrió durante un otoño muy lluvioso y gris. Yo caminaba cerca del puerto buscando algún lugar donde resguardarme del aguacero que me sorprendió de improviso; casi llegando a la esquina de una calle, oí una vieja melodía, una voz distorsionada por los años entonaba una vieja balada cuyo sonido se perdía en medio de la noche. Provenía de un bar mal iluminado.
Me apresuré a entrar con cierta curiosidad. Era un lugar maltrecho pero espacioso y en sus mesas bebían rostros anónimos, me observaron con una extrañeza que dio paso a la indiferencia. Tras la barra, permanecía de pie, un hombre triste como un luto, de pena aguda, vestido con un pantalón negro, camisa blanca, cuyo cuello se apreciaba muy sucio. A pesar de todo, conservaba ciertos gestos de albacea gentil al invitarme a tomar asiento, esto me produjo simpatía y cierta confianza. -¿Qué se sirve?- me dijo cuando me acerqué a la barra.
-No sé…-musité aun desconcertado por el sitio- algo para el frío.
Colocó un pequeño vaso en el mostrador y me sirvió un licor blanco, de olor muy alcohólico. Cuando lo bebí de golpe, sentí como si un gato bajara por mi garganta clavando sus uñas.
-¿Qué es esto?- pregunté tosiendo.
-A veces es bueno no saber que está bebiendo uno- contestó con desgana- Al segundo trago se acostumbrará, como a todo.
Luego se acercó a la barra y me dio otra copa de ese jarabe delirante, sirviéndose él una más generosa. Esbozando una risa, alzó el vaso para brindar conmigo.
No sé si fue por el silencio del lugar pero terminamos charlando largamente sobre todos esos temas que se hablan con desconocidos en todos los bares del sueño. Se trataba de un personaje triste , que parecía conversar con la lentitud de los que perdieron la prisa en algún instante de su vida y saben que las horas pasan como si no pasaran.
Tomas guardaba la imaginería de un alma en llamas, soñadora de metáforas. A pesar de ser un hombre triste. Del bar me fascino las paredes cubiertas de viejas fotografías: calles de nueva York, pequeños dioses alados, reinas de coronas diminutas y cetros de madera, bosques con árboles y duendes.
-¿Las hizo usted?- pregunté examinándolas.
-Si, creo que me enamoré de la fotografía porque es así…tenía un mundo que yo no podía entender.
Apuré la última copa de aquel bálsamo ardiente, ya turbado por los rápidos enigmas de su relato. Tras despedirme, subí el cuello de mi abrigo y caminé bajo la lluvia algo más moderada, pero con el alma mojada de imágenes, pues esas fotos en blanco y negro estampadas en las paredes del bar, colmaron muchas noches sueños fragmentarios que se diseminaban en noches insomnes. Eran los nuevos protagonistas de una novela silenciosa que se activa en mí, cuando cierro los ojos.
Desde ese día, visité el bar casi a diario. Solía conversar largas horas con Tomas sobre temas que se repetían con agotadora frecuencia.
Y así habría seguido el asunto, si es que durante una de esas noches no hubiese ocurrido algo que alteró el rumbo de los días. Aquella vez, el bar estaba un poco más concurrido que de costumbre y yo le dije a Tomas que me interesaría conocer la historia de las fotografías ya que esas imágenes en blanco y negro desprendía luz y no podía quitar la mirada desde la primera noche que entre al bar siempre me acompañan. A esa hora, el licor me hacía ver la realidad algo distorsionada.
-Usted ha ilustrado una ciudad de extrañar mitologías que habitan mis madrugadas, como si hubiese recobrado un lugar que olvidé, lejano…
Se miró las manos con naturalidad y creo que entendió ese mensaje más allá de la circunstancia y de la abrupta presentación. Luego de observarme y esbozar una sonrisa tímida de curiosidad,
-Me resulta extraño oír a alguien en este bar hablando de mis fotografías- repuso sonriendo. Tenía unos dientes muy blancos y al sonreír no descubría las encías.
Hablamos largo rato de su trabajo. Me confesó que su proyecto era ambicioso, en aquel tiempo consistía en crear seres de un mundo luminoso, personajes alegóricos, conceptuales, capaces de traducir el reverso de la realidad, ese mundo de figuras etéreas que sólo el delirio otorga por breves instantes para ser arrebatado y devuelto a lo trivial.
Yo le conté- no sé por qué- que cuando niño vi en un libro viejo el grabado de una musa que agitaba sus cabellos al viento; hasta la adolescencia le escribí poemas muy sentidos. Cuando me di cuenta que la impoluta dama jamás descendería del imaginario, dejé esos versos torpes y en su lugar quedaron amores poco memorables y un sentimiento de abandono que nunca he podido convertir cabalmente en escritura.
-Ojalá nunca olvide esos recuerdos - contestó como pronunciando una sentencia.
Luego nos despedimos y yo me perdí entre las calles húmedas, exultante y a la vez apagado, como si mis manos reprimieran un aplauso.
Unos días después, encontré a Tomas cerca de la playa. Miraba el mar con tristeza, con esa tristeza que, resaltaban esos ojos marrones como redondos planetas de canicas cristal. En el trayecto al bar me narró otros aspectos de su vida: Fue criado por un tío y de ahí heredó su pasión por el arte, aunque soñaba dejar algún día la isla.
Desde aquella vez nuestros encuentros eran muy seguidos e ingresaron a un terreno de familiaridad
Solíamos charlar noches enteras en el bar que hacía las veces de cuarto de estar y de estudio. Desde ahí se veía el mar perdiendo su inmensidad en el oleaje, alejándose de la isla como un navío inmortal.
Creo que Tomas realmente habitaba aquel escenario insondable de donde sacaba sus figuras, los trozos de una utopía cíclica que al filtrarla por su cámara pasaban a documentar el infinito. En nuestras largas caminatas por la playa, sentía que sus palabras ya no eran de este mundo, pertenecían a ese estudio de vieja madera donde los olores del diluyente se perdían entre las viejas canciones del bar.
Sí, yo representaba al personaje espantapájaros, al personaje anclado en la tierra de la ausencia que ahuyenta a las aves agoreras con el espíritu sombrío, hasta que se funde en el olvido- como todos los recuerdos- y al tiempo, los pájaros se posan en sus brazos de palo, volviendo a ser de nuevo sus propios fantasmas.
Hay noches con recuerdo de canción vieja y licor de sabor de licor improbable.
Un de aquellas en que entré al bar, Toma me dijo con su tristeza habitual. Tengo algo para ti.
Se trataba de la fotografía de una mujer que danzaba sobre un horizonte luminoso.
-te acompañará si alguna no puedes soñar.
Sus palabras me sobrecogieron, parecía misteriosamente profético.
Nunca comprendí que hacía un hombre que retrataba sus sueños en blanco y negro de colores regentando una taberna. Y una vez se lo pregunté mientras trataba de hacerme esa fotografía que nunca terminó.
-Tú me recuerdas que las ilusiones son inconclusas- me contestó interrumpiendo su trabajo- que se construyen con recuerdos.
Creo que otra vez sus palabras fueron proféticas y así lo evidenció el fin del invierno, que trajo un sol redondo y húmedo como la nostalgia.
-Mi hermano me escribió ayer- dijo con la voz apagada.
Bebía un humeante café con indiferencia pero en el fondo, atento a mi respuesta, con una delicadeza (que luego le agradecí). Mi hermano me ha pedido que me viniera a Europa con él, ahí podría conocer el Viejo Mundo, como siempre había querido.
El sabor de la derrota hay veces que campea en las palabras, vigilándolo todo, se hace notar de pronto, para recordarme que la vida se compone de recuerdos, que la musa debía retornar a los grabados en remotos países de cielos abiertos y aparecer en mis noches como una esfera de agua donde se refleja el hombre de paja cansado de espantar sus espectros -Este es el correctivo que la realidad le aplica a los sueños- me dije.
-Sólo quiero pedirte algo- le contesté- Cuando termines el retrato que era para mí, házmelo llegar.
Al cabo de unos meses, ocurrieron muchas cosas. De esto pasaron muchos años, quizás demasiados en los que nunca supe nada.
Dije al principio de esta semblanza que en la isla renuncié a las grandes certezas que deparan a veces la vida.
Después de mucho tiempo me asomé al bar para confirmar esta idea. Todo estaba intolerablemente idéntico a como lo dejé, la maquina vieja de fotografías, las sillas de madera, la luz pobre, y Tomas con su semblante impregnado de laconismo y resignación. Parecía todo incólume al tiempo.
Me saludó como si nos hubiésemos visto ayer y si ni siquiera consultarme me sirvió aquel líquido espirituoso y construí de pronto el pasado entre el paladar y el sueño.
-¿Dónde te habías metido todo este tiempo?- musitó Tomas de golpe.
No supe que responderle. Hablamos un rato de las razones de mi estancia en la isla, cortesías de viejos amigos. Cuando tras un silencio prolongado, le pregunté por su viaje, respondió desviando la mirada que había muerto en Europa hace más de siete años.
Una punzada en el pecho me invadió de improviso.
Se bebió de golpe su licor y continuó:
A veces hay recuerdos que nos mantienen vivos y cuando los desploma la vida con sus imperfecciones mueren de pronto, apagándolo todo.
Anduve feliz, con mis fotos, contigo…con el invierno incluso.
Me dijo que había enviado algo para mí hace ya tiempo. De uno de los cajones de la barra extrajo un pequeño objeto cuadrado envuelto en un trozo de paño negro, lo descubrí como descifrando una escritura misteriosa. Era mi fotografía terminada, encuadrada en madera…la musa estampada, danzando en el espacio que separa las quimeras de todos los continentes.
Me despedí de Tomas. Cuando salía del bar con mi retrato bajo el brazo, me juré nunca pasar a bares de canciones tristes poblados con personajes de mis cuentos, porque el narrar embadurnado en blanco y negro podía de nuevo trocar mis ansiedades en esta caricatura sublime de mi.
Salí con mi cuerpo de paja y mis harapos al viento. Alguien que me vio caminar por la esquina le dijo después a un amigo que ese día los pájaros se posaron en mi hombro.
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Pilo -
Anabella -